Nos vio crecer como quien nos veía irnos. Sin alterarse ni exigir más presencia de la que íbamos dándole.
"Los nietos son como veleros. Nada más les pega el aire y desaparecen."
Volvíamos a conversar en el cuarto azul que mi abuela convirtió en su recinto y al que el abuelo entraba y salía, incapaz de quedarse quieto mucho tiempo.
"Juéguenle una canasta a su Mané mientras voy a hacer unos negocitos"; pedía, liberándose del ajedrez.
Mi abuela llevaba veinte años paralítica y no recuerdo haberle oído una queja. Pero su valor será recuento de otro día. Hoy trato del abuelo y he de decir que tampoco me acuerdo de haberle oído una queja. Lo cual resulta otro prodigio, si uno piensa que la mayoría de los hombres se ponen de muerte cuando a su mujer le da un catarro.
Acostumbrados a desgranar nuestras obsesiones en presencia del abuelo, que no entendía de juicios y prejuicios, quién sabe cómo, durante aquella célebre canasta, sembramos en Mané, como desde niña se llamó a sí misma nuestra abuela, una duda ineludible en torno al uso y desuso de la palabra orgasmo.
"Canasta de sietes"; dijo la abuela, y el juego siguió como si nada.
"¿Ustedes por qué le andan hablando de tecnicismos a Mané?", preguntó el abuelo. "Que no sepa el nombre de una sonata no quiere decir que no la haya tocado bien. Estén tranquilas."
"Nunca he tocado una sonata. No las engañes", dijo Mané.
"No las engaño, María Luisa. Ten por seguro que las desengaño. Creen que son las primeras en vivir. Y no. O quizás sí. Pensándolo bien, uno siempre es el primero en vivir. No estoy yo para decirlo, pero me siento el primer hombre que llega a viejo y padece nostalgia. Entre otras cosas, de esa música. Así que a buscarla niñas, que hay menos tiempo y menos vida de lo que piensan."
Cuánta razón tenía, me digo ahora que ando siempre litigando con los minutos, pidiéndole a la noche que no me toque el sueño, buscando como quien borda estar en paz conmigo, con el año dos mil, con mis amores. Y cuánta suerte tuve yo de verlo tantos años, preso en la vida como en un enigma, dispuesto siempre al gozo de estar vivo por encima de cualquier contrariedad, cualquier milagro, cualquier abismo, cualquier luna.
LA CASA DE MANÉ
Sentados en la banca del desayunador oíamos al abuelo contar la historia del caballo alas de oro, mientras Mané cocinaba huevos con epazote para todos. Nos gustaba pasar ahí la noche: cada cosa estaba llena de pequeñas magias y secretos. El cuarto del abuelo tenía una ventanita que daba al baño de atrás, la recámara de Mané una puerta en la duela por la que podíamos bajar al sótano. En el corredor había un cuartito del que todas las mañanas salía la ropa sucia. Mané la contaba y la distribuía en el tiempo de la lavandera en turno. Mi abuela nunca pudo lograr que el turno durara más de quince días.
Tenía los ojos claros y la nariz respingada, la boca todavía coqueta, la contumacia dirigiendo cada pedazo de su vida. Pasó veinte años en silla de ruedas y consiguió que a todos se nos olvidara su pena, incluso a ella.
Mané fingía ser una niña medio ingenua, muy consentida y simpática, pero tenía menos temor y más certezas que toda la familia. Cuando recordaba los poemas que había aprendido setenta años antes, en el colegio, era imposible no besarla como a una hija, aunque fuera mi abuela.
Le gustaba mirar fotografías, decir que iba a morirse en dos semanas y hacer planes para los siguientes diez años. Le gustaba conversar y preguntarme; todo lo que yo hacía en México, la ciudad que a ella le resultaba incomprensible y brutal. Mientras, dibujaba flores o grecas o círculos con un lápiz que siempre tenía en su mano, cerca de un anillo en forma de pepita que su madre compró hará ciento veinte años en ochenta pesos.
