Cuatro direcciones
Había llevado a mi madre a mi restaurante chino preferido, con la esperanza de ponerla de buen humor, pero fue un desastre.
Cuando nos encontramos en el restaurante Cuatro Direcciones, mostró de inmediato su desaprobación por mi aspecto.
– Aii ya! ¿Qué te has hecho en el pelo? -me preguntó en chino.
– Me lo he cortado, eso es todo.
Esta vez el señor Rory me había hecho un peinado diferente, con un fleco brusco y asimétrico, más corto en el lado izquierdo. Era un estilo a la moda, aunque no totalmente radical.
– Parece cortado de un tajo -comentó-. Tienes que pedir te devuelvan el dinero.
Suspiré.
– Vamos a tomar una buena comida, ¿de acuerdo?
Ella examinó el menú con expresión de desagrado.
– No hay demasiadas cosas buenas -musitó. Entonces tocó el brazo del camarero, deslizó un dedo a lo largo de los palillos y lo husmeó-. ¿Espera que coma con esta cosa grasienta?
Lavó ostentosamente su cuenco de arroz con té caliente y luego advirtió a otros clientes del restaurante para que hicieran lo mismo. Dijo al camarero que quería la sopa muy caliente y, por supuesto, con su lengua de experta consideró que ni siquiera estaba tibia.
– No deberías enfadarte tanto -le dije después de que discutiera por un par de dólares que cobraron porque pidió té de crisantemo en vez del té verde corriente-. Además, una tensión innecesaria no es buena para tu corazón.
– A mi corazón no le pasa nada -replicó ofendida, mirando despectivamente al camarero.
Y estaba en lo cierto. A pesar de la tensión a que la somete su carácter -y ella somete a los demás- los médicos han afirmado que mi madre, a los sesenta y nueve años, tiene la presión sanguínea de una niña de dieciséis y la fuerza de un caballo, lo cual es así, en efecto, pues nació en 1918, año del Caballo, destinada a ser testaruda y sincera hasta el punto de prescindir del tacto. Ella y yo formamos una mala combinación, porque soy Conejo, nacida en 1951, supuestamente sensible pero con tendencia a ser susceptible e inquietarme a la primera señal de crítica.
Tras nuestro lamentable almuerzo, abandoné la idea de que podía encontrar una buena ocasión para darle la noticia de que Rich Shields y yo vamos a casarnos.
– ¿Por qué estás tan nerviosa? -me preguntó mi amiga Marlene Ferber por teléfono la otra noche-. No es como si Rich fuese la hez de la sociedad. Por Dios, es un abogado especializado en impuestos, como tú. ¿Cómo puede criticar eso?
– No conoces a mi madre. Para ella nada es nunca suficientemente bueno.
– Pues fúgate con él -sugirió Marlene.
– Eso es lo que hice con Marvin.
Marvin fue mi primer marido y había sido mi novio la escuela secundaria.
– Pues entonces ya tienes experiencia -dijo Marlene.
– Cuando mi madre nos encontró, nos tiró un zapato… y eso fue sólo el comienzo.
Mi madre no conocía a Rich. De hecho, cada vez que sacaba su nombre a colación, cuando decía, por ejemplo, que Rich y yo habíamos ido a un concierto, que Rich había llevado al zoo a Shoshana, mi hija de cuatro años, mi madre encontraba la manera de cambiar de tema.
Mientras esperábamos que nos trajeran la cuenta en el restaurante Cuatro Direcciones, le comenté:
– ¿Te he contado lo bien que se lo pasó Shoshana con Rich en el Exploratorium? Él…
– Ah -me interrumpió-, no te lo he dicho. Es sobre tu padre. Los médicos decían que quizá necesitaría cirugía exploratoria. Pero no, ahora dicen que todo normal, sólo tiene un estreñimiento excesivo.
Me di por vencida. En seguida caímos en la rutina habitual. Pagué la cuenta con un billete de diez dólares y tres de uno. Mi madre retiró los tres billetes de dólar, contó las monedas exactas, trece centavos, y las puso en la bandeja en vez de los billetes, explicándome con firmeza: «¡Nada de propina!», al tiempo que echaba atrás la cabeza con una sonrisa triunfante. Y mientras ella iba al lavabo, le deslicé al camarero un billete de cinco dólares. El meneó la cabeza, con una profunda comprensión. Mientras ella estaba ausente ideé otro plan.
– Choszle! (¡Ahí dentro huele que apesta!) -murmuró al salir del lavabo. Me enseñó un paquetito de Kleenex, pues no confiaba en el papel higiénico de los demás-. ¿Lo necesitas?
