RÉQUIEM POR UNAS MARGARITAS
¿Por qué lloramos? ¿Por qué han llorado, a lo largo de la historia, en todas las culturas, todos los seres humanos? ¿Es llorar nuestro privilegio o nuestra debilidad? ¿Nuestra fortaleza o nuestro consuelo?
¿Por qué me hace llorar un prado que perdió las margaritas de un día para otro, como si con su desaparición hubiera perdido una especie de tesoro privado? Como si el hecho significara algo más que la simple respuesta de unos jardineros atropellando su belleza porque saben que si las dejan secarse será más arduo cortarlas. ¿Qué me puso a llorar frente a la sencilla desolación del prado vacío como no me dejé llorar mientras caminaba bajo las casas derrotadas por el temblor en mil novecientos ochenta y cinco?
¿Por qué lloro a mi amiga, una mañana entera, cuatro años después de su muerte? ¿Cómo pude ir a su entierro con el aire desesperado, pero sin una lágrima? ¿Por qué no lloré al responderle sí, cuando me preguntó si yo creía que iba a morirse? ¿Por qué el recuerdo de mi mano seca sobre su piel de aquella tarde me hace llorar ahora, tan tarde? ¿Por qué no me avergüenzan las lágrimas cuando escucho una conversación entre mis hijos y veo cómo crecen mientras hablan? ¿Por qué no lloro cuando lucho contra el sordo temor de que los hiera esta ciudad en que vivimos?
¿Por qué a veces es más inevitable la entereza frente a lo inevitable que las lágrimas al evocar lo sencillo? ¿A cuál mar van las lágrimas que lloramos hasta el cansancio, hasta que nos rinde el sueño o la esperanza?
No lloro en momentos desdichados, ni cuando hay que tomar decisiones o dilucidar destinos, lloro cuando Fátima Fernández me escribe una nota por mi cumpleaños, sobre la página del 9 de octubre en su agenda. Trae una cita de Nietzsche: "Uno debe seguir teniendo caos dentro de sí, para dar nacimiento a una estrella danzante",
Lloro como si llorar fuera un asalto y no una decisión. Lloro hacia adentro cuando en mí está que las cosas sigan adelante, y hacia fuera cuando no importa una llorona más. He llorado hasta el cansancio frente al abandono, con tal de no darme por vencida. Uno queda extenuado tras el llanto largo y sin embargo siente un descanso. El estremecimiento de las lágrimas cuando casi aparecen porque sí, como quien atestigua un milagro: ¿ése, quién lo explica? Sólo el arte. Como las noches con estrellas, como el enloquecido tránsito en la ciudad de México, como el hecho de que seamos capaces de vivir aquí, como el vértigo de cada enamoramiento, como la llegada de una garza gris al contaminado lago de arriba, como los chocolates belgas y las tortillas recién salidas del comal, como las cascadas y los atardeceres, como la intrépida memoria: las lágrimas no piden explicación, se explican solas.
DIVAGACIONES PARA JULIO
Recuerdo a Cortázar a propósito de muchas cosas. En cualquier día del mes me detengo a mirar la foto en la que chupa un cigarro, viendo al frente con el gesto escéptico y al mismo tiempo lleno de pasiones e inteligencia que le salía a la cara como a otros les sale el desencanto, el recelo, la paz interior.
Cuántas cosas aprendí de Cortázar. Porque las aprendí de su voz, de sus audacias, del encanto y los afanes con que las escribió. A muchos de nosotros, Cortázar nos hizo leer lo que sentíamos, lo que nuestro tiempo ponía sobre la piel y el entendimiento sin decirnos cómo descifrarlo.
Cortázar me dijo antes que nadie, porque así vino el orden desordenado de mis lecturas, que esto de estar solo, de sentirse un día alegre y otro desconsolado, era de tantos otros, que por más original y devastadora que pareciera una pena, había sido ya en el cuerpo y la índole de seres que nos eran entrañables y resultaron sobrevivientes. Esto de siempre amar el mundo como se ama lo insólito, de no querer morirse nunca y andar muriéndose una mañana cualquiera, esto de enamorarse hasta un día parecer perros callejeros y al otro dioses repentinos, esto de querer salir a ahogarse una tarde y querer revivir a media noche, esto de perder el horario oyendo música, de perderse en el cuerpo de otro y luego no saber dónde quedó uno, de ser joven como quien es invulnerable y ser invulnerable hasta despertar envejeciendo. Tantas cosas: Cortázar. Julio.
