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A mí todo aquello me ponía negra, y más de una vez hablé de ello con mi madre, porque a mi padre nunca me habría atrevido a decírselo.

– Madre, ¿no ha visto usted el miedo que los chiquillos le tienen a ese señor? ¿Por qué no les buscan el padre y usted otro colegio?

Pero ella siempre me decía que don Julián era un buen maestro, y que la disciplina era lo mejor para mis hermanos, sobre todo para Paco, que estaba hecho un trasto, y que mi padre había decidido llevarlos allí, y lo que decía él iba a misa y sanseacabó.

– Pero, madre -le contesté yo una vez, más que harta de aquella cantinela-. Si nadie va a misa ya desde que empezó la guerra. Sólo nosotros, y eso porque tenemos al tío cura escondido en casa.

Ella puso los ojos en blanco y dijo: «Ave María purísima». Después se santiguó muchas veces y me mandó a confesarme con el tío Eliecer.

Mientras mis hermanos estaban en el colegio, yo me quedaba en casa. Seguía dando un rato de lección con el tío, pero pasaba casi todo el tiempo ayudando en la cocina o jugando con la nena. A veces también me iba a la plaza con la Anica. Eso nos llevaba mucho tiempo, porque cada día había más puestos cerrados, y en los pocos que quedaban abiertos las colas eran tan largas que podían durar horas. A la salida del mercado solía haber gente ofreciendo pan, verduras o carne. Venían de los pueblos y las aldeas de los alrededores, porque sabían que podían hacer un buen negocio vendiendo en la capital los alimentos que les sobraban. Pero si los guardias los veían les confiscaban todo y se los llevaban detenidos. Por eso tenían el género escondido en otro sitio, y te lo ofrecían con mucho disimulo, como si en lugar de simple comida quisieran venderte contrabando.

A veces, antes de volver a casa, nos íbamos a recoger a Gabriel y a Paco a la salida del colegio.

La academia de don Julián estaba en el principal de una casa muy vieja. En el bajo habían puesto la taquilla de una compañía de autobuses que iban a los pueblos. El portal estaba siempre abarrotado de gente con cestos y paquetes y, algunas veces, había que pelearse con alguna señora que pensaba que querías colarte cuando tú sólo querías entrar. Entonces subíamos por una escalera muy empinada y oscura, y desde los primeros peldaños ya se oía la voz de don Julián recitando los afluentes del Ebro o dictando un pasaje de El Quijote, aunque lo más frecuente era que lo oyéramos gritarle a alguna de las pobres criaturas que era un mequetrefe y un tonto de capirote, y que como volviera a equivocarse en una división le iba a arrancar la piel a tiras y se iba a hacer con ella un par de botas. Llamábamos a la puerta muy flojito, y enseguida salía a abrirnos la tía Remedios, que era una mujer pequeña con aspecto triste y apocado.

Don Julián usaba su propia casa como escuela. En casi todas las habitaciones había sillas y bancos en los que se amontonaban chicos de todas las edades, desde pequeñajos como mi hermano Paco hasta muchachos mayores que se preparaban para el examen de Reválida. Incluso el pasillo estaba ocupado por una hilera de pupitres, de modo que para moverse por la casa había que caminar pegado a la pared. Don Julián tenía una tarima y una pizarra montada sobre un caballete, y transportaba ambas cosas de un sitio a otro según el grupo al que, le tocara lección, ya que él era el único profesor que enseñaba en su academia. Recuerdo que, tan pronto como nos abría la puerta, la tía Remedios se llevaba el dedo a los labios y nos conducía sigilosamente hasta la cocina, que era, junto con su dormitorio y el retrete, el único rincón de la casa que su marido no ocupaba para dar clase. Llegábamos hasta allí a través de un laberinto de bancos y chiquillos que olían a sudor y ropa mal lavada, a lápices mordidos y bocadillos rancios, y nos encerrábamos dentro hasta que la clase acababa, siempre y cuando a don Julián no se le ocurriera castigar a alguno de mis hermanos, lo que podía suponer otra media hora de espera. A veces, en la cocina encontrábamos a algún chiquillo que lloriqueaba y nos miraba asustado. Y es que, cuando su marido se ensañaba de forma especial con alguno de los alumnos, la tía Remedios se las arreglaba para arrancárselo de las garras y esconderlo en su refugio, donde calmaba a la pobre criatura con un pedazo de pan y un vaso de agua.

