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No me pude mover de aquel cobijo, toda la tarde la pasé mirándola. El rectángulo de cielo azul se fue haciendo naranja y después plúmbeo, hasta que le brotaron las estrellas.

Qué lugar para reconocerse, para temer, para esperar las alas y el valor. ¿De dónde sacará fuerzas un sitio tan estrecho, tan construido adrede como para cercarnos, tan falto de horizonte para ser promisorio y ambiguo como el mar? ¿En cuál de sus ventanas, en qué ángulo estrecho, entre qué puerta y qué puerta estará este deseo de quedarse y dejarla que otros sintieron antes que yo?

Volví al día siguiente. Volví todos los días de esa semana, a mirarla y mirarla sólo para mirarla. ¿Quién cruzó por aquí antes de resolver que su vida continuara a la sombra de dos volcanes remotos? ¿Cuál de estas ventanas se abrió para buscar más allá del océano? ¿Las flores de qué balcón invocaba la mujer que procreó al padre de la madre de mi madre? ¿O al abuelo de la madre de mi padre? ¿Quién de todos aquellos que duermen en mi sangre soñó bajo estos muros hace ya cuántos años? No lo sabía. No lo sabré nunca. Pero me bastó y me basta con imaginar que la plaza lo sabe. Por eso me convoca y guarece. Por eso, cada vez que estoy en Madrid, vuelvo a la plaza como a una parte de mí misma.

Desde aquel primer día se convirtió en mi talismán. Ni una promesa me ha hecho jamás la majestad que alberga, y mil me ha cumplido sin que se las pidiera. Con los años se ha vuelto aún más hermosa, más radiante, más viva.

El corazón de la España que me he ido encontrando desde que la encontré, que me llevo y me traigo cada vez más acaudalado, pasa siempre por la plaza y le agradece los privilegios, vuelve a nombrarlos, sonríe con el íntimo recuerdo de cada uno.

Sin embargo, he visitado la Plaza Mayor menos veces que amores tengo bajo su sombra. Mi paisaje del alma está tramado con la índole de estos amores. Está hecho con las voces y la compañía que no hubiera alcanzado a soñar, menos aún a pedir, la primera tarde que llegué a España.

Lo creo cada vez con más fuerza y más abandono. Este aire también es mío, aquí he encontrado cómplices excepcionales y anhelos que me abrazan como algo suyo. No en balde he venido a buscarlos.

Guardo para mí sus nombres, los bendigo, son el inaudito tesoro que me confirma a diario cuánta razón tenía la plaza cuando me hizo sentir, hasta siempre, parte del mundo que señorea y abriga.

ESCENAS DE LA ALBORADA

Tras una larga caminata por Venecia, nos detenemos en el puente del Rialto a mirarla brillar abajo. Yo la contemplo como una maravilla inolvidable, como el sueño al que acudo cuando no encuentro paz, como la perfecta metáfora de las mil fantasías que los humanos hemos sido capaces de sembrar en nuestro planeta. Y la idolatro de manera irracional, delirante, como todos los que idolatran.

A mi alrededor, los cuatro hijos con quienes he tenido la fortuna de viajar, y que me convierten en la madre más presuntuosa de cuantas cruzan la Italia con familias sin más de un hijo en que se ha convertido la patria del abuelo, me miran entre conmovidos y mordaces.

"A mí esta ciudad me provoca desconfianza"; dice Mateo. "Es demasiado perfecta, parece un examen copiado con errores a propósito”

Yo lo escucho con una idolatría superior a la que tengo por Venecia y me río de él y de mí frente a la video-cámara con la que Catalina registra cuanto puede: un balcón, mil palomas, la luna entre las nubes, los ojos de sus primos, las frases burlonas de Arturo, la mirada con que Daniela sedujo a un violinista en el centro de la plaza San Marcos.

