Él nos miró a las dos con los ojos muy abiertos y enrojecidos, como si hubiera pasado mucho tiempo en vela o llorando, o ambas cosas a la vez.
– Pero Eloy, ¿qué te pasa? -insistió mi madre, porque mi padre se había quedado a dos pasos de la reja y no parecía dispuesto a acercarse más. Parecía desorientado, perplejo. Y entonces me fijé en que tenía un gran moratón en la mejilla y restos de sangre seca en la ceja izquierda.
– ¡Padre! ¿Lo han pegado?
Él se acercó por fin y vimos que lloraba.
– No me pasa nada, no os preocupéis -dijo mientras tomaba los alimentos que mi madre le entregaba a través de los barrotes-, ¿En casa estáis todos bien?
Le dijimos que sí.
– Dentro de poco me llevan a la cárcel -mi padre bajó la vista con vergüenza-. Allí podréis venir a verme con más facilidad. Ahora es mejor que os vayáis. Éste no es sitio para vosotras.
Después se giró lentamente para alejarse, y yo casi tuve que arrastrar a mi madre para poder sacarla de aquel espantoso sótano.
El día de San Antonio se llevaron a mi padre a la cárcel, y desde entonces pudimos visitarlo allí todos los miércoles. La primera vez vinieron también mis hermanos. A Angelita la dejamos en casa, porque mi madre dijo que era muy pequeña para entender lo que estaba pasando (como si los demás pudiéramos entenderlo). Tuvimos que esperar mucho tiempo delante de la cárcel, que estaba en las afueras, al lado de la vía del tren. El muro que la rodeaba era oscuro y enorme, y sobre él había garitas con guardias armados. Nos apiñamos ante la puerta, junto a otras mujeres y niños que eran también esposas e hijos de presos republicanos. Por fin abrieron, y como si fuéramos un rebaño nos condujeron a través de un lóbrego laberinto de pasillos hasta la sala de visitas, que era una gran habitación alargada con rejas a ambos lados y una especie de corredor en el centro por el que se paseaban los guardias para vigilar que no se les entregara nada a los presos. De pronto se abrió una puerta al otro lado y ellos fueron entrando en fila india. Cuando vimos a mi padre, nos apretamos contra las rejas para poder hablar con él, pero todo el mundo gritaba y el pasillo que nos separaba era tan ancho que no se podía entender nada. Lo encontramos algo más entero que cuando lo vimos en el sótano del caserón, aunque igual de flaco y desaseado. Pero al menos ahora se las arregló para tranquilizarnos con una sonrisa y, medio gritando medio por gestos, nos dio a entender que se encontraba mejor. Desde nuestro lado, mi madre se desgañitaba para explicarle que toda la familia estaba haciendo gestiones para que lo soltaran. Pero él todo era decir: «¿Qué?, ¿cómo?», y abocinar la mano tras la oreja sin comprender casi nada, de tan grande que era allí la confusión. Mi hermano Gabriel y yo le gritamos que lo echábamos de menos en casa, y él sonreía y movía la cabeza diciendo que sí, aunque yo creo que no oía nada de lo que le decíamos. Mientras tanto, Paco permanecía mudo y miraba con cara asustada a toda aquella gente que hablaba a gritos y hacía gestos frenéticos, y a aquel hombre que estaba al otro lado de las rejas y que tan poco se parecía a nuestro padre. Enseguida salieron los guardias para echarnos. «Pero si no hemos podido decirle nada», se quejaba mi madre, llorosa. Mis pobres hermanos estaban muy impresionados. Paco lloriqueaba, y a Gabriel se le veía tan serio como si hubiera madurado varios años de repente. «Los chicos no vienen más», decidió mi madre tan pronto como llegamos a casa. Y ninguno de mis dos hermanos dijo una palabra de protesta.
Aunque sólo podíamos ver a mi padre los miércoles, yo iba a la cárcel a diario para llevarle la comida. Podríamos haber mandado a la Anica a hacer el recado, pero prefería ir yo misma, por mucho que me doliera acudir cada día a aquel sitio espantoso y sufrir las miradas de desprecio de los guardias. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer por mi padre salvo llevarle la comida? Así que por la mañana me presentaba en la cárcel con mi cesta y se la entregaba a un guardia, a la vez que recogía la del día anterior. Procurábamos llevarle siempre lo mejor que se podía encontrar, todo bien guisado y guardado en su cacerolita, y así nos las arreglamos para que mi padre ganara peso y conseguimos que su aspecto mejorara un poco.
