– Son las cuatro -me recordó, como si no hubiera ocurrido nada.
Eso me dejó pasmada. ¿Acaso quería que me sometiera otra vez a la tortura de aquel espectáculo? Me arrellané en butaca, dispuesta a seguir ante el televisor.
– Apaga la tele -me ordenó ella desde la cocina cinco minutos después.
No me moví, y en aquel momento tomé una decisión. Ya no tenía que hacer lo que quería mi madre. No era su esclava, no estábamos en China. Antes le hice caso y el resultado fue desastroso. Ella era la estúpida.
Salió de la cocina y se quedó en la entrada arqueada de la sala.
– Las cuatro -repitió, alzando la voz.
– No voy a tocar más -le dije imperturbable-. ¿Por qué habría de hacerlo? No soy un genio.
Mi madre avanzó y se detuvo delante del televisor. Vi que la ira agitaba su pecho.
– ¡No! -grité, sintiéndome más fuerte, como si mi verdadero ser hubiera emergido por fin. Entonces, eso era lo que guardaba en mi interior desde el principio-. ¡No, no lo haré!
Ella me tiró del brazo bruscamente, obligándome a levantarme, y apagó el televisor. Con una fuerza tremenda, me llevó medio a rastras al piano. Me resistí, pataleé, di puntapiés a las alfombras, pero ella me levantó en vilo y me sentó en el duro banco. La miré enfurecida, sollozando. Su pecho se agitaba aun más que antes, tenía la boca abierta y sonreía abiertamente, como si le complaciera verme llorar.
– ¡Quieres que sea algo que no soy! -gemí-. ¡Nunca seré la clase de hija que quieres que sea!
– Sólo hay dos clases de hijas -gritó ella en chino-. ¡Las que son obedientes y las que hacen lo que les da la gana! Sólo una clase de hija puede vivir en esta casa. ¡Una hija obediente!
– Entonces ojalá no fuese hija tuya. ¡Ojalá no fueras mi madre!
Mientras así hablaba me embargó el temor. Tuve la sensación de que gusanos, sapos y criaturas viscosas salían reptando de mi pecho, pero también me sentí aliviada, como si aquel lado terrible de mí saliera por fin a la superficie.
– Es demasiado tarde para cambiar eso -dijo mi madre en voz chillona.
Comprendí que su cólera estaba a punto de desbordarse, y quise que ocurriera. Entonces recordé las hijas que perdió en China, aquéllas de las que nunca hablábamos.
– ¡Pues ojalá no hubiera nacido! -exclamé-. ¡Preferiría estar muerta! Como ellas.
Fue como si hubiera pronunciado unas palabras mágicas. Su rostro se volvió inexpresivo, cerró la boca, dejó caer los brazos a los lados y salió de la sala, aturdida, como una hoja muerta, delgada y quebradiza, arrastrada por el viento.
***
Aquella no sería la única decepción de mi madre, durante los años siguientes fracasé muchas veces, y en cada una de ellas afirmaba mi voluntad, mi derecho a no estar a la altura de lo que ella esperaba de mí. No obtenía sobresalientes, no me nombraron presidenta de la clase, no me admitieron en la universidad de Stanford. Abandoné los estudios. Al contrario que ella, no creí; que pudiera ser cualquier cosa que me propusiera. Sólo podía ser yo misma.
Y en el transcurso de aquellos años nunca hablamos del desastre en el recital ni de mis terribles acusaciones cuando me sentó a la fuerza en el banco del piano. Todo eso siguió latente, como una traición de la que ya no era posible hablar, y así nunca encontré la ocasión de preguntarle por qué había puesto sus esperanzas en algo tan grande que el fracaso era inevitable. Y lo que era aún peor, nunca le pregunté lo que más me atemorizaba: ¿por qué había renunciado a la esperanza?
Tras aquella refriega en el piano, no volvió a pedirme que tocara. Cesaron las lecciones. La tapa se cerró sobre el teclado, dejando fuera el polvo, mi aflicción y los sueños de mi madre. Por eso me sorprendí hace unos años, cuando cumplí los treinta y me ofreció el piano. No había vuelto a tocar desde aquel día, y consideré el ofrecimiento como una señal de perdón, como la eliminación de una carga tremenda.
– ¿Estás segura? -le pregunté tímidamente-. ¿No lo echaréis en falta tú y papá?
– No, es tu piano -dijo ella con firmeza-. Siempre lo será. Eres la única que puede tocarlo.
– Bueno, es probable que ya no sepa tocar… Han pasado muchos años.
– Te acordarás en seguida -dijo mi madre, como si no tuviera la menor duda-. Tienes un talento natural. Podrías ser un genio si quisieras.
– No, no podría serlo.
– Es que no lo intentas -dijo mi madre, y no estaba airada ni triste. Lo dijo como si anunciara un hecho irrefutable-. Llévatelo.
Pero al principio no me lo llevé. Ya era suficiente con que me lo hubiera ofrecido. Desde entonces, cada vez que veía el piano en la sala de estar de mis padres, ante las ventanas saledizas, me sentía orgullosa, como si fuese un brillante trofeo que hubiera recuperado.
La semana pasada envié a un afinador a casa de mis padres para que pusiera el piano en condiciones, por motivos puramente sentimentales. Mi madre murió unos meses atrás, y me dediqué a ordenar las cosas para mi padre, poco a poco, en cada una de mis visitas. Guardé las joyas en bolsas de seda especiales. Los suéteres que ella había tejido, amarillo, rosa, naranja brillante, todos los colores que yo detestaba, los coloqué en cajas a prueba de polillas. Encontré unos viejos vestidos de seda chinos, de esos que tienen unas pequeñas ranuras a los lados. Restregué la seda antigua contra mi piel y luego los envolví en papel fino y decidí llevármelos a casa.
Cuando el piano estuvo afinado, abrí la tapa y pulsé las teclas. Su sonido era incluso más modulado de lo que recordaba. Desde luego, era un instrumento muy bueno. En el compartimiento del banco estaban los mismos ejercicios con las escalas escritas a mano, los mismos libros de música de segunda mano, las tapas sujetas con cinta amarilla.
Abrí el libro de Schumann por la pequeña pieza triste que toqué en el recital. Estaba a la izquierda de la página: «Niño que suplica». Parecía más difícil de lo que recordaba. Toqué unos cuantos compases y me sorprendí de la facilidad con que las notas acudían a mis manos.
Y por primera vez, o así me lo pareció, reparé en la pieza de la derecha. Se titulaba «Felicidad perfecta». Intenté tocarla también. La melodía era más ligera, pero tenía el mismo ritmo fluido y resultó ser muy fácil. «Niño que suplica» era más corta pero más lenta. «Felicidad perfecta» era más larga pero más rápida. Y después de tocar ambas piezas unas cuantas veces, me di cuenta de que eran dos mitades de la misma canción.