La voz desde el muro
Cuando era pequeña, mi madre me dijo que mi bisabuelo sentenció a un mendigo a morir de la peor manera posible, y que luego el muerto regresó y mató a mi bisabuelo. O bien sucedió eso, o bien murió de gripe una se mana después.
Una y otra vez yo representaba mentalmente los últimos momentos del mendigo. Veía al verdugo quitándole la camisa y conduciéndole al patio.
– Este traidor ha sido condenado a morir de un millar de tajos -leía el verdugo.
Pero antes de que pudiera levantar su espada afilada para quitarle poco a poco la vida, vieron que la mente del mendigo ya se había roto en mil fragmentos. Unos días después, mi bisabuelo alzó la vista de sus libros y vio a aquel mismo hombre, con el aspecto de un jarrón roto cuyos pedazos han sido pegados apresuradamente.
– Cuando la espada me iba sajando lentamente -dijo el espectro-, pensé que eso era lo peor que habría de soportar jamás, pero por cierto me equivocaba. Lo peor está en el otro lado.
Y el muerto cogió a mi bisabuelo con los fragmentos mal encajados de su brazo y le hizo atravesar el muro, para mostrarle lo que quería decir.
Cierta vez le pregunté a mi madre cómo había muerto realmente.
– Murió en la cama, con mucha rapidez, tras sólo un par de días enfermo.
– No, no, me refiero al otro hombre. ¿Cómo le mataron? ¿Lo desollaron primero? ¿Usaron una cuchilla de carnicero para cortarle los huesos? ¿Gritó y sintió el dolor del millar de tajos?
– ¡Aaah! ¿Por qué los americanos no tenéis más que esa clase de pensamientos morbosos? -gritó mi madre en chino-. Ese hombre murió hace casi setenta años. ¿Qué importa cómo fue?
Siempre me ha parecido que tiene importancia saber qué es lo peor que podría sucederte y cómo puedes evitarlo, para que no te atraiga la magia de lo inenarrable, porque, ya de pequeña, percibía los terrores inefables que rodeaban nuestra casa, y que persiguieron a mi madre hasta que se ocultó en un rincón oscuro y secreto de su propia mente. Y, no obstante, la encontraron. En el transcurso de los años observé cómo la devoraban, un fragmento tras otro, hasta que desapareció y se convirtió en un fantasma.
Tal como lo recuerdo, el lado oscuro de mi madre procedía del sótano de nuestra vieja casa en Oakland. Yo tenía cinco años y mi madre trató de ocultármelo. Obstruyó b puerta con un sillón y la aseguró con una cadena y dos cerraduras. Aquello era tan misterioso que dediqué todas mis energías a averiguar lo que había detrás de aquella puerta, hasta el día en que por fin pude abrirla con mis deditos, para caer al instante de cabeza en el oscuro abismo. Y sólo después de que dejara de gritar -había visto la sangre que manaba de mi nariz en el hombro de mi madre- ella me habló del hombre malo que vivía en el sótano y me dijo por qué no debía volver a abrir jamás la puerta. Según ella aquel hombre vivía allí desde hacía milenios, y era tan maligno y codicioso que, si mi madre no me hubiera rescatado enseguida, habría engendrado cinco hijos en mí y luego nos habría devorado a los seis, arrojando nuestros huesos al sucio suelo.
Tras este incidente empecé a ver cosas terribles. Veía aquellas cosas con mis ojos chinos, la parte de mi cuerpo que había heredado de mi madre. Veía diablos que bailaban enfebrecido s en el fondo de un hoyo que había abierto en el cajón de arena. Veía que los relámpagos tenían ojos y miraban en busca de niños a los que fulminar. Veía un escarabajo con la cara de un niño, al que me apresuraba a aplastar con la rueda de mi bicicleta. Y cuando fui haciéndome mayor, podía ver cosas que las muchachas blancas de la escuela no veían: corros de monos que se dividían en dos grupos, balanceaban a un niño y lo arrojaban al aire, bolas atadas con una cuerda capaces de aplastar la cabeza de una muchacha y diseminar sus fragmentos por el terreno de juego ante sus risueños amigos.
No hablaba a nadie de esas visiones, ni siquiera a mi madre. La mayoría de la gente no sabía que yo era medio china, quizá porque me apellidaba St. Clair. Cuando me veían por primera vez, pensaban que me parecía a mi padre, angloirlandés, huesudo y delicado al mismo tiempo, pero si me miraban con detenimiento, si se veían reflejados en mis ojos, entonces percibían los rasgos chinos. En vez de tener unos pómulos angulosos como los de mi padre, los míos eran suaves como guijarros de playa. No tenía su pelo rubio como la paja ni su piel blanca, sino que mi color parecía demasiado pálido, como si mi piel hubiera sido más oscura pero el sol hubiese descolorido.
Y los ojos eran los de mi madre, sin párpados, como si vieran tallados en una de esas linternas hechas con una calabaza, con dos cortes rápidos de un cuchillo corto. Solía empujar los extremos de mis ojos hacia dentro para redondearlos, o los abría mucho hasta que podía ver el blanco. Pero cuando deambulaba por la casa con los ojos así abiertos mi padre me preguntaba por qué parecía tan asustada.
Tengo una fotografía de mi madre con ese mismo aspecto asustado. Mi padre me dijo que le hicieron esa foto cuando salió de la Comisaría de Inmigración de Angel Island, donde había permanecido tres semanas, hasta que pudieron comprobar sus documentos y determinar si era una «novia de guerra», una persona desplazada, una estudiante o la esposa de un ciudadano estadounidense de origen chino. Según mi padre, las leyes no habían tomado en consideración el caso de un ciudadano blanco casado con una china. Al final la declararon «persona desplazada», perdida en un mar de categorías de inmigración.
