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Yo creo que ya habían pasado los seis meses desde mi entrada en la Unión Soviética, cuando empecé a averiguar algo de lo concerniente a Irina. Después de un fracaso del espionaje, se había planteado en algún lugar idóneo, más o menos como en los Estados Unidos cuando lo de James Bond, la relativa inutilidad, la comprobada fragilidad de los sistemas de información en uso. Pero, con todo lo grande que es el Kremlin y todo lo inmensa que es Rusia, ni de las covachuelas, ni de las estepas llegaba una solución viable. Tcherniakov era un funcionario medio, con dos secretarias a sus órdenes, pero que aspiraba a mejorar de despacho y a tener bajo su mando directo, de persona a persona, todos los hombres y todas las mujeres de un departamento: esto, al menos, para empezar y alcanzar determinado entrenamiento. Quizá sus aspiraciones fuesen de lo más alto, pero ni a sí mismo se atrevía a confesárselas, no fueran a descubrirse en un modo especial de estornudar o, lo que sería más temible, en la aparición de un aura alrededor de la cabeza, la que distingue a los verdaderamente poderosos, y esa manera de llevar en alto la nariz que los confunde con algunos ilusos: ¡nada hay menos seguro que los signos externos! A Tcherniakov, en una reunión del comité que fuera, se le ocurrió lo de la muñeca electrónica (él, en realidad, había propuesto un muñeco asexuado), y todo el mundo se rió, menos Murin, cuyas aspiraciones se distinguían de las de Tcherniakov en que él mismo, a fuerza de disimulo y de dialéctica interna, las ignoraba, de modo que fue con el cuento del muñeco a cierto superior que confiaba en él porque lo creía tonto. Tcherniakov fue trasladado, sin previo aviso, a una ciudad del Sur, con lo que ganó en temperatura invernal y en las vistas al mar de que disfrutaba su casa. Su idea, perfeccionada (al menos verbalmente), recorrió varios despachos, cuyos jefes coincidieron en apropiársela, uno detrás de otro y con olvido del anterior, pero ésta es una virtud común a todas las burocracias. Escrito siempre en papel, el texto permaneció invariable (Murin escribía un buen ruso), pero cambiaban las firmas responsables. A los papeles, cuando se les sopla, suben, y aquél voló todo lo alto que fue necesario para que mandasen traer, de un Lugar Desconocido Detrás del Cáucaso, al profesor Burmerhelm, de origen prusiano, pero remoto, a quien se le expuso el proyecto y se le preguntó por su viabilidad. El profesor pidió un plazo, y cuando regresó a Moscú, unos meses después, traía consigo el plano detallado de un personaje electrónico absolutamente irreprochable y, por supuesto, capaz de llevar a cabo acciones inteligentes sin descender directamente del mono: sus detalles complementarios, como sexo y biografía, no eran de la incumbencia del profesor. Fue muy felicitado, aunque en secreto, y el laboratorio a cuyo frente se le instaló, fue secreto también. El cuerpo de Irina tardó casi un año en fabricarse. Las pruebas matrices duraron un mes más. La originalidad de aquel robot, la idea genial del profesor de origen prusiano, aunque remoto, consistía en que la fuerza motriz la recibía el cuerpo de la luz, de cualquier luz. Para paralizarlo, sería menester su permanencia, durante un plazo variable de diez o quince días, en la más negra y continuada oscuridad. El robot fue presentado (en secreto) a un restringido número de personajes, no precisamente lo que en el lenguaje periodístico llaman «la cumbre», y también «la pirámide». Paseó garbosamente en puro cuero y dio pruebas de capacidad para cualquier movimiento, gimnástico, rítmico o erótico.

– El proceso de humanizar este muñeco -dijo el profesor Burmerhelm-, ya no me corresponde a mí. Pero, si les interesa mi opinión, se lo confiaría a un poeta…

– ¿Y por qué?

La respuesta del doctor Burmerhelm figura en unas cintas magnetofónicas verdaderamente inaccesibles, que, a lo mejor, no han existido nunca, pero de las que se habla en secreto, y que, también en secreto, se consideran como una peligrosa defensa de la poesía como instrumento político: peligrosa porque, de publicarse, haría crecer el número de poetas hasta cifras insostenibles por una sociedad normal. Alguien me dijo una vez que sabía dónde estaban, pero otro alguien presente me guiñó el ojo.

