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Fue por aquellos días cuando nació mi hermana Angelita, a la que ninguno esperábamos. Yo notaba que a mi madre le estaba creciendo una barriga que daba miedo, y hasta mis hermanos pequeños se dieron cuenta. «Madre -dijo un día mi hermano Gabriel en la mesa-, no coma usted tanto, que mire lo gorda que se está poniendo». Mi padre casi se atraganta de la risa, pero mi madre se enfadó mucho y al final mi hermano se ganó un pescozón y un castigo. El caso es que mi madre se puso más gorda todavía, y mis hermanos empezaron a pasar miedo, porque pensaban que lo que le ocurría era que estaba enferma. Paco, que era muy sabiondo, se empeñó en que nuestra madre había enfermado de «aerofangia», un mal terrible que consistía en que el enfermo no podía expulsar todo el aire que respiraba y siempre se le quedaba un poco dentro, y así hasta que acababa hinchándose como un globo. «Y si no se los opera -decía mi hermano Paco, muy cargado de razón-, acaban por explotar y llenarlo todo de sangre». Yo ya había cumplido los 12 y, aunque nadie me lo había dicho, alguna idea tenía de lo que en realidad le pasaba a mi madre. Intenté explicarles a mis hermanos que iba a tener un niño, pero se rieron de mí y me dijeron tonta, porque todo el mundo sabía que a los niños los traía la cigüeña en el pico, o venían dentro cíe una hogaza de pan que traía el panadero debajo del brazo, o algo así. Pero tuvieron que darme la razón cuando, después de una noche de mucho alboroto, mi padre nos llamó a su dormitorio para enseñarnos a nuestra nueva hermana. «Ésta es Ángela», nos dijo. Los tres nos asomamos a la cuna, y entre las sábanas y las puntillas alcanzamos a ver una carita arrugada y dos manos tan pequeñas como las de mis muñecas. «¡Jo! ¡Parece una rana!», dijo mi hermano Paco, con lo que se ganó un buen azote y la expulsión inmediata de la alcoba. Gabriel anunció muy digno que se marchaba con su hermano, y ambos salieron murmurando que no había derecho, que aquello había sido una injusticia y que su nueva hermana era una birria. Pero yo no podía dejar de mirarla, y luego miraba a mi madre, que me sonreía desde su cama con cara de haber estado muy enferma. «Tú eres ya mayor, Maruja -me dijo con voz desmayada-. Tienes que cuidar mucho a tu hermana, porque vas a ser como una segunda madre para ella». Y yo asentí moviendo mucho la cabeza y le prometí que la iba a cuidar muy bien. Y entonces mi madre me dijo que podía tomarla en brazos si quería. A mí me daba miedo levantar a aquella cosa tan pequeña y tan envuelta en ropa. Ni siquiera sabía cómo agarrarla. Pero mi padre me ayudó a sacarla de la cuna, y de pronto, cuando tuve a mi hermana en brazos, con aquella carita de pasa tan cerca de la mía, noté que una emoción muy grande empezaba a crecerme dentro, y tuve que hacer un esfuerzo enorme para no echarme a llorar. Entonces la nena abrió unos ojitos que eran como dos botones grises y brillantes, me miró, y a mí me pareció que sonreía un poco. «Eres muy guapa, Angelita», dije de corazón. Y empecé a acunarla suavemente para que volviera a dormirse.

Al cabo de algún tiempo, aprovechando un descuido de María Luisa, la niñera de mi hermana, me llevé a Angelita en brazos a la habitación de la abuela, porque ella nunca salía de allí y, si no se la llevaba, se iba a quedar sin conocer a su nueva nieta. La nena abrió mucho los ojos al ver aquella habitación tan llena de sol, aunque en la calle soplaba ventisca y hacía un día de perros. Mi abuela María seguía sentada en su sitio de siempre, junto a la ventana, y se alegró mucho cuando nos vio entrar a las dos.

– ¡Maruja! -dijo-. Ya no vienes a verme tanto como antes. Será porque te estás haciendo mayor.

– No, abuela. Es que con lo de la nena ando muy ocupada. Mire, la he traído para que la vea.

Mi abuela me pidió que se la acercara, y se deshizo en elogios hacia aquella nieta que le había salido de pronto. Le hizo a la nena toda clase de fiestas, y le cantó una canción de cuna de cuando ella era pequeña, aunque sin intentar besarla ni tomarla en brazos. Mientras tanto, Angelita extendía hacia ella sus manitas y se reía mucho, con lo que me di cuenta de que podía verla igual que yo.

