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– ¿Le cuesta un gran esfuerzo aceptar provisionalmente que James Bond haya sido un muñeco? Esto, por lo menos, justifica su incansabilidad sexual.

– Me cuesta tanto que, si lo acepto, me avergonzaré de mí mismo.

– Esta dama, estos caballeros y yo, le guardaremos el secreto.

– ¿Adónde va a parar, Von Bülov? -insistió «Long John», y vi que el coronel Garnier empezaba a ponerse nervioso y a mirarme de soslayo.

– De momento, a una pregunta que les ruego tomen por su lado paradójico, o al menos humorístico, y no por lo que pueda tener de ofensiva. ¿Están ustedes seguros de no ser robots?

– ¡Von Bülov!

– Yo no lo estoy de mí, señores. Al robot le caracteriza el no saber que lo es, pero tampoco sabe lo que aparenta ser. Le programan un sucedáneo de conciencia, una biografía completa, un sistema de valores, una moral. James Bond se creía simplemente superior, pero jamás se preguntó por qué podía cansar a tres mujeres y seguir tan campante. Tampoco se preguntó por qué podía matar sin escrúpulo. Pero si el robot no sabe que lo es, nosotros tampoco lo sabemos. Vamos por la calle. ¿Será un robot este que nos tropieza? Vamos en el autobús. ¿Será un robot la muchacha que se sienta a nuestro lado? Estamos en el salón más importante del Cuartel General de las tropas aliadas en Berlín, donde se toman las grandes decisiones y se encierran los grandes secretos. Caballeros, el gran secreto está delante de nosotros: Eva Gradner. ¿Lo sabían ustedes?

Me levanté y la apunté con el dedo.

– Señorita, ¿tiene usted conciencia de ser el resultado asombroso de la Operación Andrómaca?

Me miró perpleja. Miró a su alrededor. (Quiero decir que orientaba sus radares.)

– ¿Qué dice? ¿Qué es lo que me pregunta?

– Se lo diré de otra manera, Miss Gardner. ¿Ha sido usted informada alguna vez de que es un robot, un mecanismo, que anda por el mundo obediente a un programa recibido por la computadora que lleva en la cabeza, aunque con una sucursal minúscula a la altura del corazón? Y si no fue informada, ¿lo ha descubierto acaso por su propio raciocinio?

– ¡Está loco, Von Bülov -gritó Peers; e intentó levantarse. Pero «Long John» le retuvo.

– Se lo ruego, coronel. No estropee el final. El público no debe intervenir en lo que pasa en escena.

– Gracias, «Long John», en nombre de Shakespeare.

Eva permanecía quieta, con la mirada estúpida de quien ha cambiado de mundo y carece de instrumentos para andar por el nuevo. Ni siquiera movía las manos, pero, en su interior, indudablemente algo funcionaba a una velocidad incalculable, algo quería ponerla otra vez en situación. Me dirigí a Garnier:

– Coronel Garnier, si recuerda las palabras inglesas que antes le escribí en un papel, no las diga, ni siquiera las piense, se lo ruego, hasta que yo se lo indique. El coronel «Long John» las reconocerá en seguida y hasta es posible que, al recordar esta escena, alguna vez las cante. Pero no ahora mismo, Garnier. Dentro de unos segundos… Miss Gradner.

Eva alzó la cabeza.

– Antes, nos ha contado que, la tarde de su llegada a París, el falso De Blacas, no sólo la invitó a merendar, sino que intentó seducirla. ¡En su propio despacho!

– Es cierto.

– ¿Recuerda las palabras con las que le propuso el brindis?

– No.

– ¿Quiere usted recitarlas, Garnier? No le dé reparo su inglés afrancesado: «Long John» es tolerante con los acentos.

Garnier dudó. ¡Cómo se oía el suave rumor de los leños ardiendo! Las llamas habían menguado y ya no arrebolaban a Miss Gradner, que ahora se destacaba, oscura, sobre un fondo de fuego suave: sólo brasas, y, a veces, unas leves llamitas azules. Garnier vaciló nada más que un instante.

– Drink to me only with thin eyes -y «Long John» aprobó el acento con un movimiento del vaso.

