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– ¿Por qué, entonces…?

– Porque todos estos datos son falsos. Fueron inventados, preparados y facilitados a nuestro Servicio por el verdadero autor del robo, ése al que, por llamar de alguna manera, llamamos los profesionales el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.

Eva Gradner, conocida como Mary Quart en aquella ocasión, se echó a reír. ¿Por qué me habré empeñado en descubrir, en el fondo de aquella catarata de música, el mecanismo de un organillo? ¿Quizá porque lo había? Cogió del suelo una gruesa cartera que yo no había visto aún, y tomó de su interior otro fajo de papeles.

– Aquí figura todo lo que se sabe de ese imaginario personaje, sacado probablemente de una novela. El análisis racional de ese montón de informes, llevado a cabo con rigor y objetividad por nuestros medios científicos de investigación y de raciocinio, nos han conducido al convencimiento de que cada uno de los diez asuntos en que intervino el citado Maestro, tiene un nombre. Los puede usted ver en este papel escrito.

Me pasó una hoja: en ella, por orden cronológico, venían sintetizadas las fechas y las biografías profesionales de las diez personas o personalidades de que yo me había valido para las diez proezas de espionaje a las que debía mi reputación y mi leyenda. Esos nombres no habían figurado jamás entre los informes que yo mismo había preparado como base de la batalla prevista entre Eva Gradner y yo: tenía que reconocer, y un escalofrío inesperado no me dejó engañarme a mí mismo, que ella los había averiguado. Eva Gradner podía apuntarse la primera diana, aunque fuese, al mismo tiempo, incapaz de comprender su alcance emocional, menos aún de compartirlo. Eso, al menos, pensé en aquel momento, pero no descarté la posibilidad de equivocarme. Le devolví la hoja y, durante el tiempo mínimo que tardó mi mano en recorrer un espacio minúsculo del aire, tuve que decidirme entre permitir que me buscara a través de diez personas o que persiguiera a una sola.

– Esos diez hombres se resumen en uno.

Tengo la comprobación de que fueron, de que acaso sigan siendo, personas diferentes. Tres de ellas, rusas. La ambigüedad de los hechos que llevaron a cabo nos permite deducir que todas ellas trabajan al servicio del Pacto de Varsovia.

– El asunto de los submarinos nucleares favoreció más bien a la NATO; la favoreció de una manera indudable y le proporcionó la superioridad que aún conserva.

– Conviene desconfiar hasta de lo que nos favorece -dijo, y recordé que algo semejante había insinuado, o sugerido, o quizás expresado, no lo recuerdo ahora bien, Irina, la noche antes, en la Embajada.

– ¡Oh, señorita Quart, eso me parece un tópico indigno de una persona como usted!

– ¿Cómo dice?

– Que es una vulgaridad.

Repitió por lo bajo: «Una vulgaridad, una vulgaridad…» Me dio la impresión de que aquella palabra no pertenecía al vocabulario que sus constructores habían considerado indispensable o suficiente.

– ¿Una vulgaridad?

»He conocido -continué-, más o menos de cerca, como amigos o enemigos, a esas diez personas. Aparentemente, son irreductibles a una sola: los hay rubios o morenos, los hay altos y bajos, hay incluso un chepudo y un cojitranco. Pero una cosa les era común.

Mary Quart me escuchaba, me miraba con grandes ojos claros e inmóviles. Su mano derecha jugaba con un lápiz. Esperé a que me preguntase: «¿Cuál?» Pero no lo hizo. Yo agregué, pues:

– Todos eran endemoniadamente inteligentes, de una inteligencia que no puede repetirse tantas veces. La Naturaleza es muy ahorradora.

Dejó caer el lápiz y se le movieron los ojos.

– ¿Por qué dice endemoniadamente? ¿No le parece que esa palabra enturbia el contexto? No pertenece al orden de lo que estamos tratando. Más aún, ¿por qué menciona a la Naturaleza? No existe más que como abstracción.

– Endemoniadamente, señorita, quiere dar a entender que se trata de una inteligencia inexplicable.

