El hambre y la miseria eran tan grandes que ya no se podía pensar en otra cosa excepto sobrevivir. Nuestros parientes que vivían en el campo nos contaban que en algunos pueblos la situación se había vuelto desesperada. La gente se moría de hambre y de frío. Todo se comía, desde las mondas de las patatas hasta las hierbas que crecían al borde de los caminos. Estaban desapareciendo también los perros y los gatos, y hasta los lagartos y culebras empezaban a escasear. Cualquier cosa que se moviera servía para aliviar el hambre. Los burros y mulas estaban siendo sacrificados, y la gente formaba colas enormes delante de las carnicerías para hacerse con un trozo. El dinero de la República ya no tenía valor; muchas personas tuvieron que malvenderlo todo para no morirse de necesidad. Mis tíos contaban también que la cosecha había sido muy mala, porque no había forma de encontrar buen grano para sembrar. Lo poco que se recogía se lo llevaban los de la Comisaría de Abastos para el racionamiento. A cambio, pagaban cuatro perras, de manera que los labradores escondían todo el grano que podían, lo que agravaba todavía más la escasez. Media España se estaba muriendo de hambre, pero en los periódicos no se habían enterado. Seguían hablando de la Victoria, de nuestro insigne Caudillo y de su Glorioso Movimiento Nacional.
Los primeros días que fueron al instituto, a mis hermanos se los veía muy contentos. Debían de sentirse mayores e importantes al entrar en aquel edificio tan grande y tan bonito que había frente al parque, con su hermosa fachada, su escalera de mármol y sus techos altísimos. Pero pronto empecé a verlos algo más mohínos, y no tardé mucho tiempo en saber por qué. «Nos llaman rojos -se quejó un día mi hermano Gabriel-. Dicen que no deberían dejarnos estudiar porque nuestro padre es un criminal y que por eso está en la cárcel». Yo habría querido ir con ellos y darles de tortazos a quienes hacían sufrir a mis hermanos de esa forma tan cruel, pero pensé que era mejor que se fueran acostumbrando, pues iban a tener que oír cosas como aquéllas muchas veces. Hasta los mismos profesores los humillaban cuando tenían ocasión, ya que muchos de ellos eran falangistas y adeptos al Régimen que consideraban parte de su trabajo martirizar a los hijos de los rojos. La mayoría de los maestros de antes de la guerra había apoyado a la República, por lo que ahora estaban en la cárcel o represaliados. Mi hermano Paco repetía todo el tiempo que sus profesores del instituto eran un asco, igual de malos que don Julián. Yo no sabía cómo convencerlo para que no se le ocurriera decir aquello donde pudieran oírlo.
Peor aún fue el día que llegaron al instituto y encontraron que algunos de sus compañeros los esperaban muy sonrientes junto a la puerta. «Mirad esto», les dijeron, señalando un gran cartel que habían colgado en un lugar muy visible. En él se anunciaba que, a partir de ese día, todos los estudiantes tenían la obligación de pertenecer al Frente de Juventudes, que era la organización juvenil del Movimiento. Aunque el cartel no lo dijera, no era difícil imaginar que para los hijos de los rojos la obligación era aún mayor.
Desde entonces, cada sábado por la mañana mis hermanos tenían que ponerse su uniforme de «flecha», con los pantaloneros cortos, la camisa azul y la boina roja, e irse al parque para hacer instrucción. Por las tardes ¡es daban charlas sobre lo mucho que le debían a la patria y lo que significaba ser buen español, y luego les ponían películas en las que las tropas alemanas desfilaban ante Hitler haciendo el paso de la oca. Ellos decían que no querían ir, porque se aburrían mucho, y que preferían quedarse en casa. Todavía no entendían los pobres lo que suponía ser hijos de un rojo.
