Me acerque al hotel. El vigilante dormía, apoyado en el mostrador de recepción. Le pedí la guía de teléfonos, busqué un número y una dirección. Iban a ser las siete de la mañana, sentía hambre y sueño. Le pregunté dónde podría encontrar una taza de café, y él mismo me la procuró con algo sólido: un piscolabis para ir tirando, y una copa de aguardiente.
– ¿No le da miedo al señor Conde andar por ahí a estas horas, con la niebla que hace?
Llamé a un teléfono, hablé largo, y obtuve una respuesta. Me dirigí torpemente a un edificio municipal cuya situación ignoraba: la orientación recibida era vaga. Di bastantes vueltas, y ya empezaba a clarear cuando un policía de tráfico ocupó su puesto a mi vista: le interrogué, me guió, tardé un buen cuarto de hora. Dejé el coche parqueado, y a Irina disimulada en su envoltorio, postura de durmiente. Pregunté por el forense de guardia. Me respondieron que me esperaba, y me llevaron, por unos corredores fríos, a un despacho amueblado funcionalmente, con barras de neón en el techo y fuerte calefacción. Había una percha con batas blancas y ropa oscura, y un anaquel repleto de archivadores. El forense era un hombre joven, semejante a casi todos. Se levantó.
– Soy el profesor Von Bülov. Quizás haya oído hablar de mí. Puede usted comprobarlo.
Arrojé unos documentos encima de la mesa. Los examinó en silencio. Me miró largamente. Después rió. Y, al reír, se vio que no era tan igual a los otros como me había parecido. Por lo pronto, su risa era aguda y suspicaz. Y se le cerraban los ojillos al reír.
– ¿Qué le sucede? ¿Hay que identificar el cadáver?
Yo reí también, pero con cautela.
– No, pero sí examinarlo.
– ¿Dónde lo tiene?
– Ahí fuera, en mi coche.
Se puso en guardia el forense.
– No tiene usted aspecto de gastarme una broma.
– En modo alguno, doctor, pero el trance en que me hallo sólo puede resolverse tras un examen que sólo usted está autorizado a practicar, si lo desea, de algo que se asemeja a un cuerpo. No sé si decir muerto será aproximación o exageración patente.
Le tendí las llaves de mi coche.
– Es un «Volkswagen» como todos, de ese beige grisáceo de los «Volkswagen», el situado en el tercer puesto, al salir, a la derecha. Verá usted una persona dormida, envuelta en una manta. No tema despertarla. Le ruego que examine la herida, situada encima del pecho izquierdo. No le costará trabajo desabrocharla, porque antes lo hice yo. Le recomiendo llevar una linterna.
– ¿Y usted?
– Yo esperaré aquí, o donde ordene, para darle confianza. Puede encargar, si quiere, que me vigilen, pero puedo también acompañarle.
– Quédese.
Cogió las llaves y jugueteó con ellas unos instantes. Me miró.
– ¿Se da cuenta, profesor, de que todo esto es, más que extraño, sospechoso?
– Sí, doctor; pero yo estaré aquí vigilado, y ahí tiene el teléfono para avisar a la Policía, si lo considera necesario.
– ¿Ahora mismo?
– Después del examen. S'il vous plait.
Cogió un abrigo y se lo echó por los hombros.
– Hace mucho frío, doctor. Y no olvide la linterna. -Volvió a mirarme, se encogió de hombros, y salió. Yo me senté y encendí un cigarrillo. La puerta de aquel despacho tenía una mirilla de cristal, y vi, a su través, que alguien me examinaba. Seguí fumando y estuve a punto de transirme. Quizá lo haya hecho. No sé qué tiempo transcurrió: el médico me despertó al entrar. Se despojó del abrigo, arrojó las llaves encima de la mesa, se sentó y tardó unos instantes en hablar.
– ¿Qué diablos es eso, y qué pretende de mí?
– En lenguaje vulgar se le llama un robot. Alguien más informado le diría que pertenece al modelo B3, de fabricación soviética, que va quedando anticuado. Como habrá podido adivinar, alguien lo tomó por una persona y le disparó. Está inservible y no es posible repararlo, aunque sí reciclarlo, pero el resultado no es lo mismo, porque habrá perdido la memoria a causa de la avería y, con ella, la personalidad: más o menos como cualquiera de nosotros si le ataca la amnesia total y se recobra después. Podría ser reeducado, pero su personalidad no sería la misma, al no ser la misma su biografía, porque, querido doctor, esa clase de bichos, al igual que nosotros, se van haciendo conforme se ven metidos en la realidad, conforme chocan con ella. Las razones por las que se halla en mi coche son largas y complicadas, toda una historia de espionaje, pero, al ser una historia secreta en la que involuntariamente estoy mezclado, me conviene deshacerme del cuerpo y de la historia. Le di muchas vueltas a la situación, y pensé que lo mejor sería incinerarla. Se le habrá ocurrido, lo mismo que a mí, que alguna gente, a la vista de su belleza y de su inercia, se sentirá atraída, inclinada a una experiencia erótica irrepetible. Me repugna, es una idea que rechazo. ¿Cree que, con un certificado expedido por usted, los empleados del horno crematorio la quemarían?