Wladimir Siffel no era precisamente un poeta, aunque quizá lo fuese de una manera indirecta y más cabal que si escribiera versos. Cierta acumulación de cualidades intelectuales y de simpatía personal, habían hecho olvidar a mucha gente su condición de judío, salvo los que lo envidiaban, que ésos decían de su talento que no era cosa personal, sino de raza, con lo que Wladimir Siffel quedaba un poco disuelto en el Pueblo de Dios, más como representante de una genialidad colectiva (y poco fiable) que como genio autónomo. Tenía un puesto en la enseñanza, donde gozaba de la mejor reputación como educador, aunque un poco extravagante y sólo moderadamente ortodoxo. Algunos de sus compañeros más cercanos estaban persuadidos de que no creía en nada de lo que sabía, sino sólo en lo que hacía, y eran tan elocuentes y rimbombantes sus elogios del marxismo-leninismo, que se sospechaba su íntimo desprecio por la doctrina oficial, aunque sus palabras no hubiera por donde cogerlas de puro convencionales. Su vida bohemia, su afición a los cigarros habanos, su charlatanería brillante y otras de sus cualidades sociables, le hubieran incapacitado para formar una ciudadana soviética presentable, o al menos exhibible en todo el mundo como arquetipo; pero el que lo eligió definitivamente como educador de Irina, razonó su elección argumentando que el producto de aquel esfuerzo iba a transitar por el mundo burgués, al que tenía que seducir y engañar, no por su eslavismo ni por su ideología, sino por su personalidad al modo occidental interpretada. La educación de Irina duró otro año, y lo mismo puso en danza a lingüistas y matemáticos que a bailarines e historiadores. Una vez, dos o tres participantes en el secreto la vieron en una cena diplomática y les costó trabajo distinguirla de las demás mujeres. La oyeron hablar en inglés y en francés, cantar en alemán, y citar en español a un poeta hispanoamericano. Después, ya no supieron de ella.

Esta breve reseña no me llegó de una vez y ordenada, como acabo de contarla, sino que resumo fragmentos de aquí y de allá averiguados conforme iba cambiando de despacho y de aspecto. Si recordase todas las caras que tuve, todos los temperamentos que rigieron mi conducta, todas las voces con que hablé y todos los ojos que contuvieron mi mirada, sería como meterme en un tiovivo loco cuyos muñecos circundan a velocidad de vértigo. El final de mi camino fue un personaje que no debo nombrar sino en clave: pongamos que se llamaba Alexis. Alexis, por su posición, estaba al cabo de la calle del asunto de Irina y de muchos otros. «De eso, quien lo sabe todo es Alexis», oí decir desde un principio, y, por saberlo todo, Alexis sobrevivió a los cambios y a las purgas, aunque no estoy tan seguro de que sobreviva también a las computadoras, si bien conviene considerar que una máquina, por perfecta que sea, es incapaz de olvidar, en un momento dado, lo que conviene que se olvide. Llegar a Alexis me costó quince días. Darle la mano, una conversación de media hora, llena de mentiras. Su cuerpo es uno de los muchos que abandoné sin intención de rescatarlo, y no por especial inquina que le tuviera, sino porque pensaba en él para salir de Rusia. Instalado en aquella personalidad de jerarca prepotente, supe que Wladimir Siffel había sido internado, poco después del envío de Irina a París, en una clínica psiquiátrica: Irina, finalmente, no había gustado a casi nadie, a causa de su independencia de carácter, de su afición a la poesía y de su escrupulosidad sexual. Destinada, en su concepción, a las mayores hazañas, fue relegada a funciones secundarias sin peligro, y, cuando se descubrió su capacidad para vivir por su cuenta, pues enseñaba idiomas en París, se la dejó un poco al margen. Los responsables se consolaron porque no ignoraban el fracaso final de James Bond; pero la aparición de «Andrómaca», de la que sólo conocían las líneas generales, no dejó de inquietarles. Dejé pasar unos días. Una vez, entre dos o tres amigos muy adictos, se me ocurrió preguntar:

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