A finales de julio nos echaron de nuestra casa. El tío Antonio nos había avisado el día anterior, y eso porque tuvimos suerte y un conocido suyo de Falange le advirtió de lo que iba a pasar. Apenas nos dio tiempo para guardar nuestra ropa y cuatro cosas más e irnos a casa de mis abuelos. «Lo que nos faltaba -gruñó mi abuelo Paco-. Éramos pocos y parió la burra». Además de mis abuelos, allí vivían el tío Miguel y la tía Rosario, que eran los dos solteros. Con nosotros cinco ya éramos nueve, y aunque la casa era grande, resultaba incómoda para tanta gente. A mi abuelo Paco todo lo molestaba: si hablábamos, nos mandaba callar; si mis hermanos hacían ruido, los reñía, y ay de ellos si rompían algo jugando, porque entonces ponía el grito en el cielo y los perseguía por toda la casa para darles una zurra. Mi madre lloraba de día y de noche encerrada en su cuarto, y entre su llanto y las protestas constantes de mi abuelo yo creía que iba a volverme loca. Por suerte, mi abuela Ángela era una mujer cariñosa y paciente, y además estaba acostumbrada a poner al abuelo en su sitio. «Cállate de una vez -le decía cuando lo oía gruñir-, que ya tienen bastante desgracia los pobres para encima tener que aguantar a un viejo regañón como tú». Entonces mi abuelo Paco la miraba avergonzado y con suerte nos dejaba tranquilos un rato. Aunque otras veces, supongo que para justificar su mal humor, le daba por lamentarse de lo mucho que le dolía todo. «Ay, Ángela -decía-. Qué lástima que ya nos hemos hecho viejos». Y mi abuela siempre le contestaba: «Pues no haber nacido tan pronto, puñeta».
En nuestra casa pusieron unas oficinas del Movimiento. De un día para otro nuestro hogar se llenó de camisas azules y fotografías de Franco y de José Antonio. La casa de mis abuelos estaba justo al lado, pared con pared, así que muchas veces oíamos a los falangistas hablar en voz alta y reírse. A mí siempre me parecía que se reían de nosotros, y no conseguía pasar por delante de mi casa sin notar un pinchazo de odio hacia aquella gentuza. «¡Ojalá os muráis todos!», murmuraba, apretando los puños. Y luego pensaba en mi abuela María, que había visto lo que se le venía encima y había sabido irse a tiempo. A mí también me habría gustado irme muy lejos de aquella ciudad, que hasta pocos meses antes era la capital de la libertad y ahora se había convertido en un nido de ratas. Pero ¿adonde podía ir yo, pobre de mí? Mi único consuelo era evitar la puerta de mi casa, aunque eso me obligara a dar un rodeo enorme. Cualquier cosa con tal de no ver el escudo del yugo y las flechas que habían colgado de nuestro balcón.
A mi padre nunca le contamos que nos habían quitado la casa, pues no queríamos darle más preocupaciones. El tío Antonio nos había dicho que su juicio podía celebrarse cualquier día y estaba buscando gente dispuesta a declarar a su favor. Cuando nos dejaban verlo en la cárcel, mi padre parecía tranquilo, pero se notaba que en su calma escondía mucha tristeza, por más que se hubiera resignado a aceptar su suerte como algo inevitable. Mi madre lloraba y se hacía un poco más vieja con cada lágrima. Y yo, a mis casi 16 años, estaba empezando a darme cuenta de hasta qué punto la guerra había arruinado nuestra vida. De esta forma llegó el mes de julio del 39, año de la Victoria. El aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional se celebró a bombo y platillo. Mis hermanos querían salir de casa para ver los fuegos artificiales, pero mi madre no les dejó. Entonces ellos empezaron a protestar.
«A callar los dos -les dije, muy en mi papel de hermana mayor-. Nosotros no vamos porque no tenemos nada que celebrar«.
22
Lo juzgaron un día cualquiera de finales de julio, sin previo aviso, sin darnos tiempo para prepararnos o llevar testigos. Yo había ido a la cárcel con mi cesta bajo el brazo, como todas las mañanas. Pero cuando llegué me dijeron que el preso Cebrián no estaba. «¿Adonde se lo han llevado?», pregunté, notando que las piernas me flaqueaban. «Al juzgado». Salí corriendo de la cárcel. Corrí tanto que el corazón me golpeaba dentro del pecho como un tambor. La gente se volvía a mirar a aquella muchacha que corría como si la persiguieran con una cesta bajo el brazo. Pero a mi no me importaba que me miraran. Sólo podía pensar en llegar a tiempo, porque no quería dejar a mi padre solo mientras dictaban su sentencia. Ni siquiera se me ocurrió pasar antes por mi casa para avisar. «Dios mío, haz que llegue a tiempo. Dios mío, haz que llegue a tiempo». Y mientras yo corría, la cesta iba dando saltando bajo mi brazo, y una de las cacerolas salió despedida derramando su contenido por la calle. Pero yo no me detuve, ni entonces ni cuando el guardia que había en la puerta del juzgado me echó el alto, porque ni siquiera lo vi.