Casi al día siguiente volvimos a México para participar en las elecciones más esperadas de cuantas me han tocado vivir en cincuenta años. Las elecciones en que de manera, para mi gusto, menos sorprendente de lo que puede resultar Venecia, pero de cualquier modo para muchos más sorprendente incluso que las pirámides egipcias, un candidato de oposición al PRI ganó la presidencia de la República. Cosa que según los expertos, entre los que no me cuento, nos otorgó de un día para otro el rango de país democrático, nos puso en el umbral de un nuevo régimen, nos colocó como por arte de magia frente a lo que a tantos les parecía imposible.

Y henos aquí en la nueva época, algunos a punto de empezar a empalagarnos con las sobrecantadas delicias de la alternancia y el nuevo régimen. Porque si hay quienes encuentran empalagosa a la dulce Venecia y el modo en que me asombra, hay quienes estamos a un instante de saciarnos con el éxtasis de quienes imaginan que el mundo se ha pintado de oro molido.

La naciente alborada democrática, misma que en mi opinión venía naciendo hace rato, trae consuelo para tantas imaginaciones ansiosas de un destino superior, que me asusta el posible desencanto de quienes en actitud de enamorados se han entregado a las dichas de la alternancia como bien supremo. Al mismo tiempo me alegra la fe enaltecida de mi madre y su esperanza en una vida mejor para tantos que no la tienen.

La vi, desde mi escepticismo por su causa como remedio para todos los males de la patria y al mismo tiempo desde mi pasión por su persona, trabajar en la campaña de Vicente Fox como si tuviera los veinte años de otros, como si su edad fuera sólo una marca del tiempo en su acta de nacimiento, pero de ningún modo en su cabeza o sus talones. Vino por fin desde Puebla al cierre de la campaña foxista en el Zócalo, y tras el viaje aguantó los discursos, las aglomeraciones y el griterío de estos eventos como si la acompañara el ánimo enaltecido de un adolescente esperando entrar a la discoteca. Cosa para la que, saben bien ellos, se necesita tanta tenacidad como la que pusieron muchos en conseguir que su candidato ganara la presidencia de la República. Al volver le comentó a mi hermana, conmovida como frente a un milagro, que cerca de ella estuvo siempre de pie un viejito de setenta y seis años. Mi hermana, que no se caracteriza por sus silencios oportunos, le contestó: "Mamá, el viejito ha de estar en su casa contando la misma historia. Tú también tienes setenta y seis años": A lo que ella respondió apacible: "Sí. Pero yo me recargué en unos tubos".

Euforias bien correspondidas por los resultados electorales como las de mi madre, seguramente hay muchas por todo el país. Del mismo modo en que también las hay como la de la madre de una amiga que irrumpió a las ocho y cuarto de la noche en la recámara en que la hija y la nieta veían una película, hartas ya del festival político del día, y les espetó sin más: "¡Ha sucedido una desgracia terrible!"

Hija y nieta se levantaron corriendo en busca de la explosión del viejo tanque de gas, cuyo cambio posponen todos los meses. Y ella las dejó en su sitio al decirles: "Es peor que eso. Perdió el PRI”

No han faltado tampoco los decepcionados con el hecho de que cuando al fin se consiguió un triunfo de la oposición, éste no fue para Cuauhtémoc Cárdenas, quien, como todos sabemos, lleva sexenios de pugnar por él. Somos menos los que votamos por Rincón Gallardo en espera de que nuestro país tenga un partido que coincida con nuestra certeza de que México necesita una opción política con propuestas inteligentes para la vida pública y las libertades privadas.

Sin embargo, todos, desde los más atribulados priistas hasta los más extasiados foxistas, pasando incluso por los escépticos que sólo desean que la vida resulte impasible y eterna como el fondo del mar, compartimos una tranquilidad esencial: hemos conseguido creer y que otros crean que en nuestro país son posibles las elecciones respetadas y democráticas. No me parece un logro menor, aunque tampoco me haga sentir transportada de júbilo alternante, ni plena como si acabara de hacer el amor con el hombre mezcla de poeta, sabio y memorioso lector del Kamasutra que está en los sueños de toda mujer urgida de alimentar sus fantasías, como toda mujer que se respete.

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