Mientras tanto, la familia estaba llamando a todas las puertas para intentar que alguien con influencia intercediera por mi padre y por mi tío David, que había sido detenido por los mismos días que él. En quien más confianza teníamos era en el tío Eliecer, porque los curas se habían convertido en gente muy influyente en el nuevo régimen, pero el pobre llevaba ya un sinfín de gestiones hechas sin el menor resultado. «Nadie quiere escuchar», se lamentaba con gesto de impotencia. Y cada vez nos hacíamos más a la idea de que lo de mi padre iba para largo.
No recuerdo si durante aquellos días llegamos a pensar, aunque fuera una sola vez, que podían condenarlo a muerte. Aunque estoy completamente segura de que aquello nunca se mencionó, al menos delante de mí o de mi madre. Pero las dos sabíamos que estaban fusilando a mucha gente, que docenas de personas que habían colaborado con la República eran juzgadas cada día, y que muchos acababan delante del pelotón, tanto si eran culpables de algo como si no. Me imagino que aquel pensamiento monstruoso convivió con nosotras durante semanas, pero no puedo acordarme, como si mi memoria hubiera enterrado el recuerdo en el rincón más oscuro de mi cabeza.
Muy poco después de que se llevaran a mi padre, empezaron a confiscarnos todo lo que teníamos.
Primero nos quitaron la máquina de escribir, y a los pocos días volvieron y se llevaron todos los muebles del despacho. Algunos de aquellos hombres vestían uniformes de Falange y otros iban de paisano. Mi madre los llamaba «testaferros», pero para mí, que no entendía esa palabra, eran mucho peores que los ladrones.
Venían a cualquier hora, igual les daba que fueran las siete de la mañana que las 12 de la noche. Muchas veces mi madre tenía que echarse una bata por encima del camisón y abrirles la puerta, porque si no eran capaces de tirarla abajo. Entonces teníamos que levantarnos todos para que pudieran registrar sin estorbos. Y mientras nos ponían la casa patas arriba, nosotros nos quedábamos en un rincón, muertos de miedo, mis hermanos lloriqueando y yo temblando de frío y de rabia. Pero para aquellos individuos no éramos más que la familia de un rojo y no les importaba lo que pudiéramos sentir, de modo que seguían entrando y saliendo de las habitaciones como si la casa fuera suya, haciendo ruido con sus botas, abriendo de mala manera los armarios y cajones, vaciando las estanterías y el escritorio de mi padre. De vez en cuando se acercaban con algún libro o algún objeto de adorno y le preguntaban a mi madre: «¿Esto es de su propiedad?». Así una y otra vez. Mi madre asentía y bajaba la vista roja de vergüenza, y yo habría querido decirles que todo lo que había en aquella casa era de nuestra propiedad, porque allí los únicos ladrones que había eran ellos. Recuerdo que siempre sacaban el mismo libro de la estantería del despacho, uno de láminas muy bonito que se llamaba Tesoro del arte universal. «¿Esto es de su propiedad?», repetían cada vez, como si no les cupiera en la cabeza que una familia de rojos pudiera poseer un objeto tan hermoso como aquél.
El día que se llevaron el despacho se presentó con ellos Paquito, el hermano de mis amigas, con aires de ser el que más mandaba de todos. A mi madre ni la miró. Se entretuvo vaciando los armarios de la ropa y tirando todas las prendas al suelo. Después se sentó en el sillón de mi padre y puso los pies sobre el escritorio. Yo lo estuve observando todo el rato mientras se comportaba de ese modo, y me sorprendí de que aquel animal me hubiera parecido guapo alguna vez, porque lo único que me inspiraba ahora era asco. Recordé aquella tarde durante la Feria, poco antes de que empezara la guerra, en la que mi padre lo puso en evidencia delante de sus camaradas falangistas. «¿No te da vergüenza?», habría querido decirle yo también, igual que mí padre aquel día. Pero me mordí la lengua para no empeorar las cosas. Él me miraba con una sonrisa cruel, sin quitar los pies del escritorio donde mi padre trabajaba. «Más vale que vayáis haciendo la maleta», me dijo. Después se puso de pie, gritó «¡arriba España!» y se echó a reír. Al cabo de un rato, cargaron con todos los muebles del despacho y los subieron a un camión. «Ya va siendo hora de que devolváis algo de lo que habéis robado», fue lo último que Paquito nos dijo antes de marcharse.