"No quieren que fume. ¿Para qué disgustarlos?" dijo.
"¿Qué otra cosa sino este cuerpo soy
alquilado a la muerte por unos cuantos años?
Cuerpo lleno de aire y de palabras,
Sólo puente entre el cielo y la tierra."
Cuando mejoró comimos juntos en una casa con manzanas y música. Ya para entonces se había hecho de unos cigarros de plástico con sabor a limón que guardaba en la bolsa de su traje y sacaba de vez en cuando para estarlos acariciando o chuparlos un rato. Me regaló uno y nos tomaron una foto. La tengo en mi estudio, al lado de la cajita en que guardo el cigarro de mentiras. Jaime había ido a Coahuila la semana anterior.
"Esa catedral tiene una torre, que dan ganas de traérsela en el bolsillo", dijo.
Decía cosas así.
Otro día nos reunimos con varios amigos célebres. Sabines hizo la tarde leyendo sus poemas como si estuviéramos en una cantina y él tuviera veinte años y nadie supiera de su nombre y él no supiera de la fama y el nombre de los otros.
"¡Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas asustadas!"
Leyó largo rato.
"¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras
me dirás que te amo? Esto es urgente
porque la eternidad se nos acaba."
Al anochecer estaba cansado y lo dejamos ir como quien ve irse al fuego.
Yo no volví a verlo, pero dejé en el coche su voz puesta en el tocadiscos hasta que el hombre que se hace cargo del volante, como de las riendas de un burro necio, empezó a declamar un desorden.
"Me hablas de cosas que sólo tu madrugada conoce,
de formas que sólo tu sueño ha visto."
A los pocos meses, una mujer inolvidable como el mismo Sabines, tomó de la mano la última noche de su vida y tras sonreír como nadie podrá volver a hacerlo, nos arrastró hasta la cubierta del barco en que viajábamos. La media luna del oriente iluminaba el aire y al conjuro del rigor con que ella sabía desvelarse, como quien teje en la oscuridad el deseo de alargar los días, nos sentamos a sentir la vigilia igual que una oración mientras oíamos a Sabines. A él le hubiera gustado saber que ella eligió su voz para cursar por el último de los mil sueños que cruzó despierta. Yo no alcancé a contárselo.
Al poco tiempo fui a despedirme de él a su velorio lleno de gente desolada. Abracé a sus hijos como si fueran mis hermanos, besé la caja de madera que guardaba sus huesos y agradecí el privilegio de haberlo visto vivir en el mismo siglo que yo.
Como el agua, Jaime Sabines pertenece a cada de uno de nosotros con una naturalidad que resulta única. En México sus libros se cargan y se leen como amuletos. Lo hemos querido de mil modos, cada quien a su modo, cada uno como nadie. A cada cual Sabines le ha dicho cosas como escritas nada más para sus ojos, para su exacta pena y su alegría. Por eso todos creemos que es más nuestro que de ningún otro. Y hemos oído a solas:
Lo que soñaste anoche,
lo que quieres, está
tan cerca de tus manos, tan imposible
como tu corazón,
tan difícil como apretar tu corazón.
Decimos a Sabines a media noche y de madrugada, toda una tarde y toda una semana. Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qué se trata el milagro de estar vivos. Y de casi cualquier mal nos alivia leer:
Si sobrevives, si persistes, canta,
sueña, emborráchate.
Es el tiempo del frío: ama,
apresúrate. El viento de las horas
barre las calles, los caminos.
Los árboles esperan: tú no esperes,
Éste es el tiempo de vivir, el único.
Jaime Sabines. Poeta. 1926-1999.
VALIENTES Y DESAFORADAS
Ella aún recuerda con ahínco la tarde en que bajó de un paraíso contando la inaudita historia de amor que dos pájaros tenían en el alero de una casa. Bajó por una larga escalera que fue acortándose mientras oía sus palabras. Iba abrazada de alguien como van abrazados quienes saben que el mar podría abrirse a su paso. No le temía a la nada en ese instante, ni buscaba el futuro como se busca el pan. Sólo venía de un cielo que ella había conquistado y hablaba de dos pájaros como quien teje sueños al escucharse hablar.
La escalera que recogió sus pasos de entonces terminaba en el quicio de una puerta cerrada, que ella tuvo que abrir con las únicas armas que tenía entre las manos. Las puertas que bajan del cielo se abren sólo por dentro. Para cruzarlas, es necesario haber ido antes al otro lado con la imaginación y los deseos.
Así lo hizo aquella tarde la mujer que hoy recuerdo y así tendremos que seguir haciéndolo, cada día nuestro, todas las mujeres. Después uno va y viene por el umbral como si fuera un pájaro, sin dejarse pensar ni cuándo ni hasta cuándo volverá hasta el alero que ha cobijado las migas de su eternidad. Sin miedo, o mejor dicho, aptas para desafiar a diario los miedos que les cierren el camino.
Se necesita valentía para cruzar cualquiera de los umbrales con que tropezamos las mujeres en el momento de decidir a quién amamos o a quiénes amamos y cómo, rompiendo con qué enseñanzas atávicas, qué hacemos con nuestros embarazos, qué trabajo nos damos, qué opción de vida preferimos o incluso en qué tono hablamos con los otros, de qué modo crecemos a nuestros hijos, si tenemos o no tenemos hijos, qué conversamos, qué no nos callamos, qué defendemos.
Yo creo que una buena dosis de la esencia de este valor imprescindible tiene que ver, aunque no lo sepa o no quiera aceptarlo un grupo grande de mujeres, con las teorías y la práctica de una corriente del pensamiento y de la acción política que se llama feminismo.
Saber estar a solas con la parte de nosotros que nos conoce voces que nunca imaginamos, sueños que nunca aceptamos, paz que nunca llega, es un privilegio de la estirpe de los milagros. Yo creo que ese privilegio, a mí y a otras mujeres, nos lo dio el feminismo que corría por el aire en los primeros años setenta. Al igual que nos dio la posibilidad y las fuerzas para saber estar con otros sin perder la índole de nuestras convicciones. Entonces, como ahora, yo quería ir al paraíso del amor y sus desfalcos, pero también quería volver de ahí dueña de mí, de mis pies y mis brazos, mi desafuero y mi cabeza. Y poco de esos deseos hubiera sido posible sin la voz, terca y generosa, del feminismo. No sólo de su existencia, sino de su complicidad y de su apoyo.
La política y el muchas veces inhóspito mundo de los hombres me resultaron aceptables y hasta me sentí capaz de entenderlos gracias a las tesis del feminismo, a la presencia clave de mujeres que dedicaron y dedican su vida a explicar y defender las diferencias y audacias que se valen en el mundo de las mujeres.
Toda mujer que pierde el miedo a cruzar la puerta de otros paraísos sabiendo que para volver a la inevitable tierra de todos hay que ser valiente, es una mujer feminista. Aunque no se considere una militante, aunque no pregone su filiación, es una feminista.
Aprender a mirar el mundo con generosidad y alegría es un sueño cuya ambición vale la pena. Un sueño y un privilegio que yo asocio mil veces en mi vida diaria a la benéfica aparición de las ideas, los sueños y desafueros del feminismo.