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Cuando oí pronunciar su nombre, abrí los ojos y presté toda mi atención a lo que se decía, pues quería mantener intacto aquel recuerdo durante el resto de mi vida. El secretario seguía leyendo a toda velocidad, pero incluso así me las arreglé para enterarme de que mi padre estaba siendo acusado de haber militado en un partido de izquierda, de defender ideas peligrosas y de haber celebrado reuniones en su domicilio con elementos significados del Frente Popular. Dijeron que mi padre había contribuido a «propagar la subversión roja», y lo acusaron de haberse opuesto al «Glorioso Alzamiento Nacional». También mencionaron varias veces su relación de amistad y parentesco con el «conocido rojo y masón Arturo Cortés, huido de la justicia», como si ése fuera el peor crimen del que podían acusarlo. Todo eso dijeron de mi padre, mi pobre padre, quien jamás en su vida le había hecho daño a nadie. En esos momentos empezaron a zumbarme los oídos y dejé de entender lo que decían. No pude enterarme de la petición de pena del fiscal. Sólo cuando empezó a hablar el juez comprendí claramente la palabra culpable. Después lo oí condenar a mi padre a 12 años y un día de cárcel. Entonces noté que me estaba ahogando, porque llevaba mucho rato conteniendo el aliento. Mi suspiro de alivio fue tan grande que debieron de oírlo en toda la sala, y yo casi me muero de vergüenza al ver que mucha gente se había vuelto hacia mí y me miraba.

En mi casa no querían creer que el juicio de mi padre se había celebrado ya y que yo había estado presente. Me dijeron que lo había soñado todo, y hasta que el tío Antonio no fue al juzgado y volvió con una copia de la sentencia, no se dieron cuenta de que les estaba diciendo la verdad. «Pero si no nos han dejado llevar a nadie a declaran), se lamentaba mi madre. Pero el tío decía que eso no importaba ahora, y que las influencias que habían movido debían de haber dado resultado, porque la sentencia podía haber sido mucho peor. Mi madre lo miraba sin acabar de comprender, tal vez preguntándose qué podía haber peor que pasar 12 años sin su marido. Pero yo, que había estado en el juicio de mi padre y en muchos otros, sabía que realmente podíamos considerarnos afortunados.

Las tres o cuatro veces que vimos a mi padre durante el mes siguiente se convirtieron en una larga despedida, pues sabíamos que muy pronto se lo iban a llevar a otro sitio. Él parecía tranquilo y conforme con su suerte. Nos pedía calma y nos aseguraba que todo se iba a solucionar antes o después. A mí me decía una y otra vez que ayudara a mi madre en todo lo que pudiera y que cuidara de mis hermanos. Y yo, como siempre a grito pelado, le contestaba que sí, que no se preocupara de nada, que cuando lo soltaran se iba a encontrar todo igual. Y después le decíamos que lo queríamos mucho y nos echábamos a llorar sin ninguna vergüenza, porque nos habíamos acostumbrado a hablar con mi padre rodeadas de personas extrañas.

Y llegó septiembre. Aquel año se celebró la primera Feria desde la del año 36, aquella «Feria de la Libertad» en la que aprendimos a cantar La Internacional. Entonces las fiestas no habían sido alegres, como tampoco lo fueron ahora, porque la gente no podía olvidarse de su hambre ni de sus familiares presos, ni de todos los muertos y el dolor que la guerra había dejado a su paso. La cabalgata de apertura la encabezaban enormes carteles de Franco y José Antonio, y detrás de ellos desfilaron centenares de falangistas en apretadas filas. Parecía que de pronto nuestra ciudad se había vuelto la más fascista de toda España, como si hubiera que purgar los muchos pecados cometidos durante la guerra.

Por entonces supimos que los alemanes acababan de invadir Polonia y que los ingleses y franceses les habían declarado la guerra. Hitler tenía por fin e! enfrentamiento que andaba buscando desde hacía tanto tiempo, pero aquí nadie quería saber nada de nada, que bastante habíamos tenido con el nuestro. Y eso por no hablar de la paz de Franco, que estaba siendo todavía peor.

