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– Por favor, Eloy -dijo el tío resoplando-. Mandaremos a buscar a nuestras familias cuando nos hayamos establecido allí. Y no esperes que los fascistas vayan a perdonarte. La represión ha sido terrible y lo seguirá siendo durante mucho tiempo. Además, puede que el exilio sea sólo temporal. Todo el mundo dice que está a punto de estallar una guerra en Europa. Alemania e Italia tienen los días contados, y el régimen de Franco caerá con ellas. Vámonos, Eloy, no puedo esperarte más.

Los dos se miraron en silencio durante unos segundos que nos parecieron horas, hasta que por fin mi padre apretó los labios y negó firmemente con la cabeza. Yo habría querido decirle que se fuera, que se pusiera a salvo y que ya nos apañaríamos. Pero fui una egoísta y guardé silencio, porque me daba mucho miedo que nos dejara solos. Al tío Arturo le relucían los ojos. «Adiós», nos dijo. Y su despedida sonó como una disculpa. Entonces los dos hombres se pusieron de pie y se abrazaron. Después el tío nos dio un beso a mi madre y a mí, y se marchó. Al cabo de unas semanas supimos que había conseguido llegar a México sano y salvo. Nunca lo volvimos a ver.

Aunque la decisión de mi padre era firme y él no tenía la menor intención de exiliarse, entre todos nos las apañamos para convencerlo de que no era prudente que estuviera en casa cuando los nacionales entraran en la ciudad. Costó mucho trabajo, porque él seguía insistiendo en que no había hecho nada para salir huyendo como un criminal. Pero al fin accedió a los ruegos de mi madre y del resto de la familia, y una mañana de principios de marzo guardó algo de ropa en una maleta y se marchó a casa de unos parientes que vivían en una aldea. «Volveré cuando las cosas se calmen -nos prometió-. Y no os preocupéis, que no va a pasarme nada»…

El día 28 cayó Madrid sin lucha. El día 29, a media mañana, empezamos a oír un gran clamor en la calle. A escondidas de mi madre, me asomé por las ventanas del comedor para echar un vistazo. Pasaban muchas camionetas cargadas de soldados nacionales, entre los que había también moros e italianos. Los soldados gritaban, cantaban y agitaban banderas que ya no eran de tres colores, sino sólo amarillas y rojas, como las que había cuando estaba el rey. Aquellos soldados no se diferenciaban en nada de los de la República, y a mí, acostumbrada como estaba a ver pasar militares por la calle, apenas me dieron miedo. Lo que sí me asustó fue ver la enorme cantidad de gente que los recibía y aclamaba. Algunos de ellos eran nuestros vecinos, a quienes yo conocía muy bien. Los mismos que pocas semanas antes levantaban el puño al paso de los brigadistas y cantaban La Internacional, saludaban ahora al ejército de Franco con el brazo en alto. Aquello me entristeció, pero también me llenó de preocupación, pues pensé que a partir de entonces no podríamos fiarnos de nadie.

Ese mismo día, mientras mi madre y su hermana murmuraban rosarios en la cocina, me encontré a mi abuela María caminando por el pasillo en dirección a la puerta. La pobre estaba ya tan transparente y desvanecida que apenas era visible, y yo me avergoncé al pensar lo poco que había ido a visitarla en los últimos tiempos.

– Pero ¿qué hace usted aquí, abuela? -le pregunté muy sorprendida, pues ella nunca salía de su habitación.

– Me voy, Maruja -me contestó sin detenerse.

Caminaba hacia la puerta de la calle muy despacio, con pasitos cortos y silenciosos.

– Y ¿adonde va usted a ir? -le dije no muy segura de querer escuchar su respuesta-. Pero si ni siquiera ha terminado su labor de ganchillo.

Entonces ella se detuvo y se volvió hacia mí. La miré y me pareció que la veía a través de una espesa niebla. La expresión de su rostro era de una tristeza enorme.

– Me voy antes de que me echen -insistió-. Además, aquí ya hay demasiados muertos.

