"Estoy muerta"; decía, encendiendo el último cigarro de la noche, recargada la espalda en la cabecera.
"¿Cómo llegaron tus abuelos a Campeche?" o "¿Cuál era tu lugar preferido en los alrededores de Teziutlán?" o "¿Por qué vendiste el entero de la lotería?", le preguntaba yo para desatar con algo cualquier recuerdo suyo. Porque cualquiera venía ensartado con otros y cualquiera tenía una colección de anécdotas en torno a las cuales desvelarse. Entonces ella se iba por el mar Caribe en el barco que trajo a los Lanz a México, o me llevaba hasta la cumbre de un cerrito nublado, en la sierra de Puebla, que a ella le gustaba escalar mientras comía pepitas de calabaza recién doradas en el horno de su madre. Con frecuencia se echaba a llorar, como una liebre corre, tras la memoria del ingrato atardecer en que habiéndose ganado en un rifa de lotería el entero más caro de la historia, no fue capaz de venderlo confiada en que la mano de la Divina Providencia estaba dándole desde ya el premio mayor.
Nadie sabe nunca lo que pretende la Divina Providencia -decía-. Me dio el verbo, pero no el sustantivo. Confiando en su mano, guardé el billete completo a pesar de que tus tíos me pedían que lo vendiera y me quedara con los mil pesos de su precio. Pero creyendo yo que el Sagrado Corazón me había mandado el entero para mandarme luego el premio, lo guardé. Lo guardé para ganarme los millones con los que hubiéramos ido de viaje a Europa, y hubiéramos comprado la casita en la avenida de la Paz, y le hubiera yo puesto un negocito a tu tío Rafael para que pudiera venirse a vivir a Puebla y a dormir aquí en su cama junto a la pobre de tu tía Nena que esto te cuenta para contentarse y que por andar imaginándose que eran más amplios los designios de la Providencia, se quedó un mes enferma del hígado. "Porque un mes estuve grave, pero grave, mijita. Del coraje y de la pena que no se van sino con tiempo. Con tiempo y lágrimas -decía, llorando luego sin alarde y sin ruido como quien sonríe-. ¿Quién entiende a la Divina Providen cia? Nadie. Nadie."
Yo la acompañaba en su relato acariciando la mano en que ella no tenía cigarro. No era piedad, ni lástima, ni pesadumbre lo que daban sus lágrimas. Era una sensación de entereza, de invulnerable lucidez, de sabiduría sin alardes, la que ella toda contagiaba al ir viviendo así, tan a la intemperie y tan a buen resguardo. Luego de oírla me quedaba dormida en su regazo tibio y amplio, dueña de una paz que sólo podía venir de tan buen cobijo.
Abría los ojos hasta la mañana siguiente, cuando ella estiraba la mano para prender su lámpara y me anunciaba que desde hacía un buen rato la luz se había filtrado entre los oscuros de madera. Iba a ser hora de levantarse. A tientas buscaba el botón que encendía su lámpara y la cajetilla de cigarros. Cogía uno y se incorporaba a encenderlo, mientras el camisón se le torcía dejando buena parte de sus pechos al aire como una provocación.
"¿Quién entiende a la Divina Providencia? -preguntaba-. ¿Habrá quién la entienda?"
Después le daba cinco largas fumadas, a su cigarro y saltaba de la cama con sus sesenta años anhelantes como debieron serlo sus diecinueve, esgrimiendo en su persona las dos mitades de humanidad en que según un personaje de Oscar Wilde se divide el mundo: "los que creen lo increíble y los que hacen lo inverosímil…”
"¿Un chocolate con panqué?" -decía, caminando descalza hacia la cocina.
Yo me quedaba otro momento en la cama y la oía detenerse en el corredor frente a la imagen, revisar la veladora y decir:
"Buenos días, Sagrado Corazón. ¿Hoy me vas a hacer el milagro? ¿O piensas seguir sin hacerme ningún caso? Como tú quieras. Siempre es como tú quieres. ¿Qué remedio? Yo por eso me voy a trabajar ahorita mismo, porque con algo hay que pagar el llanto. El cine cuesta, Sagrado Corazón. Aunque tú no lo creas, el cine cuesta. Llorar bien, cuesta. Todo cuesta, Sagrado Corazón. Me lo quieras creer o no. Todo cuesta. Hasta rezar el Credo cuesta, Sagrado Corazón. Buenos días."