Nunca hablé con él. Lo vi sólo una noche, entrando a Bellas Artes, en medio de una multitud. Mientras la víbora de gente se movía con nosotros dentro, yo, para mi sorpresa, justo tras él, tocaba su espalda, por casualidad, para luego perderla una y otra vez. Pensé que debía nombrarlo, esperar a que volteara y entonces decirle de qué modo lo sentía cerca.
"A las águilas no se les habla por teléfono", recordé que había escrito él en no sé en dónde y a propósito de no sé quién. Así que lo pensé mejor y le abrevié el agobio de escuchar mi proclividad por sus delirios.
Quienes lo acompañaron a vivir sienten por su memoria una devoción envidiable. He visto a García Márquez y a Fuentes venerar los recuerdos que se les atraviesan en una cena y reír al evocarse repitiendo con él tres líneas del Quijote o cantando corridos hasta las cinco de la mañana.
– Murió Cortázar -le dijo Carlos Fuentes a Gabriel García Márquez, una mañana, urgido de compartir la pena.
– ¿Quién te lo dijo? -preguntó el Gabo.
– Ya está en el periódico -respondió Fuentes.
– Carlos, no hay que creer todo lo que sale en los periódicos.
Se consolaron. Lo habían sabido antes de esta conversación, y lo saben siempre; sin embargo, para pensar en él, siguen sin creer lo que dijeron los periódicos.
"Mis amigos no se mueren, se van a Nueva York", dice Gabriel, exorcizando el aire con el poder de su milagrosa imaginación.
Ya lo sabemos, algunos cronopios no se mueren. Cortázar aquí anda. Más aún en los meses que van y vienen con la lluvia trayendo su nombre.
Cuando yo era niña, en todo el centro de México había colegio en julio y vacaciones en diciembre. Sé que iba contra la costumbre internacional y que provocaba toda clase de complicaciones a la hora de cambiar de país o de estado, pero era mucho mejor tener vacaciones en el hermoso invierno nuestro, que en el julio de lluvias que se disfruta bien tras la ventana, viendo mojarse al mundo mientras uno le da vueltas a de qué está hecho y cómo funciona o se descompone.
Julio es un mes hermoso para pensar, para escribir, para tener nostalgia y contar historias. No sé por qué me voy de vacaciones cuando tengo cuatrapeada en el alma una novela que ahora empezaba a buscar rumbo. Pero uno es así, cuando ve cerca el fuego se echa a correr. Cuando el aire trae lluvia se echa a correr, cuando los hijos quieren aire corre tras ellos. Iré de viaje. Con Cortázar en el mes como una luz y un remordimiento, saldré corriendo de mi deber y aunque no quiera me siento culpable.
Si uno enciende la pasión por las palabras no puede andar perdiéndolas cada vez que le silba la curiosidad, cada vez que Florencia se pinta en el horizonte o Portugal aparece como una tentación desconocida y Madrid como la puerta a los amigos que no ha visto, a la sopa de almejas con azafrán, a las noches iluminadas y larguísimas.
Si uno quiere escribir sabe negarse al vamos, sabe decir me importan más los sueños como un deseo que los sueños mismos, sabe responder aquí me quedo, porque aquí están mi cuaderno de plasma y las ocurrencias de las que vivo.
Pero a mí me gana siempre la sonrisa de los otros, me gana siempre lo que oigo más que lo que podría contar, me gana el mundo moviéndose, desafiando, saliendo al paso de mi encierro. Me ganan los otros yéndose, sin mí o conmigo, a ver qué encuentran en Brasil, donde Mateo quiere ver a las mujeres, Catalina quiere descubrir a un director de cine, su papá quiere presentar un libro y yo sólo quiero ir tras ellos. Qué poca personalidad, qué corto aliento, yo a Brasil quiero ir porque irán ellos. Si no aquí me quedaría, con los dos julios en el pequeño cuarto que es mi estudio, viendo llover y pensando en cuando fui joven, como lo será siempre la Maga.