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El caso es que una noche de verano, muy tarde, cuando ya estábamos todos en la cama, vinieron a avisarnos de que se había prendido fuego en el almacén. Todos nos levantamos muy asustados. Mi hermano Gabriel y yo nos agarramos de la mano mientras veíamos a mi padre salir a toda prisa, abotonándose la camisa por las escaleras y olvidándose de llevarse el sombrero. Mi hermano Paco, que ya había nacido aunque era todavía muy pequeño, lloraba en brazos de mi madre. También mi madre lloraba, y al final acabamos llorando todos.

No pude conciliar el sueño hasta que mi padre regresó. Ya había amanecido, y mi madre le dijo a la muchacha que le preparara café. «Se ha perdido todo», oí a mi padre lamentarse con una voz que no parecía la suya. Y no estaba exagerando, porque al día siguiente fuimos con mi madre a ver lo que había quedado del almacén y allí no había nada, sólo cuatro paredes renegridas y muchos escombros. Me dio tanta pena que prometí en voz alta matar al culpable con un cuchillo y pedí que me dijeran quién lo había hecho. Pero mi madre me contestó que no había ningún culpable, que había sido un accidente, y que hiciera el favor de no decir tonterías.

Con el incendio del almacén, la sociedad de mi padre y sus hermanos se deshizo, y cada cual empezó a ganarse la vida por su cuenta, aunque casi todos ellos siguieron dedicados al comercio y las representaciones. Mi padre tomó varias casas. Llevaba muestrarios de calcetines, de droguería y medicamentos, y de material para dentistas (recuerdo ver por casa unos estuches negros llenos de dientes postizos que a mis hermanos y a mí nos daban mucha risa y un poco de asco). Se hizo además corredor de seguros. Vendía pólizas de incendio y de accidente, aunque estas últimas las dejó pronto, porque mi padre recibía a los asegurados en nuestra casa y aquello acabó convirtiéndose en un problema. Muchas veces, al volver del colegio, encontrábamos a hombres extraños esperando a mi padre en el recibidor: éste con el ojo tapado con un apósito, aquél con un brazo en cabestrillo, o con la cabeza liada en vendas igual que un faquir del circo. Todos venían avasallando y con mucha prisa por cobrar, y eso ponía de muy mal humor a mi madre, que no estaba dispuesta a aguantar malos modos en su propia casa, de manera que acabó por convencer a mi padre de que lo dejara.

Siempre que pienso en mi padre lo recuerdo trabajando en su despacho, en medio de una montaña de papeles y libros de contabilidad, o cargado con las maletas de los muestrarios, sin tiempo apenas de parar en casa a mediodía, tragando la comida de dos bocados y corriendo otra vez a la calle para ocuparse de los mil asuntos que debía atender. Fueron días difíciles y apenas le quedaba tiempo para dedicárnoslo a mis hermanos y a mí. Pero nos sacó a todos adelante. Así era mi padre.

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Y de este modo transcurrieron para nosotros los años de la República, sin más cambios que los propios de hacernos mayores ni más incidentes que los normales en cualquier familia como la nuestra. Vivíamos con la sensación de que en nuestra pequeña ciudad jamás iba a ocurrir nada importante, ni bueno ni malo, como si viviéramos protegidos dentro de una campana de cristal y el mundo se hubiera olvidado de nosotros. Mucho después supe que en el país se agitaban fuerzas poderosas, que había elecciones, se convocaban huelgas y los gobiernos caían casi a diario. Pero esas cosas siempre ocurrían en las grandes ciudades, en Madrid y Barcelona y otros sitios que para mí eran sólo nombres en los mapas del colegio. ¿En qué podía afectarnos a nosotros todo aquello? Aunque, si lo pienso bien, las señales de alarma eran tantas y tan graves que hasta los chiquillos nos enteramos de algunas cosas, como aquel otoño, un par de años antes de la guerra, cuando ocurrieron todas aquellas barbaridades en Asturias.

