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ЛитМир: бестселлеры месяца
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Y así fue pasando aquel verano del año 37, el segundo de la guerra. Los brigadistas seguían llegando por miles a nuestra ciudad. Tantos eran que se habían convertido en una imagen cotidiana y casi no los prestábamos ya atención. Se decía que la República iba a lanzar una ofensiva en cualquier momento, y algo de verdad debía de haber en ello, porque cada vez reclutaban a más gente. Los cuarteles estaban ya a reventar, de modo que empezaron a buscar alojamiento para los nuevos reclutas en las casas particulares. A nosotros nos tocaron dos. «Ay, Señor -se lamentaba mi madre, que empezaba casi todas sus frases así-. Tu hermano el cura escondido en la cámara y dos extraños en la casa. ¿Qué vamos a hacer, Dios mío?». Y mi padre siempre le contestaba que no se preocupara, que ya vería como no pasaba nada.

Era verdad que el tío Eliecer seguía en la cámara, y cada vez más aburrido desde que había dejado de darnos lección. Se pasaba las horas muertas leyendo sus libros de rezos, y se empeñaba en confesarnos todos los días para que pudiéramos comulgar en la misa que seguía diciendo cada mañana en el comedor. A mí aquello de las confesiones estaba empezando a ponerme nerviosa. Y no porque mis pecados fueran especialmente graves, pero lo de tener que contárselos al tío a diario me daba mucha vergüenza. Por eso me alegré mucho cuando se aficionó a encuadernar libros y dejó de atormentarnos con la confesión diaria. También se entretenía liando y emboquillando pitillos, porque el tío Eliecer, a pesar de ser cura, fumaba igual que un carretero. Como por entonces escaseaba mucho el tabaco, no tenía más remedio que guardar las colillas para poder liar más cigarrillos con las pocas hebras que quedaban en ellas, y una vez hasta lo vi añadir las hojas secas de los geranios del corral para que los pitillos le salieran más apretados.

Los dos soldados que nos tocaron en suerte se llamaban Bernabé y Eduardo, y resultaron ser dos muchachos muy buenos. Mi padre les dejó la habitación de la abuela, lo que al principio me preocupó un poco, porque pensé que les parecería extraño dormir en una habitación en la que había una señora mayor haciendo ganchillo sin parar. El caso es que nunca se quejaron, ni de la abuela ni del frío, lo que me confirmó que mi hermana y yo éramos las únicas que podíamos verla. No sé si a la abuela la molestó tener a dos soldados durmiendo en su alcoba, pero supongo que no, y hasta puede que aquello le sirviera de entretenimiento.

A Bernabé lo veíamos muy poco, porque pasaba todo el día fuera de casa y sólo aparecía para dormir. Eduardo, en cambio, se convirtió en uno más de la familia. Venía de un pueblo cercano, tendría unos 18 o 19 años y era huérfano. Además de dormir, cenaba también en nuestra casa, y pasaba con nosotros cualquier rato que le dejaran salir del cuartel. Con el tiempo llegó a considerarse nuestro hermano mayor, y así empezamos a tratarlo todos. Recuerdo que ayudaba mucho en la casa. Iba a hacer todos los recados que mis padres le mandaban, y cuando le quedaba tiempo agarraba el martillo y emprendía alguna reparación, porque antes de que lo reclutaran había sido aprendiz de carpintero. Otras veces se llevaba a mis hermanos al cine o de paseo. Me habría ido con ellos de buena gana, pero claro, yo ya era una señorita y no habría estado bien visto.

Al principio de tener a Eduardo y Bernabé en casa, el tío Eliecer procuró que se le viera lo menos posible, porque decía que, por muy buenos chavales que parecieran, más valía no arriesgarse. Después fue perdiendo el miedo y empezó a bajar y a comer con nosotros, igual que hacia antes de que los soldados vinieran. Ninguno de los dos preguntó quién era aquel pariente que había aparecido de pronto, y a mi padre no le pareció necesario darles explicaciones. De modo que la vida siguió igual que antes, sólo que con dos inquilinos en casa que no pagaban alquiler.

