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En cambio las once y nublado, qué hora para andarla despacio, varias vueltas que den lo mismo como el gran ejercicio, pero que consientan mi ánimo de gozar la humedad que aún queda en los árboles, de honrar la extraña llegada de cinco patos salvajes, preciosos en su infinita y breve libertad, en el orden perfecto de sus plumas café con ribetes negros en la orilla. ¿Cuánto viven estos patos? No sé. Pero debe ser ardua su vida buscando lagunas y calor de un país a otro. ¿A dónde irán después de hoy, o de la próxima semana tras haber descansado en este lago falso que tiene a la mitad una fuente y un chorro? ¿A dónde irán tras permitirme disfrutarlos mirando su impasible mirada, sus picos más largos y delgados que aquellos de los que se han vuelto simples parásitos, torpes presos de las galletas que la gente les avienta de a poco, echando luego al agua la bolsa en que iban. Gente heroica en el arte de ensuciar porque sí, para dejarnos a otros el placer o el disgusto de maldecir el plástico flotando durante muchos días después de que ellos se han ido.

¿Cómo no va a faltarle tiempo a nuestro país? ¿Quién puede creer que las cosas cambiarán de un día para otro? ¿De dónde podría esta misma tarde, el mismo señor que practica, contra un tambaleante ciprés, la altísima patada de algún arte marcial recién llegado de Oriente, perderse en el fuego de algún poema, alabar al menos su propia destreza para ejercer la calamidad, diciéndole como Quevedo:

"Oh tú del cielo para mí venida,
de mí serás cantada,
por el conocimiento que te debo
[…] Tú, que cuando te vas,
a logro dejas,
en ajeno dolor acreditado,
el escarmiento fácil heredado […] ".

Las once y media, buena hora para empeñarme en necedades. Así que pretendo convencer al imaginario podador de un pasto que ha crecido sin cuidado por lo menos durante los últimos sesenta y cinco días, hasta volverse un pastizal tramado con pequeñas flores blancas y anaranjadas, pretendo convencerlo de que corte solamente el borde del camino, de que ordene y limpie, pero dejando las pequeñas flores que están detrás, salpicando el paisaje como estrellas diurnas, para que no desaparezcan de golpe sino poco a poco, cuando se vayan los aguaceros o todo se convierta en el pardo azafrán del otoño en esta ciudad. Necio empeño. El señor al que me dirigí no vino a arreglar nada. Así que corto dos de las flores blancas y dos de las amarillas y me voy caminando tras el perro, que desde lejos me mira como preguntándose por qué me detengo a defender la nimiedad indefendible. Cuando lo alcanzo, le cuento que hasta en otros lugares del mundo he visto cómo respetan las flores que crecen entre los pastos a la mitad de los ejes viales. Le seguiría hablando, pero se ha ido otra vez a correr por la vera del camino. Entonces continúo el soliloquio: es tan difícil como entrañable nuestro país, su gente a prueba de todo, poniendo, por lo mismo, todo a prueba.

Al volver por una calle estrecha en busca de Constituyentes, justo antes de encontrarla en el semáforo frente al Panteón Civil, ahí donde descansan algunos de los Hombres Ilustres y muchos de los héroes olvidados frente a los que se besan quienes se aman a perpetuidad, aunque no los ampare un documento, ahí donde aún suena, bajo un árbol, la inolvidable risa de mi amiga Emma, joven hasta el último día; me detengo tras un camión de carga convertido en carro de la basura. Va lleno hasta terminar en un cerro que luce bolsas desolladas, artefactos inservibles, cartón, periódicos, cáscaras de naranja, huesos de mango, pestilencia. En la punta, justo rematando el enclave, van dos hombres que parecen contentos: el más joven usa bigote a la Pedro Infante y unos anteojos negros como los que llevan en las películas los contrabandistas, el cuarentón tiene una barriga estable y la mirada de un camello al que no lo perturba el aire del desierto. Van conversando entre risas, mitad sentados, mitad echados sobre las cáscaras, comiéndose unas tortas. Sí: ¡comiéndose unas tortas! Me pregunto cómo harán a sus hijos estos señores, en qué lugar, entre qué piernas, con qué mujeres, diciendo qué palabras, olvidando qué promesas.

Vuelvo a la casa. Quiero escribir una novela. ¿Cómo podría caber todo esto en una novela? Y todo lo otro. Todo lo que resume Quevedo mientras nos dice a mí y a su perro:

De las cosas inferiores
siempre poco caso hicieron
los celestes resplandores;
y mueren porque nacieron
todos los emperadores.
Sin prodigios ni planetas
he visto muchos desastres
y, sin estrellas, profetas:
mueren reyes sin cometas,
y mueren con ellas sastres.
De tierra se creen ajenos
los príncipes deste suelo,
sin mirar que los más años
aborta también el cielo
cometas por los picaños.

PARÁBOLA PARA UN CUMPLEAÑOS

Me he puesto en la palma de la mano un puñado de avena tostada con azúcar y lo como despacio, mientras trato de no aceptar la carga de melancolía que traen consigo las tardes de lluvia. Este octubre voy a cumplir cincuenta años. Me lo digo pensando que aún podría creer en las hadas y que el mar me conmueve tanto como la primera vez que lo vi. Me lo digo y apremio una sonrisa. Todavía estoy dispuesta a confiar en los desconocidos, todavía despierto en las mañana creyendo que algo nuevo encontraré bajo el sol, todavía les temo a las arrugas y soy capaz de cantar bajo la regadera. Todavía -¿quién lo creyera?- imagino el color que la luna de antier tuvo sobre otras tierras, y sueño con el mes próximo y con el siglo próximo. Así las cosas, cumplir años no será tan grave. Cincuenta, ochenta o cien, cuantos años quiera arroparnos el mundo, hay que estarse en calma, dispuestos a dar las gracias y a pedir más siempre que la vida pretenda voltear a vernos, para saber si aún la queremos.

"No pelona, todavía no quiero que me lleves", le decía a la muerte mi abuela materna, tras veinte años de silla de ruedas y uno de cáncer. Tenía más de ochenta y conservaba una dosis de inocencia que yo había perdido antes de entrar a la primaria.

Pienso en mi abuela porque a pesar de su apego a la vida, a la edad que yo cumplo en octubre ella había dejado de batallar con muchas de las obligaciones y placeres que las actuales mujeres de cincuenta nos empeñamos en mantener. Tampoco se veía en guerra, estaba dispuesta a cobijar nietos sobre los tersos almohadones que eran sus pechos, comía sin culpa tres largas veces al día y parecía retirada del sexo, las imprudencias, la angustia de las cosas que son para no ser, y por supuesto la obligación de la juventud.

Dice Verónica mi hermana que eso era más sabio. Tal vez. Lo cierto es que nosotras ya no podríamos regresar a ser así. Sin embargo, muchas cosas, a veces extraordinarias no sólo por efímeras, tendremos que ir perdiendo sin guardar rencor, sin estropearnos el alma, sin maldecir al tiempo que tanto nos bendice.

Tratando de aceptar estas pérdidas, que a veces me cuesta tanto asumir, he dado con el recuerdo de una anécdota llamada, para mi consumo personal, la parábola del avión.

En abril pasado, mi madre, mi hermana, mi hija y yo hicimos un viaje a Italia, vía Madrid. Tras un vuelo tan arduo como cualquier vuelo que cruce el océano, llegamos a Barajas a las dos de la tarde y corrimos a la sala en que estaba previsto que saliera, a las tres, el avión rumbo a Milán. La inolvidable sala doce.

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