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– Descuida que así lo haré.

– Me encuentro muy solo, ¿sabes? La marcha de mi hija ha sido como una puñalada para mí; las amistades dicen que me han caído unos cuantos años encima. ¿A ti qué te parece? -añadió con un gesto pretendidamente seductor.

– No puedo opinar, ten en cuenta que acabo de conocerte, aunque es normal que con lo que ha sucedido cualquier persona sufra las consecuencias e incluso se le note físicamente, pero si no hubieras comentado nada, en ningún momento habría pensado en ello, desde luego.

– Tal vez una mujer joven y hermosa como tú pudiera aliviar mis penas -dijo González Caballer mientras, levantándose, se acercaba hasta Miren e intentaba agarrarla por la cintura.

– No entiendo -contestó Miren zafándose del abrazo de su anfitrión-, ¿se puede saber a qué viene esto?

– Claro que lo entiendes, lo entiendes perfectamente. ¿O acaso pensabas que ibas a tener alojamiento gratis? ¿Me tomas por tonto? ¿Crees que no sé lo que busca una chica joven y guapa que se acerca a la mansión de un hombre mayor y millonario haciéndose pasar por amiga de su hija? Vamos, nena, no te hagas la estrecha y no te arrepentirás. Te lo juro.

Mientras decía esto se había vuelto a aproximar a Miren y, tomándola entre sus brazos, había intentado besarla. Miren, con un puñetazo asestado en pleno estómago de su atacante, seguido de una fuerte patada en los genitales, pudo escapar de la acometida.

– ¡No me toques, cabrón! -gritó, sacando de la mochila una pistola y apuntándole-, te has equivocado conmigo, no soy una muñequita con la que se pueda jugar, cerdo.

– ¿Quién eres? -preguntó entrecortadamente González Caballer, todavía sin recuperarse de los golpes recibidos y al que la presencia de la pistola en manos de Miren había generado una pronunciada lividez.

– Eso a ti no te importa. ¡Vuelve a sentarte, que todavía no hemos acabado de hablar!

– ¿Quieres dinero? ¿Se trata de eso?

– Métase su dinero en el culo -respondió Miren-. Quiero saberlo todo acerca de su hija Begoña y sus relaciones con su novio. ¿Dónde está ella? ¿Por qué no se le ha contado la verdad a Carlos Arróniz? ¿Por qué envió un matón para darle una paliza?

– Así que se trata de eso -rugió González Caballer-; el hijoputa de Carlos quiere vengarse por los golpes recibidos. Muy propio de él. Le advierto, señorita, que puede ser acusada de allanamiento de morada y amenazas, así que será mejor que deponga su actitud.

– Y usted de intento de violación -respondió Miren.

– No me haga reír, por favor. ¿Cree usted que algún juez se tragaría esa historia? ¿De verdad piensa que alguien va a aceptar que yo he intentado violarla cuando no tiene usted ninguna señal de ello y, además, se encontraba en mi domicilio, de noche y a solas, después de haber venido voluntariamente hasta aquí y haber conseguido entrar engañándome? Porque en ningún momento me he creído esa historia tan absurda acerca de que era amiga de mi hija. Así que ya ve cómo están las cosas. No tiene nada que hacer.

Miren sabía que González Caballer estaba en lo cierto, pero decidió no rendirse.

– Tal vez tenga razón, pero eso no tiene la menor importancia. Usted no me conoce, no sabe quién soy, así que puedo irme en cualquier momento y no podrá localizarme. Además, nadie, salvo algunos buenos y escogidos amigos, sabe que estoy aquí y a qué he venido, por lo que si me decidiera poner en funcionamiento este cacharro -añadió señalando la pistola- me temo que saldría usted perdiendo de todas todas.

– No creo que un asunto sentimental sea para ponerse así -contestó González Caballer-. Si lo que desea es hablar sobre mi hija y su novio no veo la necesidad de que saque la pistola y profiera esas amenazas.

– No ha sido por eso por lo que la he sacado, cerdo.

