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Durante los últimos meses, María Luisa había recibido carta de Tom casi todas las semanas. El novio inglés de nuestra niñera había combatido en Belchite y en la toma de Teruel. En su disparatado español le decía a María Luisa que la guerra no era heroica ni romántica, como él esperaba. Le contaba que había visto cosas terribles que le habían hecho desear no haber venido nunca a España, que nadie lo había preparado para tanta atrocidad, y que estaba deseando que todo acabara de una forma o de otra para poder ir a buscarla y llevarla a su país. También le decía otras cosas muy bonitas y muy íntimas, y yo me moría de vergüenza al tener que leérselas, porque la pobre María Luisa no sabía leer. Nos daba mucha risa la forma que Tom tenía de escribir, y algunas cosas las teníamos que repetir tres o cuatro veces antes de encontrarles sentido, como aquello de: «Mi amar mocho a tu y mirar adelante viendo a tu de nuevo», que era la frase con la que Tom terminaba todas sus cartas.

María Luisa lloraba sin parar mientras yo leía, sobre todo cuando Tom le hablaba de todos sus compañeros muertos y de las muchas calamidades que estaban sufriendo en el frente. Después introducía la carta en el sobre y la estrujaba contra su cara para cubrirla de besos antes de guardarla junto a las otras. «Ya falta poco para que la guerra termine -le decía yo para animarla-. Verás como en un santiamén estáis otra vez juntos».

Pero no fue eso lo que ocurrió. Un día llegó otra carta para María Luisa, pero la letra no era la de Tom. Ella se dio cuenta, y mientras me la entregaba para que se la leyera, noté que la mano le temblaba y que su cara estaba desencajada de miedo. La carta iba firmada por un compañero de Tom, también inglés, y era muy breve. Decía que el pelotón al que ambos pertenecían había sido atacado por aviones alemanes mientras tomaba una posición enemiga cerca de Gandesa, en la provincia de Tarragona. Muchos de sus compatriotas habían caído, Tom entre ellos, herido en el vientre por un trozo de metralla. El muchacho había muerto desangrado en un hospital de campaña, pero antes le había rogado a su compañero que escribiera la carta que ahora tenía yo en las manos. «Dile a María Luisa que la quiero con toda mi alma y que siento mucho no poder llevarla a Liverpool conmigo», fue lo último que dijo. Ella lloró hasta que no le quedaron más lágrimas. Las dos lloramos, porque también yo me moría de pena. Desde entonces he pensado muchas veces en aquel muchacho inglés, muerto por una causa perdida en un país que no era el suyo y cuya única recompensa fue una tumba anónima junto al río Ebro.

En noviembre el ejército republicano estaba deshecho y los nacionales tenían las manos libres para conquistar lo que quedaba de la España republicana, a la que sólo el miedo a las represalias mantenía en pie de guerra. A finales de febrero del 39 había caído toda Cataluña, y se decía que solamente en Barcelona habían fusilado a miles de personas. Azaña, Negrín y los ministros habían partido hacia el exilio. Los soldados de nuestro ejército se rendían a los vencedores o intentaban cruzar la frontera de Francia. Muchos regresaron a sus pueblos para reunirse con sus familias, pero también los hubo que se echaron al monte y se negaron a rendirse, aun sabiendo que la guerra estaba definitivamente perdida. Se contaba que por las carreteras que llevaban a los pasos fronterizos avanzaba un lento río de refugiados, miles y miles de personas que, cargadas con sus enseres y con su miedo, huían despavoridas de la ira de los vencedores. En cuanto a nosotros, ya sólo nos quedaba esperar.

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La guerra duró dos años y medio y a la vez duró una eternidad. O al menos ésa era la sensación que yo tenía, quizá porque era aún una cría y es sabido que para los niños el tiempo pasa despacio. Sí, fueron sólo dos años y medio. Y sin embargo, cuando me quedo a solas y repaso lo que ha sido mi vida, me doy cuenta de que la inmensa mayoría de mis recuerdos son de aquellos días, como si la guerra me hubiera arrebatado todo lo demás. Y lo que me viene siempre a la memoria es una sucesión de cosas oscuras: la oscuridad del pan negro, la oscuridad de las calles cuando las farolas se apagaban por miedo a los ataques aéreos, la oscuridad del sótano de mi tío Antonio aquella noche en que las bombas estuvieron cayendo hasta la madrugada, la oscuridad que crecía en los rostros y en los corazones.