Por fin salían mis hermanos, y no era raro que la cara de pánico les durara hasta que ya llevábamos andado la mitad del camino a casa. Por las tardes yo los ayudaba a hacer los deberes, aunque ellos estaban siempre despistados, pues aprovechaban el rato de tranquilidad para imaginar venganzas terribles contra don Julián. Lo malo es que mi hermano Paco estaba decidido a pasar a mayores. Me acuerdo de una vez se le cayó a! suelo una hoja suelta de su cuaderno de dictados. Él no se dio cuenta, pero al recogerla vi que era una carta dirigida a los «Señores de la CNT». Poco más o menos, decía así: «Queridos milicianos, soy un faccioso malísimo, tengo a 20 curas escondidos en mi casa, y voy a escribirle a Franco para que venga a matarlos a todos ustedes. Reciban un afectuoso saludo de su seguro servidor…». La carta estaba firmada por don Julián con su nombre y apellidos, e incluía la dirección completa de su casa.

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Precisamente por aquellos días se hablaba mucho del general Franco, que ya no era general a secas, sino Generalísimo. Por lo que decían, los mandamases del ejército faccioso se habían reunido en Burgos y habían decidido nombrarlo jefe de todos ellos, y de paso también de la «España Nacional», al menos mientras ganaban la guerra y llamaban otra vez al rey. Yo lo vi por primera vez en un noticiario del cine. Era un hombre bajito y con barriga. Estaba calvo y llevaba un bigotín que me pareció un poco ridículo. No tenía pinta de ser alguien muy importante ni muy aguerrido, y cuando lo oímos hablar con esa vocecilla atiplada de cupletista casi nos morimos de la risa todos los del cine. En el noticiario lo comparaban con Hitler y con Mussolini, que eran los jefes de los nazis y de los fascistas italianos, pero a mí, por mucho que Franco se subiera al balcón más alto de todos, por mucho que sacara barriga y saludara con el brazo en alto, aquel hombrecillo sólo me parecía un mal remedo de los otros dos. A quien sí debía de gustarles, en cambio, era a los curas, porque siempre se le veía rodeado de ellos, y no de curas normales, sino de arzobispos y cardenales. Lo querían tanto que lo llevaban debajo de un palio, como al Papa en Roma, y Franco debió de creerse que era el Papa de verdad y que lo había enviado la Providencia, porque ahora, cada vez que hablaba de la guerra, ya no decía «la guerra» sin más, sino «nuestra gloriosa Cruzada Nacional». Eso le hacía a todo el mundo mucha gracia en la zona republicana, pero a mí me parecía algo siniestro, porque nosotros no éramos paganos ni infieles, sino gente normal y corriente, y aunque las iglesias estuviesen cerradas, seguíamos siendo igual de católicos, apostólicos y romanos que antes. Pero Franco erre que erre con su cruzada, y además tan convencido de ganar. Y es que, según él, Dios estaba de su parte.

La verdad sea dicha, las cosas no nos iban muy bien a los que estábamos en el bando de la República. Franco seguía avanzando. Acababa de entrar en Toledo, donde había liberado a los rebeldes del Alcázar, que llevaban encerrados allí desde el principio de la guerra. Como todo el mundo sabe, Toledo está cerquísima de Madrid, y se daba por sentado que no pasaría mucho tiempo antes de que cayera la capital. Después de eso ya podíamos ir preparándonos para lo peor. Y parecía cuestión de días, porque los dos ejércitos facciosos, el de Franco y el de Mola, se preparaban para el ataque. No sé qué los entretuvo; quizá Franco estaba muy ocupado presidiendo desfiles y misas, pero lo cierto es que la ofensiva contra Madrid tardó aún unas semanas, y mientras dio tiempo para que ocurriera algo maravilloso.

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