Cuántas locuras hice hace casi treinta años en nombre de la Maga y su destino incierto. Lo que fuera con tal de exorcizar la muerte, con tal de no quedarme una noche sin un Rocamadour entre los brazos, vivo hasta hacerse adulto y pedirme que lo acompañara a Brasil. Qué prodigio tener hijos. ¿Qué mejor destino?
Mientras leía a Cortázar quería ser escritora, hacerme de un amor eterno, aunque siempre durara tres meses, sobrevivir a la muerte de quien me dejó viva, entender la resolución con que vivía mi madre, volverme tan dueña de mí como veía a mi hermana ser dueña de sí misma. Quería encontrar un trabajo que me diera para vivir sin notar que trabajaba, quería aceptar sin más mi cuerpo, mi estatura, mi pasión por la música y el caos, mi terror al deber, mi pánico a perderlo. Mientras leía a Cortázar era una niña tibia que había dejado de serlo. No pude entonces haber encontrado mejor compañía. Julio es siempre un buen mes para recordarlo, para darle las gracias al destino que se fue apareciendo con las certezas y los abismos que tanto ambicioné entonces, hace tanto y tan poco, mientras leía a Cortázar.
NADA COMO LAS VACACIONES
Las mujeres de la expedición estamos echadas sobre nuestros catres de a treinta pesos diarios, oyendo al mar altivo y contumaz que juega con la playa. Hemos buscado todos los días un lugar en el último rincón de arena soleada que puede albergarnos. A veinte metros de nuestra cabaña se amontonan decenas de cabañas apretadas de adolescentes. El revolcadero, que era un lugar remoto en el Acapulco de mi remota infancia, se ha vuelto la playa de moda en el Acapulco al que nos lleva la febril adolescencia de mi hijo y sus amigos. Sigue siendo un lugar de belleza privilegiada. Las olas vienen abruptas pero nobles, y uno puede jugar en ellas. Como antes, como mañana.
– Pensar que todo aquí va a seguir igual cuando ya no estemos para mirarlo -dice Daniela mi sobrina, que pronto deberá volver a la universidad en la que estudia leyes como quien las abraza.
– Todo -le contesta Catalina, que este año empezará el primer año de preparatoria-. Y no sé cómo pensar en eso sin que me aflija.
Están metidas en sus trajes de baño, jóvenes y lindas, en apariencia inofensivas, en verdad audaces. Yo las oigo caer en semejante conversación y finjo que duermo como quien se ha muerto.
El mar ha seguido viniendo a esta playa los mismos treinta años que llevaban mis ojos sin venir a mirarlo. Y ahora que he vuelto lo he encontrado intacto, idéntico, generoso, como estará cuando yo ya no pueda regresar a mirarlo. Irse de un sitio entrañable, dejar un paisaje que nos conmueve y arrebata, sin saber cuándo podremos verlo de nuevo, si volverá a existir para nosotros, nos estremece sin remedio como un atisbo de la muerte. Por más que vivamos como vivos eternos, al despedirnos, dice la canción, siempre nos morimos un poco.
Por eso alargamos las últimas horas de nuestro último día de playa, quedándonos sobre la arena hasta que el sol se perdió entre los cerros y el cielo se volvió de ese azul oscuro que amenaza con volverse noche. Hasta entonces recogimos las toallas y las camisetas, los bronceadores, los libros, y nos decidimos a ir en busca de los hombres de la expedición, que al contrario nuestro, tenían una cabaña en el centro mismo del hervidero de juventud y bikinis de la playa. Ahí se metían a esperar a unas bellezas rubias que no cayeron nunca entre sus brazos, pero que como todo sueño, fueron a ratos una realidad tan intensa como la mismísima realidad.
Al vernos levantadas recogiendo, don Tomás se acercó con su paso suave y su hijo de la mano. Nos hicimos amigos durante los días singulares en que él dejó su trabajo de herrero para trabajar vendiendo refrescos y armando cabañas en la playa. Ahí lo encontramos, entre la multitud de vendedores de todo tipo que atormenta a los turistas melindrosos y entretiene nuestra feliz ociosidad sobre la arena.