El tío y Eduardo se llevaban bien. El muchacho le traía tabaco, y el tío se aficionó a él y le daba un rato de lección de vez en cuando, pues Eduardo no había podido ir a la escuela. Al cabo de un tiempo, empezó a visitar al tío todas las noches en su escondrijo de la cámara. No sabíamos de qué hablaban allí, pero el caso es que se pasaban las horas muertas, hasta que el propio muchacho nos aclaró el misterio. Un día pidió hablar con mis padres y les confesó que sabía que el tío era sacerdote. Mi madre se alarmó mucho, pero él le aseguró que no tenían motivo de preocupación, porque no pensaba contárselo a nadie. «Don Eliecer me ha hecho ver que mi auténtica vocación es el sacerdocio -dijo luego muy solemne-. Y me ha prometido que, cuando termine la guerra y me licencie, me va a ayudar a ingresar en el seminario». Desde aquel día Eduardo oía misa cada mañana con nosotros en el comedor. Era el más fervoroso de todos, pronunciaba muy bien los latines y, cuando el tío alzaba el cáliz, parecía que la cara se le iluminara con un brillo sobrenatural. Lloró mucho cuando se lo llevaron al frente, pero el tío le dijo que no se preocupara, porque Dios lo iba a proteger. Creo que, a su modo, Eduardo supo buscarse la mejor recomendación de todas.

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El invierno del año 38 fue el peor de la guerra. Todo el norte había caído en manos de los nacionales y ahora tenían un frente menos del que preocuparse. Parecía que Franco ya no tenía tanta prisa por tomar Madrid, y se rumoreaba que su ejército (ahora nadie discutía que el ejército nacional era el ejército de Franco) estaba listo para marchar sobre Cataluña y Levante. Lo único que podía hacer la República era concentrar todas las fuerzas que le quedaban y atacar a la desesperada. Y fue en el frente de Aragón, que hasta esos días había permanecido relativamente tranquilo, donde se lanzó la ofensiva. En diciembre del 37 el ejército republicano consiguió quitarle a los facciosos la ciudad de Teruel. De todos modos, aquella victoria era sólo un espejismo y nadie se dejó engañar por ella, sobre todo cuando supimos que los nacionales, en su contraofensiva, habían conseguido recuperar lo perdido y llegar al Mediterráneo, partiendo así en dos mitades la España republicana. Por si a alguien le quedaba alguna duda, pronto se supo también que el Gobierno se había trasladado desde Valencia a Barcelona para estar más cerca de la frontera.

A mí, como a la mayoría, la marcha de la guerra ya no me importaba ni poco ni mucho. Ahora había noticias todos los días, pero éramos como la gente que vive junto a la vía del tren: al principio el tren los sobresalta cada vez que pasa, pero luego se acostumbran y ni siquiera lo oyen. Eso nos ocurría a todos al cabo de un año y medio de la sublevación, o por lo menos a los que teníamos la inmensa suerte de vivir lejos del frente: la guerra se había convertido para nosotros en un rumor lejano, un ruido de fondo que nunca cesa, pero al que apenas se le presta atención.

Mi padre era el único que seguía las noticias a través de la radio y los periódicos. Todas las noches, como una ceremonia, encendía el enorme aparato Saba que había en el comedor y dedicaba un buen rato a girar los botones para localizar emisoras. El gran dial luminoso estaba lleno de nombres de ciudades: Madrid, Barcelona, Bilbao, París, Londres, Luxemburgo, Amsterdam… Pero lo más frecuente es que sólo se oyera la emisora local, o como mucho Radio Sevilla, donde un general faccioso llamado Queipo de Llano se entretenía contando vilezas sobre los rojos. Aquello deprimía mucho a mi padre. Por eso no sentí ninguna pena el día que mi hermano Paco decidió que el aparato de radio estaba muy sucio por dentro y se pasó un buen rato desmontándolo para más tarde descubrir que le sobraban la mitad de las piezas.

Además, aquel invierno del año 38 había otras muchas cosas de las que preocuparse. Por entonces escaseaba ya casi todo. Resultaba imposible encontrar pan blanco, y teníamos que contentarnos con pan de maíz o de cebada, que sabía a serrín y era tan basto que no había forma de tragarlo. La única carne que comíamos era la de los pollos o conejos que a veces nos mandaban de La Aldea. De allí nos traían también los huevos, aunque lo difícil era encontrar aceite para freírlos, porque el aceite, igual que el azúcar o el café, había desaparecido casi por completo de las tiendas. La única forma de conseguir estas cosas era comprarlas de «estraperlo», como ahora se llamaba al mercado negro que florecía a costa de la escasez. La Anica y yo teníamos que recorrernos media ciudad para encontrar legumbres o algo de verdura. Si éramos capaces de conseguir un poco de leche para la nena, volvíamos tan contentas como si nos hubiera tocado la lotería.

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