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El día del Corpus mi madre nos dio permiso a mis hermanos y a mí para ir a ver la procesión. Vinieron también mi hermana Angelita y María Luisa, la niñera, que aún lloraba todos los días en secreto a su brigadista muerto. Estuvimos esperando un buen rato bajo el sol hasta que pasó el Santísimo Sacramento. Abriendo la procesión desfilaba una centuria de falangistas al son de las trompetas y los tambores, y detrás venían los jefes provinciales del Movimiento, con sus chaquetas blancas y sus condecoraciones, sus yugos y sus flechas. También los militares y unas señoras con teja y mantilla que eran sus esposas. Y en medio de tantos uniformes, la pobre Custodia, que parecía que se la llevaran presa. Yo la miré muy fijamente, casi desvanecida bajo el ardiente sol del mediodía, y le rogué a Dios que no le pasara nada a mi padre y que permitiera que las cosas volvieran a ser como antes, cuando vivíamos tranquilos y en paz con todo el mundo, y él no tenía que esconderse como si fuera un bandido.

A la hora de comer, cuando volvimos a casa, nos extrañó mucho encontrar la puerta abierta, y más aún la agitación que se oía desde dentro. Se había reunido allí la familia al completo y todos tenían la misma cara que el día del velatorio de mi abuela. Mi madre sollozaba abrazada a su hermana Rosario. «¿Qué ha pasado?», pregunté, aunque adivinaba cuál iba a ser la respuesta. Oí de pronto una exclamación ahogada que venía del despacho y acudí a ver qué ocurría. Mis dos hermanos miraban allí asombrados un cartel que alguien había fijado con chinchetas en la pared, sobre el escritorio de mi padre. Lo miraban igual que si fuera una aparición, aunque en realidad era sólo una gran fotografía del Caudillo, como ahora llamaban al general Franco. Yo también me quedé embobada, con la vista fija en el cartel y sin entender qué sentido tenía todo aquello, qué habíamos hecho nosotros para merecernos aquel dolor. «Por favor -empecé a rogarle al hombre de la fotografía sin darme cuenta-, mi padre es una buena persona, no lo naga usted daño». Él me devolvía la mirada y guardaba silencio, y durante un instante me pareció sorprender una sonrisa torcida en su cara.

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Mis padres se conocían desde siempre. Y no lo digo por exagerar, porque resulta que ellos dos eran primos hermanos, y para poder casarse tuvieron que pedir una dispensa eclesiástica. Según me contó mi madre, todo el mundo les decía que no lo hicieran, que las bodas entre primos eran pecado y que Dios los castigaría haciendo que los hijos les nacieran tontitos. Pero a Dios no debió de parecerle muy mal su matrimonio, ya que ni yo ni mis hermanos salimos más tontos que la mayoría de la gente, y la única cosa que nos distinguía de los demás era tener dos apellidos iguales. Mis padres habían pasado toda la vida juntos, y ahora tenían que separarse por primera vez de aquella forma tan espantosa. Creo que el mismo día que se llevaron a mi padre detenido mi madre empezó a hacerse vieja. De la noche a la mañana la vimos encanecer y encorvarse. Vimos cómo empezaba a vestir de negro, igual que una viuda, y cómo ya nunca le apetecía salir a la calle porque le dolía esto o aquello, o sencillamente porque no estaba de humor para nada. También fue ese mismo día cuando yo me convertí de sopetón en una persona adulta, una mujer de casi 16 años con tres hermanos pequeños, una madre que no paraba de llorar y un padre que estaba encerrado en la cárcel por rojo.

Aunque la verdad es que no lo llevaron a la cárcel desde el principio. La primera noche la pasó en los calabozos del Ayuntamiento, donde encerraban provisionalmente a todos los recién detenidos; después, supongo que mientras lo hacían sitio en la cárcel, lo trasladaron al sótano de un caserón confiscado que no estaba lejos de donde vivíamos. Fueron el tío Antonio y el tío Miguel quienes nos contaron estas cosas, porque a mi casa jamás vino nadie a dar explicaciones ni llegó una sola carta oficial. Recuerdo que el mismo día que lo detuvieron intentamos verlo en el calabozo y no nos dejaron pasar. Había allí un guardia muy gordo que nos miró con un desprecio enorme, como si fuéramos la madre y la hija de un criminal peligroso. Luego nos echó con cajas destempladas, «porque los detenidos estaban incomunicados y no se les podía ver».