Las palabras de mi abuela me dejaron muda y no supe qué contestarle, de modo que fue ella la que habló:

– Sabes que van a pasar cosas muy malas, ¿verdad? -me dijo.

Yo asentí notando que se me formaba un nudo en la garganta.

– Sé fuerte. Y ayuda a tu madre. Vendrán tiempos mejores.

Y entonces volvió a girarse y se alejó despacio, fundiéndose poco a poco con la penumbra del pasillo. Mi hermana Angelita pasó mucho tiempo llorando cuando fue a la habitación del fondo de la casa y descubrió que su «yaya» secreta se había ido.

20

Resultó que la paz no era muy distinta de la guerra, o al menos eso me pareció a mí durante aquellos primeros días de abril del 39, que fue el mes de la victoria de Franco. Según el tío Antonio, las cárceles estaban tan llenas como antes, aunque ahora hubieran cambiado sus ocupantes. Los nacionales estaban deteniendo a tanta gente que al principio tuvieron que nevárselos a la plaza de toros mientras buscaban un sitio permanente para encerrarlos. Por las calles seguían pasando desfiles sin parar, igual que durante la guerra. Puede que los que desfilaban fueran distintos, pero los que los ovacionaban desde la acera eran los mismos de antes.

Nosotros no salimos de casa en varios días. Vivíamos entre el miedo y la esperanza de que, como mi padre había dicho, no fuera a ocurrir nada, pues lo cierto era que pasaban los días y nadie venia a preguntar por él. Los parientes que nos visitaban decían que en la ciudad se respiraba una especie de euforia, una alegría desbordada que yo quise pensar que se debía a que los nacionales hubieran entrado de forma pacífica, porque me resistía a creer que las personas pudieran cambiar tanto de la noche a la mañana. La gente no parecía cansarse de ovacionar a los soldados, de saludarlos con el brazo en alto y de cantar el Cara al sol. Y abundaban las camisas azules. De hecho, a mí me parecía que había muchas más que antes de la guerra. También empezaron a verse curas con sotana, que era una imagen que casi teníamos olvidada. Supongo que al tío Eliecer no le pesó cambiar el uniforme del ejército republicano por su sotana de siempre, y no es difícil imaginar su felicidad el día que salió de casa y pudo ir a una iglesia para decir misa.

Mi padre nos hizo llegar una carta desde la aldea donde estaba escondido. Nos decía que no nos preocupáramos, que los tíos habían estado haciendo gestiones en su nombre y que, por lo visto, los que ahora mandaban no tenían nada en contra suya. Como medida de precaución, pensaba quedarse en el campo algún tiempo más, pero estaba seguro de que muy pronto podría volver y todo seria como antes.

Yo me esforcé mucho por creer lo que mi padre decía, tanto me esforcé que casi lo conseguí, y un buen día me animé a salir de casa para echarle un vistazo a aquella «nueva España» que nos había caído encima de golpe y porrazo. Al pasar frente a la casa del notario Torres, vi que estaban volviendo a meter los muebles, y me alegré de que mis amigas y su familia hubieran recuperado lo que les habían quitado durante la guerra. Entonces los vi venir a todos por la acera: mis amigas Juanita y Encarna, que habían crecido mucho desde la última vez que me las encontré y eran ya unas señoritas; su madre, y un señor muy pálido y muy delgado al que tuve que mirar dos veces antes de reconocer como el notario. Todos pasaron frente a mí como si yo no existiera y entraron en el portal de su casa. Pero, antes de cerrar la puerta, Encarna se dio la vuelta y me miró con un desprecio enorme, mientras sus labios formaban silenciosamente la palabra roja. Quise marcharme a mi casa corriendo, porque me sentí incapaz de contener las lágrimas, cuando de pronto vi que un falangista venía en mi dirección. Era Paquito. Estaba moreno y mucho más fornido que cuando se fue, como si se hubiera hecho más hombre durante los años de la guerra. Llevaba el pelo engominado y muy estirado hacia atrás, y a mí me pareció que estaba más guapo que nunca. El corazón empezó a latirme con fuerza cuando vi que Paquito me sonreía y se dirigía hacia mí.

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