– ¡Ah! -gritó la madre al ver el guardarropa con lunas en el dormitorio principal del nuevo piso de su hija-. No puedes poner espejos a los pies de la cama. Toda la felicidad de tu matrimonio rebotará e irá en la dirección contraria.
– Es el único sitio donde tiene cabida este armario, así que va a quedarse aquí -replicó la hija, irritada porque su madre veía malos augurios por todas partes. Siempre había oído esa clase de advertencias.
La madre frunció el ceño y buscó algo en el bolso comprado en Macy's que sólo había usado un par de veces.
– Entonces, afortunadamente, te lo puedo solucionar.
Sacó el espejito de bordes dorados que había adquirido la semana anterior en el Price Club. Era su regalo por la inauguración de la vivienda. Lo apoyó contra el cabezal de la cama, sobre las dos almohadas.
– Cuélgalo ahí -dijo la madre, señalando la pared-. Este espejo ve al otro y, ¡hala!, multiplica la suerte para el florecimiento del melocotón.
– ¿La suerte para el florecimiento del melocotón? ¿ Qué es eso?
La madre sonrió, con un brillo de malicia en los ojos.
– Está ahí dentro -dijo señalando el espejo-. Míralo bien y dime si no tengo razón. En este espejo está mi futuro nieto, sentado ya en mi regazo la próxima primavera.
La hija miró y, ¡hala!, allí estaba: su propio reflejo la miraba.