Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Para quienes van al dentista cada seis meses, no será ningún acierto apuntar en su lista que este año irán dos veces, pero para alguien como yo, el solo hecho de registrar tal propósito me hace sentir medianamente buena, y si la fortuna me permitiera cumplir a medias el propósito, nadie podría sentirse más orgulloso de los cuidados que le prodiga al futuro de sus muelas.

¿Cuál podría ser la metodología más adecuada para organizar una lista de planes? Yo no lo sé porque siempre hago planes en desorden y me doy el lujo de suponer que en eso está la gracia de los planes. Sé que hay escritores que escriben tras haber diseñado el plan general que guiará su novela; es más, sé que entre esos escritores están algunos de los que admiro como a nadie. Ni con esto, yo he podido siquiera poner entre mis planes el plan de intentar un plan de novela. Sin embargo, ahora que he vuelto de un trayecto por los volcanes y el mar me da el ánimo para creer que es posible iniciar mi lista de planes así:

1. De diez a dos de la tarde, todos los días y hasta conseguirlo, redactar el plan que ordenará mi siguiente novela.

2. Conseguir una pianola.

3. Ir a la gimnasia.

4. Hacerme el análisis del colesterol.

3. Leer a Kant, a Dante, a Brocht. A Jane Austen en inglés y al Quijote sin saltarme páginas.

5. Dormir siete horas diarias.

8. Comprar plantas para el patio.

9. Escribir la conferencia para Gijón.

10. No aceptar conferencias ni aunque sean en Gijón.

11. Dejar en paz el pan y los chocolates.

12. No decirles a mis hijos que la disciplina es prescindible.

13. Tener esta certeza: todo sueño cabe en una lista de planes, incluso el que nos predispone a soñar, escribir, volver a las vacaciones, seguir buscándole los modos a la vida o, mejor aún, tratar de que la vida y lo que hemos elegido hacer cuando no estamos de vacaciones sea todavía más placentero que las mismas vacaciones.

JUGAR A MARES

No a todo el mundo le sucede lo mismo con el mar. Hay quienes lo detestan o le temen. Cada quien descansa como puede y se busca la ruina y el éxtasis cerca de donde puede. Yo que nací bajo tres montañas, necesito del mar como de un consuelo único. Porque en ninguna parte, bajo ningún cielo, soy capaz de abandonarme a la sencillez y la generosidad como cerca del mar. Por eso ahora he puesto entre mis planes uno que me permita permanecer en el estado de inocencia y valor que predomina en mí cuando el mar está cerca. Aun cuando pretenda descifrar el mundo, y una vez tras otra no lo consiga, quiero imaginar que lo comprendo aunque sea un rato cada día. Por eso hay que poner en nuestros planes el deber de jugar.

Jugar, lo mismo que leer o enamorarse, es hacer un viaje a mundos redondos, asibles, perfectos. Jugamos para entregar todas nuestras emociones a un solo pensamiento, al lujo de olvidar todo lo que de insoportable pueda haber en el mundo. Por eso amamos los juguetes, por que sugieren, nos hablan, de lo mejor que tenemos y podemos ser. Los juguetes, como los sueños, nos permiten volar sin lastimarnos, tocar sin temer el rechazo, imaginar sin desencanto, conmovernos sin rubor. Y no hay edad que no los necesite, ni mujer ni hombre que pueda abandonarlos.

Al crecer, cambiamos las muñecas y los patines por las computadoras y las obras de arte, los libros, el amor y los teléfonos, los estetoscopios o los automóviles. Así, seguimos jugando. Incluso con más asiduidad que cuando éramos niños, jugamos cuando adultos urgidos de encontrar cobijo para nuestra memoria, olvido para nuestros litigios.

Alguna vez creí que la necesidad de sentirse parte del absoluto iría mermándose con el paso de los años, hasta que todo fuera un sosiego más regido por el desencanto que por la euforia. No sé si por fortuna, pero me equivoqué. El tiempo que nos aleja de la infancia, de la primera juventud, de lo que suponíamos la perfecta inocencia, no sólo no devasta la esperanza, sino que la incrementa hasta hacerla febril, hasta en verdad perfeccionar la inocencia haciéndola invulnerable.

Nadie más dispuesto a creer que un avión de papel puede cruzar el mundo, ni más apto para viajar en los entresijos del barquito que soltamos sobre una fuente, que un adulto desencantado. Nadie más listo para entregarse a su fantasía como al único camino que lo salve del tedio de vivir confiando sólo en lo que los periódicos o la ley consideran posible.