– ¿Un certificado de que es un cadáver?
– Un certificado verdadero, doctor: de que no es un cadáver. Antes de proceder a la cremación, los técnicos deberán comprobar…
Estaba jugando con un bolígrafo. Jugó un poco más.
– ¿Quiere contarme la historia entera? -Y, antes de que yo hablase, añadió-: ¿Se da cuenta, profesor, de la excepcionalidad del caso? No hay una sola ley, un solo reglamento, un solo precedente que se le pueda aplicar. ¿Por qué no va a la Policía? Y, si no quiere meterse en líos de explicaciones o de declaraciones, ¿por qué no la arroja a un canal? Un día como el de hoy puede hacerlo impunemente. Un chapoteo. ¿Y qué? Todos los días caen al agua cosas y personas: caen o los tiran. Es mucho más cómodo que enterrarla en el jardín de su casa… También le queda el recurso de facturarla en una maleta con un destino incierto. ¿Es que no ha leído novelas policíacas?
Me levanté con cierta solemnidad.
– Yo soy una novela policíaca, doctor, pero no se me había ocurrido lo de la maleta. Se lo agradezco.
No es que hubiera decidido, de repente, deshacerme de ella por el procedimiento de enviarla a un lugar y a un destino cualquiera, Saigón o Santiago de Chile, pero siempre inseguro, ya que tarde o temprano sería descubierto, y el retrato de la muñeca misteriosa saldría en los periódicos y en las revistas de sucesos y crímenes, en unos, vestida v, en algunos, desnuda; pero meterla en una maleta y facturarla a París me dejaba las manos libres para salir de mi atolladero presente. Me despedí del doctor, y, al hallarme en la calle, temí que, en aquellos momentos, alertase a la Policía acerca de mí y de la carga de mi coche. Antes de alejarme, instalé el cuerpo de Irina en el maletero, así como estaba, envuelto en la manta. Sólo después de probar la seguridad del cierre, busqué donde pudiera tomar un café y comer un bocadillo. No fue difícil encontrarlo, ni, a aquella hora, lugar donde dejar el coche. Se me ocurrió comprar un diario, y, en la primera página, se veía al matrimonio Fletcher y a su hijo enlazados en un triple abrazo y coronados de micrófonos curiosos: la noticia, al parecer, había conmovido al mundo e irritado especialmente a no sé quién de habla inglesa, aunque no de buen acento. No se hablaba de Irina ni del doctor Wagner; tampoco de Eva Gradner, por supuesto. Pero nada de esto me interesaba ya. Los grandes almacenes estaban abiertos: fui directamente a uno, más o menos conocido y frecuentado, y compré una maleta capaz. Con ella en el automóvil, me dirigí al aeropuerto, y, en un recodo solitario donde la niebla me ayudaba, metí a Irina en la maleta, la cerré y le puse el nombre de Maxwell, en París, en mi casa. La facturé, sin dificultades, a la consigna de Orly: cuando la retiró de mis manos el empleado, cuando la vi alejarse en la cinta sin fin, pude pensar en mi situación, y lo primero que me saltó a la conciencia fue la necesidad, la obligación, de devolver a Von Bülov su personalidad y su vida. Desde el aeropuerto, me dirigí al paso de frontera más cercano, entré sin dificultades en Alemania Democrática, y no mucho después, por otra barrera semejante, reingresaba en la Alemania Federal. Era ya mediodía. Tomé un almuerzo rápido en un restaurante, donde alguna vez había estado, donde fui reconocido y saludado, y, poco después, llegaba a casa de Von Bülov. No había más novedades que unas cuantas cartas y algunos paquetes de libros. Mi plan consistía en esperar hasta las once de la noche, más o menos la hora en que, al despedirnos, unos días antes, le había robado el ser. Y como tenía sueño, me senté en un sillón y me abandoné a mí mismo. Mi cabeza continuaba en tumulto, pero una profunda necesidad de paz, quizá la misma fatiga, me subía por las piernas y me iba adormeciendo, aunque cuidando de no dormir demasiado. Me despertó el teléfono alrededor de las diez: acudí y no era nadie. ¿Lo había soñado, había sonado en mi sueño mi propio despertador? Tenía tiempo holgado para preparar las cosas. Bajé al sótano, me vestí las ropas de Maxwell, y metí en las suyas aquello que quedaba del cuerpo de Von Bülov, y como aún no eran las once, quedamos un momento frente a frente, él con las ropas holgadas, yo con las ropas escasas, dos monigotes. Durante la operación, pensé que me hallaba ante el deber de dar a Von Bülov una explicación de lo que había sucedido, porque, en cualquier momento, pero seguramente pronto, se iba a encontrar en su memoria con unos acontecimientos que recordaría al detalle, pero que difícilmente podría encajar en su experiencia: como si en la mente de alguien metieran artificialmente unos capítulos espeluznantes de novela. A las once en punto le di la mano, su traje se fue llenando mientras el mío se acomodaba, se le reanimó el rostro, y apareció en él aquella sonrisa simpática de que yo me había servido durante muchas horas.