Es una criatura preciosa -dijo mi abuela por. Qué lástima que haya ido a nacer en estos tiempo tan malos.

– ¿Por qué dice usted eso, abuela? -le pregunté yo, extrañada, porque no era la primera vez que la oía hablar de esa manera.

– Por nada, Maruja. Por nada. Ea, llévate ya a la chiquilla, que me parece que tiene hambre.

Me di la vuelta para salir de la habitación, y mientras lo hacía sentí un escalofrío, como sí la temperatura hubiera bajado de repente. Igual lo imaginé, pero también me pareció que el sol lucía con menos fuerza dentro de la alcoba de mi abuela.

6

Ese verano fuimos al pueblo de mi madre, donde pasamos las últimas vacaciones como Dios manda que íbamos a tener en muchos años. Más que un pueblo, La Higuera era una pequeña aldea donde no vivirían más de una docena de familias. Pero mi madre tenía allí algunas tierras, y también una pequeña era que ella cedía a los labradores para que pudieran trillar y aventar su grano. Y por aquello de ser hijos de los dueños, nosotros nos sentíamos auténticos señoritos. Todas las mañanas nos plantábamos allí para subirnos al trillo y azuzar la muía. «¡Arre! ¡Más deprisa!», gritábamos mientras dábamos vueltas y vueltas en torno a la era y las cuchillas de pedernal del trillo separaban el grano de la paja bajo nuestros pies. Nos reíamos como locos, y aquella buena gente nos miraba con expresión amable, aunque supongo que estaban más que hartos de vernos aparecer cada día para distraerlos de sus labores. Por la tarde se cargaban los costales llenos de trigo en las galeras, que eran unos carros enormes y raros, con las ruedas traseras mucho más grandes que las delanteras. Subidos allí, en lo más alto, nos sentíamos los reyes del mundo.

La bola del sol se ocultaba poco a poco y parecía incendiar los campos recién segados, y nosotros volvíamos al pueblo adormecidos por el traqueteo de la galera, sucios de tierra y riendo a carcajadas cada vez que el polvillo del trigo nos hacia estornudar.

Por la noche, después de la cena, salíamos a la calle a disfrutar del fresco sentados en un poyo que había bajo un emparrado. Y allí nos quedábamos hasta muy tarde, porque era verano y nadie se acordaba de decirnos que teníamos que ir a la cama, como si el tiempo y los relojes hubieran dejado de existir. Mi madre mecía a ¡a nena en sus brazos, aunque Angelita estaba ya muy espabilada y no quería dormirse tampoco, sino que prefería mirarlo todo con asombro y señalar con sus deditos para que le dijéramos el nombre de las cosas. Por entonces ya no se parecía nada a cuando nació. Estaba monísima, y hasta mis hermanos se habían reconciliado con ella y la hacían gracias para que se riera. Sentados allí, bajo las estrellas, pasábamos las horas muertas, tomando el fresco, contando chistes o escuchando embobados a nuestro padre, que sabía contar las historias más truculentas y apasionantes que he oído jamás: relatos sobre heroicos bandoleros que caían acribillados por las balas de la Guardia Civil, o sobre el Sacamantecas, un criminal célebre que se dedicaba a raptar niños y rajarlos y arrancarles las entrañas, con las que hacía cataplasmas para aliviar la tisis de su madre. Pero las noches que más disfrutábamos eran cuando mi padre sacaba a la calle el gramófono. Poníamos discos de Estrellita Castro y Concha Piquer, o de Carlos Gardel, que le cantaba a su Buenos Aires querido con una voz que sonaba remota y algo desafinada a través de la bocina del viejo gramófono. Recuerdo que nos turnábamos para darle a la manivela, y que cada dos por tres había que cambiar la aguja, porque los discos se rayaban o empezaban a sonar como una sartén llena de patatas fritas. Pero lo mejor era cuando mi padre ponía sus discos de paso-dobles, que guardaba como oro en paño, y la gente empezaba a acudir desde las casas cercanas. Se traían sus sillas y sus botijos llenos de agua con un chorrito de anís, de los que los niños podíamos beber hasta acabar achispados, y empezaban a bailar en plena calle, en torno al gramófono, como si aquello fuera una verbena. Nos hacía mucha gracia cuando algún mozo sacaba a bailar a la tía Rosario, la hermana de mi madre, que estaba soltera. Y a veces mi padre sacaba a bailar a mi madre, y yo sostenía a la nena en brazos mientras los veía dar vueltas y reír.

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