Muchas veces, durante aquellos primeros meses del año 39, yo pensaba en mi mala suerte al haberme tocado crecer en el peor de los tiempos, en un país que agonizaba de aquella manera dolorosa y atroz. «¿Qué va a ser de nosotros? -me preguntaba, mientras el ejército de Franco estrechaba el cerco-. ¿Va a parecerse nuestra vida en algo a la de antes?». Pero, por mucho que intentara mirar hacia el futuro, lo único que veía ante mí era un largo y negro túnel sin la menor insinuación de luz al otro extremo.

De momento nos estaban dejando en paz. Parecía que con la marcha de las Brigadas Internacionales nuestra ciudad hubiera quedado sepultada en el olvido. Por aquellos días la mayoría de las autoridades y políticos se había ido, y la guarnición militar había huido dejando la ciudad abierta a la ocupación de las tropas nacionales. Podría decirse que nadie mandaba allí, que nos había dejado solos, abandonados a nuestra suerte. Pero no por eso se veía desorden en las calles. La gente se quedaba en sus casas y esperaba, y supongo que lo que en nuestra familia era miedo en otras era impaciencia. De momento, durante aquellos días en que la ciudad no fue de nadie, las calles se veían tan desiertas como al principio de la guerra, durante la «Semana Fascista». «Es curioso -recuerdo haber pensado- cómo los principios pueden parecerse tanto a los finales».

El tío Arturo vino una tarde de mediados de marzo para ver a mi padre. Tenía los ojos enrojecidos, como si llevara noches enteras sin dormir, y nunca antes lo habíamos visto tan trastornado como aquel día. Mi padre y él se encerraron para hablar en el despacho. Al principio parecían calmados, pero después sus voces subieron de volumen y ambos empezaron a gritar como si estuvieran peleándose. Mis hermanos jugaban en el corral. Mientras tanto, mi madre y yo esperábamos juntas en la cocina muertas de preocupación. Allí estuvimos lo que nos parecieron horas, hasta que el tío salió del despacho como una tromba y vino a buscarnos.

– Escuchadme las dos -nos dijo muy agitado, casi sin aliento-. He intentado convencer a Eloy de que tiene que venir conmigo. Mi chófer nos llevará hasta Alicante, donde hay un barco a punto de zarpar rumbo a Argel. Desde allí será fácil llegar a México. El Gobierno mexicano está acogiendo a muchos exiliados de la República. Tenemos que irnos. Aquí ya todo está perdido y corremos un riesgo enorme.

Mi madre miraba al tío con ojos desorbitados y abría y cerraba la boca sin acertar a decir nada. Yo sólo podía pensar que no quería que mi padre nos dejara. Entonces apareció él por la puerta. Parecía tranquilo, aunque su semblante tenía una expresión muy triste.

– Yo no me voy, Arturo -dijo al entrar-. No soy un delincuente ni tengo motivos para huir. Y es mi última palabra.

– Ya lo habéis oído -dijo el tío Arturo con gesto desesperado-. El muy cabezota piensa que los fascistas lo van a dejar en paz. Eloy, por lo que más quieras, ya te he hablado de la Ley de Responsabilidades Políticas… -entonces se volvió otra vez hacia nosotras-: Franco ha hecho una ley para perseguir a todos los que hemos pertenecido al Frente Popular. Ejecución o cárcel. Es lo único que nos espera aquí.

Mi madre lloraba en silencio y se cubría la cara con las palmas de las manos. Ya no quería escuchar.

Mi padre se sentó junto a ella y empezó a acariciarle el pelo.

– Puede que corra algún peligro -dijo-. Pero yo, al fin y al cabo, no he robado ni he matado a nadie, ni tampoco he hecho nada por lo que me puedan juzgar. Lo he hablado con mi hermano David, y él también va a quedarse. Además, no pienso dejar aquí a mi familia.

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