Arriba del ropero siempre había unos dulces que le gustaba repartir entre quienes la visitaran. Adentro, sobre los entrepaños, todo estaba puesto en cajas de colores que ella me pedía desde el cuarto vecino como si las estuviera viendo: "Haz favor de traerme la cajita roja con un dibujo dorado que está entre una de flores y una azul claro".
De ahí sacaba las chácharas más extravagantes, los sobres más amarillentos, las fotos más entretenidas.
El billar estaba subiendo una larga escalera de piedra. Era el refugio del abuelo. Ahí, cuando él murió, mi abuela siguió creyendo que aún vivía. Entre los libros más locos y los animales disecados, estaba la enorme mesa verde sobre la que él planeaba carambolas perfectas que después fallaba sin ninguna decepción. Parecía como si se hubiera ido nada más un ratito.
En el sótano hubo siempre toda clase de tiliches que fueron desapareciendo junto con la imaginación que me hacía verlos fantásticos. Sin embargo, al final encontré cuatro sillas que pertenecieron a mi bisabuela y que Mané me regaló como una herencia perfecta. Están viejísimas, a cada rato se les rompe una pata o el mimbre, pero las compongo porque necesito saber que su larga vejez vive aún alrededor de la mesa sobre la que va y viene nuestra vida. Cuatro sillas como cuatro presencias de un pasado en el que tuve sitio. Cuatro sillas como cuatro certezas, cuatro buenos deseos, cuatro esperanzas, cuatro miedos cuidadosamente tallados en madera.
Aquel día besé a Mané por el regalo y hoy a mi hija que estuvo a punto de caerse con tal de no tirar a la basura mi regalo.
– ¿Cuántos años tienen estas sillas? -preguntó con la pata en la mano.
– Como ciento veintidós -digo.
– ¿Y hasta cuándo vamos a usarlas?
– No sé. Hasta que se rompan para siempre -digo, pensando en que eso diría mi abuela. Segura de que lo suyo no se averiaba jamás. Ni sus cosas, ni su corazón, ni el destino de su nieta llevándole la contraria en todo mientras a todo le decía que sí.
NO TEMAS AL INSTANTE
Caminando en una playa del Caribe mexicano, bajo la noche impredecible y acogedora, acompañada por el recuerdo de una estrella que al ceder la tarde irrumpió en el violeta del cielo dispuesta a dar un deseo a quien se lo pidiera con fervor, tuve la clara sensación de que el mundo puede ser cruel mil veces, porque a cambio nos deslumbra otras tantas.
El mar abierto, junto al que caminábamos, había tenido una mañana de paz inusual en esa zona que suele mostrar olas embravecidas, olas capaces de convertir en peces a simples amantes. Esa noche seguía, como durante la mañana, más tibio que arisco, más callado que enardecido, pero yendo y viniendo sin tregua, porque así va el mar siempre: calmo, fiero, pero nunca quieto.
No pudimos quedarnos sólo viéndolo, mirarlo era sentirse convocados. Así que a la vera de una casa dejamos la ropa y corrimos al agua como si no lleváramos medio día dentro. Fue entonces, al detenerme a desatar la traba de mi sandalia, cuando leí la cita que los dueños de la casa inscribieron sobre su pared: "No temas al instante, dice la voz de lo eterno”.
Alrededor estaba oscuro y aun así el agua se empeñaba en el brillo turquesa de sus pliegues, en la eterna voz de su ir y venir.
Hace rato, mucho rato que no soy adolescente, y sin embargo siempre vuelvo a serlo cuando corro al encuentro con el mar. Entonces, como ellos, como los hermosos y desgarrados niños que han dejado de serlo, no le temo al instante: lo venero, me apasiona, me deslumbra, me reta.
En momentos así, creo entender con nitidez el valor, el deleite y la fuerza con que mis hijos y su juventud se meten en las noches de la ciudad de México como quien entra en la paz de una fuente. O salen a la carretera oscura tras bailar hasta la madrugada, o caminan junto al precipicio del desamor, o se abrazan como si nunca fueran a perderse. Desconocen el miedo, los deslumbra y apasiona el mundo. Como nos sucedió a nosotros tantas veces. Y no hay desencanto que los arredre, ni quemazón que los ahuyente, ni mar que no los encandile.