Yo, en cambio, estaba empezando a entenderlo. Me ahorré la humillación de tener que vestirme como los carceleros de nuestro padre y repetir en voz alta las ideas que él más detestaba. Como no estaba estudiando, no tuve que ir a hacer gimnasia en pololos con las muchachas de la Sección Femenina. Pero pasé por el amargo trance de comprobar que ser la hija de un rojo te convertía en una especie de leprosa, alguien a quien sus antiguas amigas le volvían la cara por la calle. El dolor de tanto desprecio me hizo pensar que quizá fuéramos culpables, que pertenecer al bando que había perdido la guerra era un pecado enorme, y que a lo mejor nos merecíamos la penitencia que estábamos sufriendo. Dios me habrá perdonado, pero una vez no pude evitar sentir rencor hacia mi pobre padre y responsabilizarlo de todo lo que nos ocurría. Si él no se hubiera metido en política, tendríamos aún nuestra casa. Si él no hubiera sido un rojo, la gente nos saludaría por la calle. Si se hubiera mantenido al margen de todo, como habían hecho algunos de mis tíos, yo podría pasear los domingos con las muchachas de mi edad, y después ir al cine o al baile, en lugar de quedarme en casa cuidando a mis hermanos y viendo cómo mi madre se consumía poco a poco. Culpé a mi padre por todo ese sufrimiento. Pensé que no era justo que sus hijos tuviéramos que pagar por lo que sólo él había hecho. Pero después recapacité y la vergüenza que sentí por haber sido tan injusta me hizo llorar durante horas enteras, porque me di cuenta de que la única culpa de mi padre había sido mantenerse fiel a sus principios. Su pecado era haber querido construir un mundo más justo y mejor para nosotros. Eso lo convertía en un hombre admirable. Los únicos que merecían desprecio eran sus carceleros.
En noviembre pasó por nuestra ciudad el féretro de José Antonio Primo de Rivera. Lo llevaban a hombros desde Alicante hasta El Escorial, donde iban a enterrarlo junto a los reyes de España. Los falangistas desfilaron durante todo el día por las calles. Al anochecer, el cortejo fúnebre fue escoltado hasta la parroquia de San Juan por cientos de camisas azules con antorchas. Mis hermanos tuvieron que ir a saludar con el brazo en alto y cantar el Cara al sol. Yo me quedé en casa, un poco asustada de ver desfilar aquel mar de antorchas. Poco después colocaron junto a la puerta de la iglesia una cruz de piedra y una lápida muy grande con el nombre de José Antonio en la que se leía también la palabra ¡presente! Bajo ella colgaron otras lápidas con los nombres de los caídos del bando nacional.
A muchas calles y plazas les habían cambiado el nombre. Ahora se llamaban plaza del Caudillo, paseo de José Antonio y General Mola, o llevaban el nombre de los guardias civiles que se habían sublevado en nuestra ciudad al principio de la guerra. Aunque las calles eran las mismas de siempre, para nosotros, los derrotados, los nuevos nombres les daban un aire siniestro, como si la ciudad se hubiera convertido en un lugar hostil y extraño. Al parque de toda la vida lo llamaron «Parque de los Mártires», y dentro de él empezó a construirse un monumento a los caídos. Iba a ser algo muchísimo más pequeño y modesto que la enorme cruz que Franco quería levantar en la sierra de Madrid. Pero, a su manera, resultaba igual de hiriente, pues nadie parecía acordarse de los miles y miles de caídos de la República, como si hubieran quedado sepultados bajo un manto de silencio y olvido, y mucho menos de los muertos de las Brigadas Internacionales, de quienes todo lo más se decía que habían sido una banda de aventureros y asesinos.
No era así como yo recordaba al pobre Tom y a las docenas de soldados sin nombre que cada día me cruzaba por la calle. Pensé mucho en ellos, en su valor y su sacrificio, y me pareció una enorme injusticia que ninguno de aquellos hombres fuera a tener jamás una calle, no ya en mi ciudad, sino en ninguna ciudad o pueblo del país por cuya libertad habían entregado la vida.