– Ninguna inteligencia es inexplicable. Tampoco lo son esas diez proezas que usted atribuye a un fantasma: las he estudiado cuidadosamente, sin otros instrumentos que la razón, y desde un punto de partida indiscutible, puedo llegar a conclusiones irrefutables. Fueron el mismo camino y el mismo procedimiento que me permiten afirmar que el hecho de que el general Perkins haya pedido la dimisión y de que usted no haya huido, no constituyen razones suficientes para que yo deje de pensar que son ustedes responsables.

Yo espiaba los matices de su voz, en busca de una resonancia metálica que no llegó. Tampoco su piel, tampoco sus ademanes ágiles acusaban la menor señal de desgaste o de cansancio, ése del que no se libran, tarde o temprano, ni los más ilustres motores. Y su sintaxis quedaba aún lejos de la regularidad inflexible de los otros robots, del propio James Bond en sus mejores tiempos: ¡cortejaba a las mujeres con las mismas palabras, como un donjuán de barrio! Era casi perfecta, aquella Eva Gradner que me hablaba como una tal Mary Quart: la había enredado, eso sí, con ciertas pequeñas travesuras meramente verbales, como habría caído una mujer de verdad. Le repliqué:

– ¿Autores materiales del robo, por ejemplo? ¿Traidores al servicio del Pacto de Varsovia?

– Eso lo decidiremos de un careo entre el General y usted. Mañana por la mañana, delante del Consejo. Yo dirigiré el interrogatorio.

– Y, hasta entonces, ¿cuál será mi situación?

Mary Quart (Eva Gradner) sacó de su cartera un papel de apariencia respetable y me lo entregó: en él se ordenaba al capitán de navío De Blacas que se constituyera en arresto a partir de aquel momento y en su propio despacho; se le autorizaba a usar el dormitorio y los servicios anejos, y a pedir cena y bebidas al bar. Mientras recogía sus cosas, Mary Quart me previno:

– Delante de cada puerta está ya un centinela armado, con órdenes severas.

Se encaminó lentamente a la salida: caminaba con buen aire, pero en exceso eficiente: algo de su poder la aislaba como una cápsula no sé si transparente o invisible. Al abrirse la puerta, vi, de espaldas y en posición reglamentaria, a un soldado con metralleta. Por un momento, el cuerpo de Eva Gradner se interpuso: fue cuando la llamé, con voz un poco tierna, la voz de un experimento de dudoso resultado.

– Eva, Eva Gradner.

Se detuvo, medio se volvió.

– Escúcheme -supliqué-; ¿le dije que está muy hermosa? -Cerró la puerta y algo así como una sonrisa amaneció en sus labios-. Me gustaría contemplarla un poco más, precisamente como ahora, sonriendo. -Se volvió por completo y rió francamente-. ¿Puedo acercarme a usted?

Fue ella quien lo hizo. Al parecer, yo había acertado con el estímulo, había puesto en funcionamiento uno de sus sistemas de respuesta, cuyo desarrollo, cuyo final, sin embargo, desconocía, aunque pudiera presentirlo.

– ¿Tiene algo que revelarme? -me preguntó mientras dejaba en una silla su importante cartera y su chaquetilla de lana.

Quedó en suéter, agresivamente erótica: alguno de los mecanismos que yo le atribuía le había puesto en punta los pezones al tiempo que trasmudaba en cadencia sensual la eficiencia burocrática de sus movimientos. Recordé al gobernante asiático víctima de su fascinación, y llegué a concluir, en aquellos instantes, que quien ignorase su verdadera condición, podía muy bien dejarse envolver por una especie de invisibles tentáculos emanantes de su cuerpo, la misma trampa de la araña que quiere cazar la mosca; pero también que quien, como yo, no ignoraba del todo su compleja contextura interior, bien pudiera cerrar los ojos y aprovechar la ocasión, única para cierta clase de exquisitos, si bien con precauciones, ya que, en todo caso previsible, la araña acabaría por hincar el diente en el cuerpo inmóvil de su presa. Pensé intensamente en Irina, sola en aquel momento, quizás inquieta, antes de responder a Eva:

– Si aceptase tomar el té conmigo, podríamos hablar de otra manera que como acabamos de hacerlo.

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