Yo debía de tener unos 11 años e iría para 12. Recuerdo que por aquellos días mi padre pasaba mucho rato pegado a la radio, aunque siempre la ponía muy flojito, como si no quisiera que los demás nos enteráramos de nada. De todas maneras, las niñas en el colegio hablaban de las cosas terribles que estaban pasando; decían que Cataluña se había separado de España, que había huelgas por todas partes y que en Asturias había estallado una revolución. En la calle no se notaba nada extraño, pero yo me olía que algo de todo aquello podía ser verdad, porque las reuniones que se celebraban, en el despacho de mi padre se hicieron más frecuentes. Desde fuera oíamos las voces nerviosas de mi padre y de sus amigos, enzarzados en conversaciones interminables que muchas veces subían de tono hasta convertirse en auténticas trifulcas. Y entonces mis hermanos pequeños se asustaban y lloraban, y mi madre suspiraba muy hondo sin dejar de agitar la cabeza.

De todos los que venían, el que seguía llevando la voz cantante era el tío Arturo, el médico, que ya no era gobernador civil pero seguía teniendo un cargo importante: lo habían hecho jefe provincial de un partido que se llamaba Izquierda Republicana, al que mi padre y algunos de sus hermanos pertenecían también. El tío Arturo estaba tan acostumbrado a hacer discursos que siempre se las arreglaba para hablar más fuerte que los demás y se le oía claramente desde fuera del despacho. Recuerdo que un día le oí gritar: «¡No hay derecho! ¡Esto es un crimen! ¡Los están masacrando!». Me habían enseñado que escuchar detrás de las puertas era de muy mala educación, pero la curiosidad pudo más que yo y me acerqué a la puerta del despacho para saber a quién estaban matando. Así supe que lo de la revolución en Asturias era verdad, que los mineros habían tomado las armas y que el Gobierno de la República, ni corto ni perezoso, había llevado hasta allá a los legionarios y los regulares para aplastarlos. Me enteré de que estaban matando a mujeres y a niños, que fusilaban a los que tomaban prisioneros, y que a otros los torturaban y les hacían cosas horribles. Fue la primera vez que oí el nombre del general Franco, que era el que mandaba a aquellos bestias. Por desgracia, no iba a ser la última vez que oiría hablar de ese general.

Después las cosas se tranquilizaron durante un tiempo y ya no se volvió a hablar de los mineros que habían sido asesinados en Asturias, de modo que todo el mundo se olvidó del asunto. Yo seguía yendo al colegio y después, muchas tardes, me iba a jugar a casa de alguna amiga. Había hecho mucha amistad con las hermanas Torres, Juanita y Encarna, que eran gemelas y estaban en la misma clase que yo. A veces venían ellas a mi casa, pero mis hermanos no nos dejaban en paz, sobre todo Paco, el pequeño, que tenía sólo seis años y se pasaba el día inventando diabluras y revolviéndolo todo. Prefería ser yo la que fuera a su casa, que estaba al final de mi misma calle. Juanita y Encarna vivían en un caserón muy grande, lleno de alfombras, cuadros y muebles lujosos, porque su padre era notario y la familia tenía dinero. La notaría estaba en el piso de abajo, pero la casa era tan enorme que podíamos hacer todo el ruido que quisiéramos arriba y nadie se enteraba. A veces pillábamos un montón de revistas atrasadas y buscábamos en ellas fotos de artistas de cine. Recortábamos las de Clark Gable, las de Ronald Colman o las de José Nieto y las pegábamos con cola en un álbum. Nos imaginábamos que eran nuestros novios, y entre las tres les escribíamos larguísimas cartas de amor que nunca enviábamos, porque no habríamos sabido a qué dirección hacerlo. Otras veces organizábamos campeonatos de parchís, a los que no era raro que se apuntara el hermano de las gemelas, Paquito, que era un muchacho mayor, de por lo menos 18 años. Cuando esto pasaba yo me ponía muy colorada y no acertaba con las fichas y los dados. Y las gemelas se reían de mí, porque notaban que me hacía tilín su hermano, que era moreno y delgado, con el pelo rizado y unos ojos preciosos. La verdad es que yo estaba enamorada en secreto de Paquito, pero antes me habría muerto que reconocerlo, porque era sólo una mocosa y él jamás se habría fijado en mí.

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