Eva, entonces, se levantó, estiró los brazos hacia el techo como el que se despereza, pero todos comprendieron que eran movimientos de intención erótica, primicias, tal vez, de un proceso de seducción incomprensible. Se alertó, sobre todo, Preston, que cerró los ojos cuando Eva, después de quitarse las horquillas, dejó caer sobre sus hombros, sobre su espalda, un chorro largo de cobre y seda. Se despojó luego del suéter, parsimoniosamente, y, cuando lo tuvo quitado, se acarició los pechos hacia arriba, igual que aquella tarde, en mi despacho. Dejó pasar unos segundos antes de aflojarse la falda, que cayó a sus pies. La miraban hipnotizados. El propio «Long John» parecía perder la calma.

– Von Bülov, ¿qué es esto?

Llevé el dedo a la boca. Eva se desnudaba de la blusa, se la quitó, le quedó al extremo de la mano estirada, balanceando un poco, como un delicado pingajo de encajes, y fue a parar a la alfombra, a los pies de Garnier. Quedaron los hombros al descubierto, los largos brazos, y sacudió la cabeza hasta medio velarse con el cabello. El sujetador rosado transparentaba los pechos y, la combinación sutil, los muslos. También se la soltó de un tironcito, y no de cualquier modo, bruscamente, sino como si sus movimientos los guiase una música que le viniese del interior y de la que nosotros percibíamos, en sus movimientos, el ritmo y la cadencia. Las bragas eran escuetas; las ligas, de las más acreditadas por su poder estimulante; llevaba las medias negras de las castigadoras. Pareció que nos mirase con súbito pudor, sus manos extendidas jugaron a tapar y destapar, pero armoniosamente, con movimientos medidos, con abrir y cerrar de ojos que parecía escandido, como un verso. Y no sabíamos lo que iba a durar aquel juego, si caerían los últimos velos, o si la danza delante de las llamas duraría eternamente. Hasta que, de pronto, el ritmo se alteró, le dio como una sacudida súbita, y empezó a mirar a todas partes, agitada.

– Detrás de usted. La lámpara -le dije.

Se arrodilló en la alfombra, arrancó de un tirón el cable de la lámpara, aplicó dos de sus dedos a los orificios oscuros. Y así quedó un buen rato, centro de un círculo estupefacto, las ancas hacia arriba.

– Pero, ¿qué hace? -preguntó, tartamudeando, Preston.

– ¿No lo ve, coronel? Está cargando la batería.

Nadie supo qué hacer durante los minutos que tardó Eva en recobrarse. Ignoro qué pensaron aquellos cuatro amigos, pero puedo atestiguar que contemplaban, de soslayo, o descaradamente, aquella artificial versión del Gran Motor Semoviente, no el ombligo del mundo, sino el culo. Se levantó Eva como si nada hubiera sucedido: buscó sus ropas y empezó a ponérselas con la misma inocencia parsimoniosa con que se las había quitado, pero sin música ya. Al terminar preguntó por su abrigo y su bolso.

– Aquí están.

Preston la ayudó. Ella saludó con un sencillo «Buenos días, señores. Hasta mañana» y se marchó contoneándose. Preston parecía aún encandilado.

– Querido Preston -le dije-, cierto Jefe de Estado del Este asiático la miró como usted, y murió acogotado. Miss Gradner siente una invencible tendencia a acogotar a sus amantes.

– No irá usted a pensar, Von Bülov…

El coronel Peers dio una especie de bufido.

– ¡Déjense de frivolidades, caballeros! ¿Piensan que hemos terminado? ¡Pues yo estoy más confuso que antes, dispuesto a creerlo todo!

– Coronel Peers -le dije-, estos caballeros están confusos como usted, y, si yo no lo estoy, se debe a que, cuando esta mañana Miss Gradner me detuvo en el parque, pensé y me convencí inmediatamente de que me hallaba nada menos que en manos de la Nueva Espía Mecánica, catalogada como B3, de cuya existencia y cualidades ya tenía noticias. Una suerte increíble, una verdadera distinción del Destino. Pero también un raro peligro. Eva Gradner piensa como una máquina; luego, su pensamiento es rectilíneo y dogmático. Puede escuchar, si le han enseñado a hacerlo, pero no dejarse convencer, porque entonces sería inútil. Es lo más parecido que hay a una apisonadora entregada a sí misma.

– Es usted injusto con ella, Von Bülov. Concédale, al menos, cierto misterio.

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