Mi tío Antonio, que tenía conocidos en Falange, tuvo que pedir algunos favores para que nos dejaran visitarlo. Habían pasado por lo menos 10 días desde el Corpus, y lo único que mi madre hacía era llorar y preguntarse qué iba a ser de nosotros sin mi padre. Casi tuve que gritarle para obligarla a reaccionar. Por último, pusimos algo de comida dentro de una cesta y nos fuimos a verlo.

La casa donde lo tenían era un viejo edificio de dos pisos, con una fachada sombría y casi desmoronada por la humedad. El principal había sido habilitado como oficina, por lo que había muchos escritorios para los policías y falangistas que trabajaban allí. Mi madre y yo, muertas de miedo, fuimos hacia un mostrador de madera y nos quedamos esperando en medio del humo del tabaco y el estrépito de las máquinas de escribir. Y mientras, aquellos hombres hablaban a gritos y fumaban, y nadie parecía hacernos ningún caso. Por fin, cuando llevábamos allí más de media hora sin atrevernos a abrir la boca, un hombre de uniforme se acercó a! mostrador y nos espetó: «¿Qué tripa se os ha roto a vosotras?».

Las dos dimos un paso atrás intimidadas mientras el guardia nos miraba con el ceño fruncido. Por fin, acerté a decir con un hilo de voz que éramos la mujer y la hija de Eloy Cebrián, a quien tenían detenido allí, y que habíamos venido a verlo.

– ¿Os creéis que esto es el Gran Hotel? -dijo el guardia con muy malos modos-. Aquí no hay visitas que valgan. Hala, desfilando para la puerta.

Entonces yo me acerqué muy despacio y le entregué la carta de recomendación que habíamos conseguido por medio del tío Antonio. El guardia torció el gesto con fastidio, pero por fin abrió el sobre y leyó la carta entre gruñidos. «Esperar aquí», dijo. Y se acercó a uno de los hombres de camisa azul que estaban sentados en los escritorios.

– Esas dos tías de ahí -oímos que le decía-son la mujer y la hija de uno de los rojos del sótano.. Piden verlo. Y traen recomendación.

El falangista leyó la carta por encima y luego hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

– Vosotras, venir por aquí -nos gritó el policía.

Y nos hizo seguirlo por una escalera muy estrecha que bajaba hasta el sótano del edificio.

El lugar estaba en penumbra, iluminado solamente por la luz que se colaba a través de unas pequeñas claraboyas. Había una gran reja, y detrás de ella se adivinaban las sombras de muchos hombres que estaban sentados en el suelo o apoyados contra las paredes. Se oían ronquidos y toses, pero todos guardaban silencio. El olor era insoportable. Apestaba a sudor y orines. Y a cosas aún peores. Mi madre gimió al ver aquello, y yo me cubrí la nariz y la boca con la mano para contener una arcada.

– Mira lo delicadas que nos han salido las señoras se burló entonces el guardia. Y después me dijo que abriera la cesta para que pudiera comprobar lo que había dentro.

– Cebrián -gritó por fin, satisfecho con su inspección-. Sal, que tienes visita.

Después murmuró: «Cinco minutos», y desapareció por el umbral que conducía al piso superior.

Una de las sombras se separó lentamente de la pared y se acercó a la reja.

– ¡Eloy! -exclamó mi madre mientras se abalanzaba contra los barrotes-. ¿Cómo estás? ¿Qué te han hecho?

incluso en la penumbra de aquel sótano podía apreciarse el mal aspecto que tenía mi padre. Había perdido tanto peso que la ropa le empezaba a quedar holgada. Iba desaliñado, con barba de varios días y el pelo en desorden. Y cuando estuvo cerca de nosotras, pude darme cuenta también de lo mal que olía. Aquel hombre no parecía mi padre, y yo di un paso hacia atrás sin poder evitarlo.

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