Así, le transmitía entrecortadamente mi amor.
– Tú… podrías crear nuevos temas para los restaurantes… un un… ¡un hogar en la pradera, por ejemplo la comida casera preparada por mamá, la mamá ante la cocina económica, con un delantal de algodón, y camareras que serían como mamá y se inclinarían para decirte que te acabes la sopa.
»Y quizá… quizá podrías crear un restaurante con menús literarios alimentos sacados de la ficción… bocadillos de las novelas de misterio de Lawrence Sanders, postres de Se acabó el pastel, de Nora Ephron… y algo más con un tema mágico o chistes o payasadas o…
Harold me escuchaba en serio, tomaba esas ideas y las aplicaba de una manera educada y metódica, El llevaba las ideas a la práctica, pero seguían siendo mías.
Y hoy Livotny y Asociados es una empresa en expansión, con doce empleados en plantilla, especializada en el diseño temático de restaurantes, lo que todavía me gusta llamar «restauración temática». Harold es el promotor de la idea, el arquitecto jefe, el diseñador, la persona que efectúa la presentación final de venta a un nuevo cliente. Yo trabajo a las órdenes del diseñador de interiores porque, como Harold explica, a los demás empleados no les parecería justo que me promocionara sólo porque ahora estamos casados… Lo hicimos hace cinco años, dos después de la fundación de Livotny y Asociados. Aunque cumplo muy bien con mi cometido, nunca me he adiestrado formalmente en este campo. Cuando me especializaba en estudios asiáticoamericanos, sólo seguí un curso que tenía relación con mi trabajo actual, diseño de decorados teatrales, para una producción universitaria de Madama Butterfly.
En Livotny y Asociados me encargo de facilitar los elementos temáticos. Para un restaurante llamado El Cuento del Pescador, uno de mis mejores hallazgos fue un bote de madera amarilla barnizada, con el nombre Overbored estarcido, y se me ocurrió que los menús deberían colgar de cañas de pescar en miniatura y que las servilletas tendrían estampadas reglas para conversión de pulgadas a pies y a centímetros. Para una tienda especializada en manjares árabes llamada Tray Sheik, fui yo quien pensó en que debería producir el efecto de un típico bazar oriental y puse cobras de imitación descansando sobre falsos cantos rodados de Hollywood.
Me gusta mi trabajo cuando no pienso demasiado en él, pero cuando pienso en mi paga, en lo mucho que trabajo y en lo justo que es Harold con todo el mundo excepto conmigo, me siento disgustada.
Somos, pues, iguales, excepto en que Harold gana unas siete veces que yo. El no lo ignora, puesto que cada mes firma el cheque de mi paga, que luego deposito en mi cuenta independiente.
Últimamente, sin embargo, eso de la igualdad empezó a molestarme. Ya hacía tiempo que algo me rondaba la cabeza, pero no sabía con exactitud qué era. Me sentía inquieta sin un motivo determinado, hasta que hace una semana todo se aclaró. Yo estaba recogiendo los platos del desayuno y Harold calentaba el coche para que pudiéramos ir a trabajar. Vi el periódico abierto sobre el mostrador de la cocina, las gafas de Harold encima, su taza de café favorita, con el asa desportillada, y, por alguna razón, al ver todos estos pequeños signos domésticos de familiaridad, nuestro ritual cotidiano, me sentí desfallecer, pero era como si viera a Harold la primera vez que hicimos el amor, aquella sensación de absoluta entrega a él, con abandono, sin que me importara lo que recibía a cambio.
Cuando subí al coche, seguía bajo el influjo de esa sensación. Toqué su mano y le dije: «Te quiero, Harold», y él miró por el retrovisor, mientras hacía retroceder el vehículo, y dijo a su vez: «Yo también te quiero. ¿Has cerrado la puerta con llave?. Entonces empecé a pensar que esa clase de relación era insuficiente.
Harold hace tintinear las llaves del coche y dice:
– Voy a comprar comida para la cena. ¿Te parece bien filetes? ¿Quieres algo especial?
– Se nos ha terminado el arroz -respondo, señalando discretamente con la cabeza a mi madre, que me da la espalda, mirando, a través de la ventana, la espaldera cubierta de buganvillas.
Harold sale de casa y poco después oigo el ruido sordo del motor y luego el crujido de la grava bajo los neumáticos del coche.
Mi madre y yo nos quedamos a solas. Empiezo a regar las plantas. Ella está de puntillas, mirando una lista adherida a la puerta del frigorífico.
La lista dice «Lena» y «Harold», y bajo cada uno de los nombres figuran las cosas que hemos comprado y lo que cuestan:
Lena Harold
Pollo, verdura, pan, Material para garaje: 25,35
brócoli, champú, Material para baño: 5,41
cerveza: 19,63 Material para coche: 6,57
María (limpieza + propina): 65 Accesorios eléctricos: 87,26
Grava para sendero: 19,99
(ver lista de compras): 55,15 Gasolina: 22
petunia tierra: 14,11 Revisión escape coche: 35
revelado de fotos: 13,83 Cine y cena: 65
Helado: 4,50
Tal como van las cosas esta semana, el gasto de Harold supera los cien dólares más que yo, por lo que le deberé unos cincuenta de mi bolsillo.
– ¿Qué son estos apuntes? -me pregunta mi madre en chino.
– Nada importante -le digo con la mayor naturalidad posible-. Sólo cosas que compartimos.
