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Tomar en serio la vida significa aceptar firme y rigurosamente, lo más serenamente posible, su finitud.

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Todo lo que ha tenido un principio tiene un final. ¿Por qué no iba a tenerlo también mi vida? ¿Por qué el final de mi vida iba a tener a diferencia de todos los acontecimientos, tanto los naturales como los históricos, un nuevo principio?

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Dicen que la sabiduría consiste, para un viejo, en aceptar resignadamente sus límites. Mas para aceptarlos es preciso conocerlos. Para conocerlos es preciso tratar de explicárselos. No me he vuelto sabio. Los límites los conozco bien, pero no los acepto. Los admito únicamente porque no tengo otro remedio.

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He llegado al final sin ser capaz de una respuesta sensata a las vicisitudes de las que fui testigo me plantearon de continuo. Lo único que creo haber entendido, aunque no era preciso ser un lince, es que la historia, por muchas razones que los historiadores conocen perfectamente pero que no siempre tienen en cuenta, es imprevisible.

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Cuantos de la historia hacen una profesión y con mayor motivo los políticos, que son asimismo actores de la historia de un país, harían bien en comparar de vez en cuando sus previsiones, en las cuales entre otras cosas se inspira su conducta, con los hechos realmente acaecidos y en medir la magnitud y la frecuencia con que se corresponden unos con otros. A menudo realizo ese control sobre mí mismo. Es muy instructivo y, considerados los resultados del cotejo, mortificante.

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Ahora ya es demasiado tarde para entender todo lo que hubiera querido entender y me he esforzado por entender. Ahora he alcalizado la tranquila conciencia, tranquila pero infeliz, de haber llegado solamente a los pies del árbol del saber.

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El gran patrimonio del viejo está en el mundo de la memoria. Maravilloso, este mundo, por la cantidad y variedad insospechable de cosas que encierra. No te detengas. No dejes de seguir sacando. Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir.

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DELIRIOS Y VENTURA DE LOS DESVENTURADOS

Hay quien ni se suicida, ni se deprime, ni se alborota de más ni se alegra en exceso, ni llora durante días, ni se cree los amores repentinos, ni muchísimo menos se los inventa para ayudarse a sobrevivir cuando la vida no es todo lo altanera y hermosa que debería. Hay el mundo de los seres sensatos, de quienes aman la prudencia y jamás comen lo que les hace daño. No pertenezco a él, le temo, creo que a pesar de su buena fama está aún más lleno de tentaciones y falsas promesas que el desprestigiado mundo de la avidez y los delirios.

Este mundo de los que le hacen espacio a la nostalgia y a veces extrañan sin remedio. ¿A quién? A tantos. A uno mismo. A la yo que fui un mes de marzo, a la música que ya no me estremece, al aire que respiraba un hombre al bajarse de un auto cerca del Duomo en el Milán de 1938. ¿A quién? A ella. A la hechicera que deseó ser un abril ya remoto, a sus pies calientes, a la húmeda sonrisa de su noche y sus días. ¿Extrañar qué? Tantas cosas: la Plaza de San Marcos, un par de guantes, los corales inasibles bajo el agua, la cara de la niña que fue mi hermana rascando el fondo de su alcancía para sacarle el último peso, la Navidad de hace diez años y las de hace cuarenta. Porque uno pierde dos infancias: la suya y la de sus hijos.

Sin embargo, mil veces la vida diaria nos exige, igual que a tantos, acatar la cordura como una inexorable rutina a la que uno cede con tal de no perder para siempre lo que reconoce como las leyes de su destino desatinado.

Por más reverencia que uno le tenga al desafuero, se pliega a ir al trabajo cuando no querría ni quitarse la pijama, se hace al ánimo de que sus hijos ya no la necesiten para ir al cine o entretenerse en el parque, pero sí para que se haga comida en la casa aunque ellos no sepan si vendrán a comer o no.