– Lo sé y le pido disculpas; me he comportado como un sinvergüenza, lo admito. No quiero que lo considere una excusa, pero la tensión que estoy sufriendo me lleva a cometer tonterías imperdonables. Lo siento y le ruego, por favor, que guarde su arma. No la va a necesitar.

– De acuerdo -dijo Miren guardándola de nuevo en la mochila abierta, a su alcance como medida de precaución-, pero a cambio de eso me tendrá que explicar, con pelos y señales, todo lo que ha ocurrido con su hija desde el día en que no acudió a su cita con Carlos Arróniz.

– Así lo haré -contestó sonriente González Caballer, que no había dejado en ningún momento, desde que reinició su conversación con Miren, de juguetear con un pisapapeles que tenía sobre la mesa-, aunque quizá debamos posponerlo para otra ocasión más favorable.

– No, será ahora -contestó, airada, Miren.

– Me temo que no, señorita, y si no está de acuerdo vuélvase y mire hacia atrás.

Miren obedeció cautamente la sugerencia de su interlocutor y pudo ver cómo detrás de ella se encontraba el hombre que la había recibido en la entrada de la vivienda. Se había introducido tan sigilosamente en la estancia que no se había percatado de su presencia. Posiblemente, pensó utilizando su experiencia en sistemas de seguridad, el maldito pisapapeles contenía algún dispositivo capaz de avisar al empleado de que había alguna emergencia grave. Esto último lo deducía del hecho de que el nuevo inquilino del despacho llevara en sus manos una pistola.

– ¿Qué hago con ella, jefe? -preguntó.

– Échala -fue la última palabra que Miren oyó decir, antes de que un golpe dado en la cabeza con la pistola le hiciera perder el conocimiento.

Dos días después, Iñaki Artetxe ocupaba toda la tarde practicando un exhaustivo seguimiento de Andrés Ramírez, que así se llamaba el chófer de González Caballer. Debía de ser su día libre, pues prácticamente durante casi todo el tiempo estuvo con un amigo rubio, de aspecto nórdico, dedicándose al copeo en la zona de Telesforo de Aranzadi y Galerías Urkijo.

Cuando el vigilado se despidió de su acompañante ya había anochecido, cosa que favorecía los planes de Artetxe, consistentes, básicamente, en devolver golpe por golpe, corregidas y aumentadas, las palizas que había propinado a su cliente y a Miren, sobre todo a Miren. Antes de ser expulsada de la casa, el chófer se había regodeado en el castigo, aunque ninguna de las heridas recibidas era irreversible ni dejaría secuelas. Parecía claro que el supuesto chófer era un auténtico profesional, y no del volante precisamente. Artetxe sabía que no era ése el mejor modo de actuación, pero no podía evitar sus sentimientos ni sus ganas de darle caña al cuerpo.

La ocasión surgió al cruzar junto a un solar en obras en la calle Euskalduna, que a esas horas se encontraba totalmente despoblada. Artetxe se colocó justo detrás de su objetivo y le puso una pistola en la nuca, al tiempo que en susurros le apercibía para que no se moviera. Le cacheó a conciencia, encontró otra pistola y una navaja que se guardó, y le obligó a entrar en el solar. Una vez dentro le golpeó con la culata del arma en la cabeza, haciéndole retorcerse de dolor y enviándole de bruces contra el suelo, y le pateó sin ningún tipo de escrúpulos hasta que comprobó que empezaba a sangrar por la nariz y por la boca. No había igualdad de condiciones entre los dos, pero eso no le importaba para nada a Artetxe. Él no era ninguno de esos falsos héroes de película que se despojan de sus armas y renuncian a su ventaja para enfrentarse al «malo» noblemente, en equilibrada lid. En las películas los «buenos» acostumbran ganar porque tienen al guionista de su parte, pero en la vida real cada uno tiene que hacerse su propio guión. Y en el de Artetxe no entraba la posibilidad de dar facilidades a su contrincante.

Con sus propias manos izó a Andrés Ramírez. Después de haberse desahogado, se serenó e inició el interrogatorio.

– ¿Dónde está Begoña, cabrón? -le espetó con la pistola en la mano, con la intención de mantener su ventaja y el desconcierto en su interlocutor.

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