Hay a quien lo perturba el caos de vendedores y litigantes de la playa, yo debo decir que a mí me gusta su desorden, que el ir y venir de los únicos moradores de la playa que no están de visita, y que por lo mismo la miran con la indiferencia y precaución que sería imposible pretender entre los bañistas, me resulta una más de las diversiones que concede el alebrestado Acapulco.
Mientras uno pretende olvidar las mil cosas que no ha hecho en el año de trabajo, ellos acuden a nuestro comportamiento de lagartijas y le ofrecen a nuestro asueto toda clase de fantasías: tamarindos, vestidos, cocos, lentes, collares, caracoles, trencitas, tatuajes, quesadillas, caballos, canciones, refrescos, hieleras, lanchas, tablas, paseos, motos, sombreros, faldas, pulseras, plata. Y otra vez: tamarindos, vestidos, cocos, lentes. Si al rato se decide, me llamo Mario, Rosi, Tadeo, Juan, Luli, Toño, Meche, Guadalupe.
Yo les agradezco que insistan, porque si algo me urge es entrenarme en el "no" como posible respuesta, como tabla de salvación, y después de algunas compras, inevitablemente hay que entregarse a practicar el "no, gracias" como recurso para la supervivencia. Ni aunque uno cargue con un mes de sueldo en efectivo, alcanza para comprar todo lo que ahí venden a diario. Y uno no va a la playa cargando su sueldo, pero después del primer día de gastos y decepciones se aprende que algo del sueldo hay que llevar si pretendemos tener sombra y cobijo, antojos y tamarindos. Porque caballos no quisimos nunca.
La ecológica Daniela se encargó de hacernos ver la crueldad que se ejerce contra los pobres y huesudos animales que caminan la playa cargando gordos bajo el sol inclemente. En cambio ella y Cati se pusieron tatuajes temporales y ellos comieron quesadillas y desperdiciaron ceviches, mientras yo lamía el celofán de los tamarindos, como si algo del pasado irredento pudieran devolverme.
En la infancia íbamos a Acapulco en memorables viajes de cinco coches seguidos, y hacíamos nueve horas para recorrer el paisaje que esta vez recorrimos en tres y media. La última hora jugábamos a buscar el mar con un premio para el que primero lo viera. Y durante decenas de curvas despiadadas, lo íbamos buscando en el horizonte, hasta dar con una línea azul y lejana como la mejor de las promesas.
La tarde que les cuento, el mar acompañó nuestra despedida de don Tomás regalándole a su hijo una cantidad triplicada de los "chiquilites" que a diario recogía de entre la espuma en un juego obsesivo. Lo veíamos perderse, pequeño y escurridizo, entre las olas más bajitas, para luego aparecer con varios crustáceos de aspecto extravagante, mezcla de camarones con caracoles, entre las manos. Corría con ellos hasta nuestra cabaña, que para efectos prácticos era también la suya, y ahí buscaba la gran botella de agua que su padre le había conseguido para guardar los bien buscados chiquilites.
"Niño, quítale tus desórdenes a la señora", le decía don Tomás. Y él como que no lo oía y yo como que no me daba cuenta de sus desórdenes, y todos en paz.
El niño hizo su refugio junto a nosotros porque le caímos bien, y nosotros no podíamos sino agradecerle su preferencia rápida y sonriente. Podría haber puesto su botella con animales y sus gastadas chanclas en la cabaña de alguien más, pero escogió la nuestra, y ahí se metía entre pesquisa y pesquisa en busca de sombra, reconocimiento y agua.
– Mira señora este grandote -me decía, esgrimiendo al infeliz crustáceo que había sacado del mar retorcido y precioso. Luego lo ponía en la botella con los otros y volvía al agua corriendo para no quemarse los pies al ir despacio por la arena ardiente.
– ¿Y qué les haces? -le pregunté el día que nos conocimos.
– Se los llevo a mi mamá para que los fría con ajo. O los olvido, como ayer que aquí se quedaron.