Ella me mira y frunce el ceño, pero no dice nada. Vuelve a leer la lista, esta vez más detenidamente, deslizando un dedo sobre los artículos, y me siento azorada, pues sé lo que ve. Me alegra que no vea la otra mitad del asunto, las discusiones. Después de innumerables charlas, Harold y yo llegamos un entendimiento para no incluir cosas como «máscara», «loción para el afeitado», «fijador de cabello», «cuchillas Bic», «tampones» o «polvos para el pie de atleta».
Cuando nos casamos en el ayuntamiento, él insistió en pagar el importe, Logré que mi amigo Robert nos hiciera las fotos. Celebramos una fiesta en nuestro piso y todo el mundo trajo champaña. Cuando compramos la casa, convinimos en que yo sólo pagaría un porcentaje de la hipoteca, basado en lo que gana cada uno de nosotros, y que poseería porcentaje equivalente de la propiedad comunitaria. Eso está escrito nuestro acuerdo prenupcial. Puesto que Harold paga más, tiene capacidad decisoria sobre el aspecto de la casa, que es elegante, sobria y lo que él llama «fluida», sin nada que interrumpa las líneas, lo cual significa todo lo contrario de mi tendencia al amontonamiento de objetos. En cuanto a las vacaciones, la que escogemos en común la pagamos al cincuenta por ciento. De las otras se encarga Harold, siempre teniendo en cuenta que se trata de un regalo de aniversario, de cumpleaños o navideño.
Hemos sostenido discusiones filosóficas sobre cosas de contornos poco nítidos, como mis anticonceptivos, o las cenas en casa cuando agasajamos a personas que en realidad son clientes suyos o viejos amigos míos de la universidad, o las revistas de alimentación a las que estoy suscrita pero que él también lee sólo porque se aburre, no porque correspondan a sus preferencias personales.
Todavía discutimos acerca de Mirugai, el gato, no nuestro ni mío, sino el gato que él me regaló para mi cumpleaños el año pasado.
– ¡Eso no lo vais a compartir! -exclama mi madre en tono de asombro.
Me sobresalto, pensando que ya ha leído mis pensamientos sobre Mirugai. Pero entonces veo que señala el apunte de «helado» en la lista de Harold. Sin duda recuerda el incidente en el rellano de la salida de emergencia, donde me encontró, temblorosa y exhausta, sentada al lado de aquel envase de helado vomitado. Aquel día aborrecí para siempre el helado. Y entonces me sobresalto una vez más al reparar en que Harold no ha caído jamás en la cuenta de que no pruebo el helado que trae a casa todos los viernes por la noche.
– ¿Por qué hacéis esto?
Hay una nota de dolor en su voz, como si yo hubiera puesto ahí esa lista para herida. Pienso en la manera de explicárselo, recordando las palabras que Harold y yo hemos usado en el pasado: «Así podemos eliminar las falsas dependencias… ser iguales… el amor sin obligaciones…» Pero son palabras que ella nunca podría comprender. Por eso le digo en cambio:
– La verdad es que no lo sé. Es algo que iniciamos antes de de casarnos y, por alguna razón, no la hemos interrumpido.
Cuando Harold regresa de la tienda, empieza a encender el carbón. Desempaqueto los alimentos, escabecho los filetes, preparo el arroz y pongo la mesa. Mi madre está sentada en un taburete, ante el mostrador de granito, tomando una taza de café que le he servido. De vez en cuando limpia la base de la taza con un pañuelo de papel que guarda bajo la manga de su suéter.
Durante la cena, Harold hace que la conversación se mantenga. Habla de los planes para la casa: las claraboyas, ampliación de la terraza, parterres de flores, con tulipanes y azafrán, eliminar el zumaque, añadir otra ala a la vivienda, construir un baño de estilo japonés. Luego recoge la mesa y empieza a introducir los platos en el lavavajillas.
– ¿Quién quiere postre? -pregunta.
– Yo estoy repleta -le digo.
– Lena no puede tomar helado -comenta mi madre.
– Eso parece. Siempre está a régimen.
– No, nunca lo come. No le gusta.
Entonces Harold sonríe y me mira perplejo, esperando que le traduzca lo que ha dicho mi madre.
– Es cierto -le digo en tono neutro-. Detesto el helado casi desde toda la vida.
Harold me mira como si también yo hablara en chino y no pudiera comprenderme.
– Me pareció que sólo tratabas de perder peso…
– Se volverá tan delgada que no podrás veda -dice mi madre-. Desaparecerá, como un fantasma.
– ¡Eso es! -exclama Harold, riendo, aliviado al pensar que mi madre intenta amablemente acudir en su ayuda-. Tienes mucha razón.
Después de la cena pongo toallas limpias sobre la cama en la habitación de huéspedes. Mi madre está sentada en la cama. La habitación tiene el aspecto minimalista tan caro a Harold: las camas gemelas con sábanas y mantas blancas, suelo de madera pulimentada, una silla de roble blanqueada y las paredes grises e inclinadas totalmente vacías.
El único elemento decorativo es una pieza de aspecto extraño al lado de la cama: una mesita auxiliar construida con una losa de mármol tallada de manera irregular, las patas formadas por un entrecruzamiento de finas maderas negras laqueadas. Mi madre deja el bolso sobre la mesa y el florero cilíndrico que descansa encima del mármol empieza a bambolearse y tiemblan las fresias que contiene.