SI SOBREVIVES, CANTA
Aún guardo el encanto de la primera vez que lo vi. Guardo sus ojos claros, su risa iluminada.
Era un encuentro con mucha gente, en un jardín grande. Él estaba al fondo, bebiendo y conversando entre un grupo de hombres. Entonces yo tenía menos años y menos temor a mis emociones del que ahora tengo. Así que caminé hacia su cuerpo y me incliné hasta quedar a sus pies.
Con el pudor del que no acierta a entender la devoción que provoca, Jaime Sabines dijo cinco palabras que no olvido.
Cuando le pedí que me las regalara para ponerlas al principio de un cuento, sonrió como si le pidiera yo un pedazo de aire y me las regaló. Creo que nos hicimos amigos. Pero no sé. Temo que él me dijera:
Dentro de poco vas a ofrecer estas páginas a los desconocidos como si extendieras en la mano un manojo de yerbas que tú cortaste.
Dices que eres poeta porque no tienes el pudor necesario del silencio.
¡Bien te vaya ladrón, con lo que le robas a tu dolor y a tus amores!
¡A ver qué imagen haces de ti mismo con los pedazos que recoges de tu sombra!
Volvíamos a encontrarnos cuando la vida lo permitía. Y siempre, pero siempre, algo me regalaba. Una vez me contó la historia de su madre, recién enamorada de su padre, llegando a dormir a un cuartel entre soldaderas estridentes y soldados maltrechos. Apenas hacía días, señorita de lujo y esmeros, había amanecido enamorada en un catre de campaña entre dos cortinas, y escuchó sobre los gallos a una mujer gritarle al hombre con el que había dormido: "Oye cabrón, quítame de aquí estos miados":
A ella la estremeció semejante lugar, pero lo había dejado todo para casarse con un libanés que huyendo de la guerra y la pobreza de su país llegó a México y se hizo a nuestra guerra hasta terminar convertido en jefe de un regimiento. No le quedaba más que seguirlo y ni tembló.
– ¡Qué historia! -opiné como quien habla para sí.
– Te la regalo -dijo él-. Yo no escribo novelas.
Tiempo después, lo llamé para decirle que la usaría en un libro.
– Si es tuya -contestó sin más.
Jaime tuvo siempre trabajos para dar y repartir. Estudió medicina y vivió de todos modos, incluso como vendedor. Siempre, por sobre cualquier cosa, escribía de madrugada, fumando y haciéndose las preguntas que aún nos resuelve.
La siguiente vez que lo encontré fue en el teatro de Bellas Artes, bajo los claveles, una noche radiante y memorable.
Para entrar a verlo hicimos una fila larguísima, ordenada y en silencio. Cuando se abrió el telón y ahí estaba él, de pie, con sus setenta años de penas y sabiduría, con su perfecta sencillez a cuestas, con su valor entero, le aplaudimos hasta hacerlo decir:
"Éstos son aplausos que lo lastiman a uno."
Luego, sin más, se puso a leer y nos leyó todo cuanto pudo y le pedimos:
"Lento, amargo animal
que soy, que he sido,
amargo desde el nudo
de polvo y agua y viento…”
Como si él fuera un juglar y no el poeta sofisticadísimo que era, nos sabíamos sus palabras y las íbamos diciendo con él, adelantándonos a veces, igual que hacen algunos cuando rezan y otros cuando cantan.
Al terminar le aventamos flores gritándole hasta quedar en paz y dejarlo extenuado. No quiero nunca olvidar esa noche.
Al poco tiempo estuvo en el hospital. Fui a verlo. Mientras conversábamos quiso fumar a escondidas y me pidió que abriera la ventana. Lo habían puesto en un cuarto para él solo y lo cuidaban bien, por más que de tan poco sirviera.