Por más que haya jurado ir de vacaciones, si los demás no van, uno se queda en la ciudad de México cuando querría irse al agua del Caribe, opta cuando está segura de que quien elige abandona, acepta que su hermana tenga la razón cuando le habla del inútil abismo de tristezas que puede uno crearse si se empeña en desear lo que otros no pueden darle.

Semejante obediencia no deja de propiciar desfalcos. Lo supongo cuando tras el meticuloso escrutinio de una panza que me duele como la mordida de una tintorera, la en apariencia casual sabiduría del doctor Goldberg pregunta como al pasar: ¿Y has estado tranquila?

Yo sé que pregunta para cumplir con el protocolo profesional, pero él sabe, porque sabe, que yo no estoy ni soy, ni anestesiada podría ser tranquila. Y mejor así, tal vez el colon sea sólo ese lugar del cuerpo al que muchos mandamos nuestro terror a la tranquilidad, nuestra constante ambición de crestas o nuestro inerme deseo de encontrar, alguna vez, tal cosa como una euforia mezclada de armonía. Un tono de vida que pudiera sentirse como suena el adagio del concierto para clarinete de Mozart.

Quién sabe, es un dolor tan caprichoso. Y si uno lo padece y lo comenta descubre que no sólo es caprichoso, sino que abunda. Yo he ido de la dimeticona al té de comino, pasando por las últimas sofisticaciones de la ciencia gastrointestinal, y lo único que puedo recomendar es buscarse una tregua. Una tregua de esas que sólo uno conoce y sólo en uno está darse. Una tregua que se siente en el cuerpo como sé que el silencio puede sentirse en el aire tras un ciclón o en la tierra tras un terremoto. Una flexible y generosa tregua para dejar que la mente deambule sin más, para tirarse a oír Soave sia el vento, para ir al cine, comer un helado y aceptar que ni modo, la pasión de Flaubert por su trabajo fue mayor que la nuestra, ¿qué digo?, mucho mayor. Y a otra cosa. A la vida como el enigma persuasivo que puede ser. A los otros, al elogio de quienes, como dijo Borges, prefieren que otro tenga la razón. A quienes conversan de la trivia crucial de su cada día, su pena y sus esperanzas, ayudados por el orden de una sopa, el solaz de un postre con chocolate, el punto de un pescado a la sal.

Me doy una tregua y recalo en la fascinación que provocan las fábulas de Ovidio recién traducidas por un hombre que quiso traerlas a nuestro siglo como quien trae a la mesa el mejor vino. Voy a un concierto con mi amiga de la infancia. Viva a pesar de lo que había dicho su destino que debía ser. Y en mitad de la música, la bendigo por haber superado la tarde en que creyó desear la muerte como sólo la vida se desea. Creyó cualquier barbaridad, pero sobrevivió para salvar con ella desde un atisbo del cielo que sólo sus ojos atestiguaron hasta la memoria de aquel dulce de almendra que hacía su abuela. Y tantas cosas.

Me doy una tregua y pregunto mientras lo invoco: ¿quién hornearía el pan negro con pasitas que tuve un día de luz sobre mi mesa?

¿Quién le dio a mi madre la receta del bacalao y quién la rigurosa armonía con que lo guisa?

¿Cómo agradecer con precisión a quienes le han dado a José Mas, ciego desde la infancia, poeta y escritor de tiempo completo, la posibilidad de recibir en su computadora la carta que oye leída por una voz cibernética y puede imprimir en sistema Braille si le interesa?

Tantos otros nos hacen felices.

Los que pusieron la enorme rueda de la fortuna que ilumina las noches en París.

El cocinero que abrió en Venecia un restorán para vender su memorable pasta negra con mariscos.

Los adolescentes que trajeron a su casa la segunda temporada de Sex and the City y amanecen, tras su propia noche de fiesta y ciudad, amorosos y despeinados como en la infancia.

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