Los niños juegan con la concentración con que los dioses griegos se hacían la guerra. Los adultos inventamos juguetes más urgidos de juegos y de concentración que de guerra. El viento no se ve, la sombra que cae de los árboles no se toca, la luz que enceguece la mañana no se puede guardar, pero algo de toda esa magia puede caber en un juguete que por un momento nos explique el viento, la luz, las sombras, el árbol. La tierra siempre guarda secretos, los juguetes siempre nos ayudan a soñar que algún secreto desciframos, que algún paraíso nos pertenece.

FUERA DE LUGAR

Si la envidia es el pesar por el bien ajeno, entonces no puedo decir que yo les tenga envidia a quienes gozan con el fútbol, porque me alegra que les guste. Tan es así, que cuando por alguna razón caigo en la sinrazón de enfrentar un partido de fútbol, me acomodo para ver más al público que a la tele. Puede ser fascinante el modo en que le gritan al aparato, en que se llenan de júbilo o incertidumbre, de risa o desconsuelo, de lágrimas y, a veces, creo que más de las que uno alcanza la dicha de contar durante una luna de miel, hasta del sagrado y pleno hálito que sólo se querría propio del orgasmo.

Me divierte mirarlos, por desgracia no tanto como para no temerles a los días en que sólo de eso se habla y nada más sucede. ¿Cómo portarse entonces? ¿Qué podemos hacer quienes nunca hemos entendido lo que es un fuera de lugar, quienes nos decretamos incapaces de pasión alguna cuando se discute durante horas si una patada fue o no fue patada, fue o no fue penalty, fue o no fue culpa del árbitro ciego?

Lo he pensado ya durante varios campeonatos mundiales, me conozco distintas actitudes a la hora de enfrentar la temporada y no sé cuál de todas haya sido la mejor.

Hay desde luego el escepticismo. Sin embargo cada día es más difícil practicarlo. Como no se mudara uno a una isla desierta, es materialmente imposible andar por la vida diaria fingiendo que uno ni sabe, ni quiere, ni puede saber del tema. En los últimos tiempos hasta una parte del sector femenino se interesa en el fut. Sin lugar a dudas, los hombres las miran desconfiados, como a unas arribistas ignorantes que gritan cuando no se debe y desfallecen creyendo que un autogol fue bueno para su equipo. Por eso hay que decir, en defensa de su interés real, que hay muchas para las que sí resulta una pasión. Incomprensible desde mis ojos, pero una pasión. No en balde lloraban así las partidarias de los Pumas la tarde que tan gallardamente perdimos frente al América. Y digo perdimos, porque yo no entiendo una palabra de fut, pero una buena parte de lo que sí entiendo entró en mi cabeza y mis emociones gracias a la UNAM.

Yo no entiendo de fut y, sin embargo, me cuesta el escepticismo porque algunos de mis seres más queridos le tienen veneración. Recuerdo a mis hermanos jugándolo todas las tardes, todos los sábados y los domingos en el campito terroso al que tuviera que acudir su equipo. Los recuerdo al volver del colegio con las caras hirviendo y un raspón en la rodilla, los recuerdo desde entonces mentándole la madre a un árbitro por haber fallado en contra de alguien llamado la Tota Carbajal. No me acuerdo bien cuál era su equipo predilecto, pero creo que el Necaxa. Y cuando el Puebla apareció en escena, ya que todos éramos mayores, pero no por eso menos enfáticos, la familia entera puso las esperanzas en el primo Manuel Lapuente y por primera vez los vi gritando un triunfo. De entonces viene la entrega de uno de nuestros vástagos a la causa perdida del mentado fútbol. Arturo, el hijo de mi hermana, fue con tal entrega la mascota del equipo, que lleva toda su adolescencia entregado a la fatídica esperanza, que, como va, convertirá en realidad el contumaz deseo de ser un jugador profesional. La obsesiva y preclara entrega de este muchacho, inteligente y guapo como pocos, al solaz de las patadas, me desconcierta tanto como la admiro. Por sobre otras, su pasión me ha hecho pensar que algo de extraordinario debe haber en tal juego. Su pasión y la de un cuñado mío, que a los cuarenta y algo está dejando el físico en la gloria semanal de triunfar sobre otra portería.

15
{"b":"100264","o":1}