Justo después de aquella Feria que tan poco disfrutamos fue cuando se llevaron a mi padre. Nos enteramos por casualidad, y tuvimos el tiempo justo para acudir a la estación para decirle adiós. Los presos estaban ya en el andén, todos con los grilletes puestos y apiñados junto al gran montón que formaban sus macutos. El guardia a quien pedimos permiso para despedirnos de mi padre debía de ser un buen hombre, porque lo dejó separarse del grupo para hablar con nosotros. Después de besarnos a todos, mi padre nos contó que se lo llevaban a un pueblo de Badajoz que se llamaba Castuera, donde habían construido un campo para presos republicanos como él. «Sed fuertes -nos dijo-, que antes de que os deis cuenta ya estaré de vuelta». A mis hermanos les pidió que estudiaran mucho y nos obedecieran, y recuerdo que Angelita lloró cuando mi padre se agachó para darle un beso, porque era aún muy pequeña y lo extrañaba después de no haberlo visto durante tantos meses. El estaba haciendo un esfuerzo enorme por mostrarse entero y confiado ante nosotros, pero no podía evitar que los ojos le relucieran y el labio inferior le temblara. La campana anunció que el tren estaba a punto de llegar, y los guardias obligaron a mi padre a tomar su macuto y formar una fila con los demás presos. Poco después, todos agitábamos frenéticamente las manos mientras lo hacían subir a un vagón y desaparecía de nuestra vista. Yo había estado aguantándome las lágrimas todo el tiempo, porque ya me consideraba una mujer y quería darles a mis hermanos ejemplo de fortaleza. Pero en aquel momento, mientras veía cómo el tren se llevaba a mi padre lejos de nosotros, no pude contenerme más y me lancé hacia los brazos de mi madre para llorar.

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A principios del siguiente otoño mis hermanos hicieron el examen de ingreso para el instituto. Paco había cumplido 10 años y le tocaba por edad. A Gabriel, que tenía 12, la guerra le había hecho perder los dos cursos que el instituto había permanecido cerrado. Los dos aprobaron sin problemas. Daba gusto verlos la mañana que fueron a clase por primera vez, con sus trajes grises, sus corbatas y sus chalecos azul marino de punto, tan repeinados y guapos como dos soles. Gabriel iba muy serio, sosteniendo sus libros y su plumier debajo del brazo, pero Paco pegaba saltos sin poder evitarlo, porque con el ingreso en el instituto se habían librado de una vez por todas de don Julián y de los horrores de su academia. Me asomé al balcón para mirarlos mientras se marchaban, muy orgullosa de tener dos hermanos que ya iban al instituto, pero me puse triste enseguida al pensar que mi padre no estaba allí para verlos.

Pasaban los meses y apenas había noticias de mi padre. Sabíamos que seguía en ese campo de prisioneros al que lo habían llevado, pero no teníamos la menor idea de las condiciones en que allí vivía.

Corrían rumores de que los prisioneros republicanos estaban siendo tratados con mucha crueldad, pero yo prefería no escucharlos, y por supuesto jamás le hablé de aquello a mi madre, que seguía encerrada en casa llorando todo el día. Creo que fue poco antes de Navidad cuando recibimos la primera carta de mi padre, pero resultó decepcionante comprobar que sólo podíamos leer unas pocas líneas, porque el resto de la carta no había pasado la censura del campo y estaba tachado con tinta negra. En la parte que habían respetado, mi padre nos decía que se encontraba bien de salud y de ánimos, y muy poco más. La letra era sin duda la suya, pero tan temblorosa y débil que me angustié muchísimo cuando la vi.

Mientras tanto seguían los juicios y las detenciones. Al tío David, el hermano de mi padre, lo habían condenado a 20 años y estaba prisionero en otro campo cerca de Ciudad Rodrigo. Cada día nos enterábamos de que alguien que conocíamos había ido a parar a la cárcel. En aquellos días la gente vivía con el miedo en el cuerpo, pensando que en cualquier momento podían venir a buscarlos. La ciudad había permanecido durante toda la guerra en zona republicana, de modo que a casi todos se les podía encontrar alguna culpa. Abundaban los delatores, gente que tenía alguna cuenta que saldar y denunciaba por puro rencor. Había quienes les exigían dinero a sus vecinos a cambio de no contar que habían colaborado con los rojos, y quienes se inventaban acusaciones casi por capricho, solamente para ver entre rejas a cualquiera que no les cayera bien. Yo no creo que la guerra nos hiciera peores. Fueron los años de la posguerra los que nos envilecieron.

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