Mi madre nunca hablaba de su vida en China, pero mi padre me dijo que la había librado de la vida terrible que llevaba allí, de alguna tragedia sobre la que ella no podía decir nada. Mi padre escribió orgullosamente su nombre en los papeles de inmigración: Betty St. Clair, tachando su nombre chino de Gu Ying-ying, y a continuación anotó 1916 como su año de nacimiento, en vez de 1914. De esta manera, con el trazo de una pluma, mi madre perdió su nombre y, de acuerdo con el calendario chino, se convirtió en dragón en vez de tigre.
Esa foto revela por qué mi madre parece desplazada. Sujeta un gran bolso en forma de almeja, lo aferra como si alguien pudiera robárselo a la menor distracción. Lleva un vestido chino que le llega hasta los tobillos, con unas decorosas aberturas a los lados, y encima una chaqueta occidentalizada, extrañamente elegante en el menudo cuerpo de mi madre, con sus hombreras, las solapas anchas y unos botones forrados en tela y demasiado grandes. Ese fue el vestido nupcial de mi madre, un regalo de mi padre. Así vestida parece como si no viniera de ningún sitio ni fuera a ninguna parte. Inclina el mentón y se le ve la raya exacta en el cabello, una nítida línea blanca que parte de la ceja izquierda y se pierde en el horizonte negro de su cabeza.
Y aunque tiene la cabeza gacha, con una humilde expresión de derrota, sus ojos miran fijamente más allá de la cámara, muy abiertos.
– ¿Por qué parece asustada? -le pregunté a mi padre.
Y él me lo explicó. Era sólo porque le dijo que sonriera y mi madre se debatió para mantener los ojos abiertos hasta el disparo del flash, diez segundos después.
Mi madre solía tener aquel aspecto, como si esperase que sucediera algo, ese aire asustado. Sólo más tarde dejó de debatirse para mantener los ojos abiertos.
***
– No la mires -me dijo mi madre cuando caminábamos por la Chinatown de Oakland.
Me había cogido la mano con fuerza, atrayéndome con decisión hacia ella. Y, como es lógico, miré. Vi a una mujer sentada en la acera, apoyada en un edificio. Era vieja y joven al mismo tiempo, con los ojos apagados, tristes, como si no hubiera dormido durante muchos años. Y me fijé en sus pies y manos… los dedos eran tan negros como si los hubiera sumergido en tinta china, pero supe que estaban putrefactos.
– ¿Qué se ha hecho? -le susurré a mi madre.
– Conoció a un hombre malo -dijo mi madre-. Tuvo un hijo al que no quería.
Supe que eso no era cierto, que mi madre inventaba cualquier cosa para advertirme, para ayudarme a evitar algún peligro desconocido. Mi madre veía peligros en todo, incluso en otros chinos. En el barrio donde vivíamos y comprábamos, todo el mundo hablaba cantonés o inglés. Mi madre de Wushi, cerca de Shanghai, y hablaba mandarín y un poco de inglés. Mi padre, que sólo conocía algunas expresiones cantonesas estereotipadas, insistía en que mi madre aprendiera inglés. Con él se comunicaba mediante sus disposiciones de ánimo, gestos, miradas, silencios y, a veces, una combinación de inglés punteado con expresiones de titubeo y frustración en chino: «Shwo buchalai» (No me salen las palabras). Y así mi padre ponía las palabras en su boca.
– Creo que mamá intenta decir que está cansada -susurraba cuando mi madre estaba malhumorada.
– ¡Creo que dice que somos la mejor familia del país! -exclamaba cuando mamá había preparado una comida de fragancia deliciosa.
Pero, cuando estábamos a solas, mi madre me hablaba en chino y decía cosas que mi padre no podía imaginar de ningún modo. Yo entendía las palabras perfectamente, pero no los significados. Un pensamiento llevaba a otro sin conexión.
– No debes ir por aquí y por allá, sino directamente a la escuela y luego a casa -me advirtió cuando decidió que ya era lo bastante mayor para ir sola por la calle.
– ¿Por qué? -le pregunté.
– No puedes entender estas cosas.
– ¿Por qué no?
– Porque aún no te las he explicado.
– ¿Por qué no?
– ¡Aii-ya! ¡Qué preguntas me haces! Porque es demasiado terrible pensar en esas cosas. Un hombre podría raptarte, venderte a otra gente o hacerte un hijo. Entonces tú matarías al bebé, y cuando lo descubrieran en un cubo de basura, ¿qué se podría hacer? Irías a la cárcel y te morirías allí.
Sabía que ésta no era la respuesta verdadera, pero también yo inventaba embustes para evitar que me ocurrieran cosas malas en el futuro. A menudo mentía cuando le traducía los interminables formularios, instrucciones y avisos de la escuela, o las llamadas telefónicas. «Shemma yisz?» (¿Qué significa?), me preguntó cuando el encargado de una tienda le gritó porque abría tarros para oler el contenido. Me sentí tan azorada que le dije que allí no se permitía comprar a los chinos. Cuando enviaron de la escuela un aviso sobre la vacunación contra la polio, le comuniqué el lugar y la hora y añadí que ahora exigían a todos los estudiantes que usaran fiambreras metálicas para el almuerzo, pues habían descubierto que las viejas bolsas de papel podían acarrear gérmenes de la enfermedad.