– ¡Que te pares he dicho! -oí gritar de pronto. La voz había sonado a mi espalda como un ladrido.
El guardia se acercó a mí.
– ¿Dónde te crees tú que vas?
Intenté contestarle, pero la larga carrera me había dejado sin aliento y durante unos segundos no pude articular palabra.
– Van… a juzgar… a mi padre -pude decir por fin entre jadeos.
– ¿Y qué hay en la cesta?
Le expliqué que era la comida que le llevaba a la cárcel todos los días.
– La comida me la puedes dejar a mi -dijo el guardia-, porque igual a tu padre ya no le va a hacer falta.
– ¡No! -contesté, aferrando el asa de la cesta con las dos manos-. Es para mi padre.
El guardia se encogió de hombros y me indicó que podía seguir.
La sala del tribunal era muy grande y muy bonita, con mármoles y relieves de color dorado. Detrás del juez estaba la nueva bandera bicolor con el águila y una gran foto de Franco. Entré con mi cesta, intentando llamar la atención lo menos posible. De todos modos, había tanta gente que difícilmente se habría fijado nadie en mí. Busqué en vano un sitio para sentarme, porque entre la carrera y el miedo las piernas me temblaban. Al final tuve que contentarme con apoyar la espalda contra un trozo libre de pared. El calor y el gentío me provocaron una enorme sensación de ahogo. Noté todo mi cuerpo empapado en sudor y temí desmayarme, de modo que procuré respirar hondo para recuperar la serenidad.
Yo no tenía forma de saber si mi padre había sido juzgado ya. Tampoco comprendía del todo lo que estaba ocurriendo, ni pensaba que un juicio pudiera celebrarse con tanta rapidez. Los presos entraban en grupos de 10 o de 15, todos esposados y custodiados por guardias. Los hacían sentarse en dos grandes bancos que había ante la mesa del juez. Entonces el secretario leía un nombre en voz alta y el preso correspondiente tenía que ponerse en pie. Lo que seguía era visto y no visto. El secretario leía los cargos con tanta rapidez que resultaba casi imposible entender lo que decía. A continuación, el fiscal pedía que el acusado fuera declarado culpable, y el juez, con gesto aburrido, condenaba al preso y dictaba la pena. Todo eso no duraba mucho más de cinco minutos. Estuve presenciando aquello durante dos horas, y en todo ese tiempo no oí ni una sola absolución. La mayoría de las condenas eran de cárcel, pero se dictaron también muchas penas de muerte. Algunas veces, cuando esto pasaba, el preso caía desfallecido o se oían gritos y súplicas en la sala hasta que los guardias sacaban a empellones a los familiares.
Cada pena de muerte minaba un poco más mis fuerzas, hasta que estuve segura de que ya no podía aguantar más aquel horror. Me disponía a salir de allí cuando, con el siguiente grupo de presos, trajeron a mi padre dentro de la sala. Y entonces ocurrió un milagro, porque aunque yo estaba en el último rincón, escondida detrás de toda la gente que abarrotaba aquel lugar, mi padre se dio cuenta de mi presencia y se quedó mirándome con los ojos como platos. Su sorpresa al verme allí debió de ser muy grande, porque tuvieron que empujarlo para que se sentara. Y después todo era girarse para buscarme, como si no pudiera creerse que su hija hubiera ido allí sola para presenciar su juicio. Yo le sonreía y asentía con la cabeza para intentar tranquilizarlo, pero mi propio miedo era tan grande que los dientes me entrechocaban y llegué a temer que los que había cerca de mí oyeran el ruido. Empezaron otra vez los juicios, y mientras tanto cerré los ojos y recé para que al menos no lo mataran, pues por entonces ya sabía que no iban a declararlo inocente. Oía las voces del secretario y del fiscal como un zumbido distante, y después la voz del juez me sonaba como un pistoletazo mientras dictaba una pena de muerte tras otra. Todos los presos del grupo de mi padre estaban siendo condenados a muerte, y él hacía el número 11.