Hice un gesto negativo con la cabeza.
– Antes de dejarte vamos a pasar un momento por casa -le dije-. Quiero mostrarte algo.
Hacía meses que mi madre no iba al piso. Cuando estaba casada con mi primer marido, solía presentarse sin previo aviso, hasta que un día le sugerí que telefoneara con antelación. Desde entonces se ha negado a venir, a menos que la invite oficialmente.
Así pues, observé su reacción ante los cambios producidos en el piso, desde la vivienda que mantuve impecable después del divorcio, cuando de súbito tuve demasiado tiempo para ordenar mi vida, hasta el caos actual de un hogar lleno de vida y amor. Por el pasillo estaban esparcidos los juguetes de Shoshana, todos de plástico brillante y con las piezas diseminadas. En la sala de estar había un juego de barras con pesas, dos copas de coñac sucias sobre la mesita de centro, las entrañas de un teléfono que Shoshana y Rich desmontaron el otro día para ver de dónde salían las voces.
– Está ahí, al fondo -le dije.
Seguimos andando hacia el dormitorio trasero. La cama estaba sin hacer, los cajones de la cómoda abiertos e inclinados, por lo que algunos calcetines y corbatas habían caído al suelo. Mi madre pisó unos zapatos de marcha, más juguetes de Shoshana, las zapatillas negras de Rich, mis pañuelos, un rimero de camisas blancas colocado detrás del aspirador.
Su expresión era de dolor y rechazo, y me recordaba la época lejana en que nos llevó a mis hermanos y a mí a un dispensario para que nos revacunaran contra la polio. Cuando la aguja penetró en el brazo de mi hermano y éste gritó, mi madre me miró angustiada y me aseguró: «Al siguiente no le hará daño».
Ahora, sin embargo, ¿cómo podía ignorar mi madre que estábamos viviendo juntos, que lo nuestro iba en serio y no desaparecería aunque ella se empeñara en silenciarlo? Tenía que decir algo.
Abrí el armario y saqué el chaquetón de visón que Rich me había regalado para Navidad. Era el regalo más extravagante que había recibido en toda mi vida. Me lo puse.
– Es un regalo tonto -dije nerviosamente-. En San Francisco nunca hace bastante frío para llevar visón, pero parece que es una moda, lo que los hombres compran a sus esposas y novias estos días.
Mi madre guardaba silencio. Estaba mirando el armario abierto, lleno de zapatos, corbatas, mis vestidos y los trajes de Rich. Tocó el visón.
– Esto no es tan bueno -dijo por fin-. No son más que tiras sobrantes y la piel es demasiado corta, sin pelos largos.
– ¡Cómo puedes criticar un regalo! -protesté, profundamente herida-. Me lo ha regalado con todo su cariño.
– Por eso me preocupa -replicó.
Miré el chaquetón reflejado en el espejo y ya no pude seguir teniendo a raya la fuerza de voluntad de mi madre, su capacidad para hacerme ver negro lo que había sido blanco y viceversa. La prenda parecía pobre, una mala imitación del lujo verdadero.
– ¿No vas a decir nada más? -le pregunté con suavidad.
– ¿Qué debería decir?
– Sobre el piso, sobre todo esto. -Hice un gesto abarcando las señales diseminadas de la presencia de Rich.
Ella miró a su alrededor, luego hacia el pasillo y, finalmente, dijo:
– Tienes una carrera, estás ocupada, quieres vivir con este desorden. ¿Qué puedo decir?
Mi madre sabe cómo tocar una fibra sensible, y el dolor que siento es peor que el de cualquier otra clase de aflicción, porque lo que ella hace me afecta siempre como una conmoción, exactamente como una sacudida eléctrica, que se instala permanentemente en mi memoria. Todavía recuerdo la primera vez que lo experimenté.
***
Tenía entonces diez años y, aunque pequeña, sabía que mi habilidad en el juego de ajedrez era un don. No me costaba esfuerzo, era muy fácil para mí. Podía ver sobre el tablero cosas que a otros les pasaban inadvertidas. Podía levantar barreras protectoras que eran invisibles para mis adversarios. Y este don me proporcionó una confianza suprema. Sabía que harían mis adversarios, jugada tras jugada. Sabía en que preciso instante cambiaría su expresión cuando mi estrategia en apariencia sencilla e infantil se revelara como una trayectoria devastadora e irrevocable. Me encantaba ganar.
Y a mi madre le gustaba alardear de mí, mostrarme como uno de mis muchos trofeos que ella abrillantaba. Solía comentar mis jugadas como si ella hubiera ideado las estrategias.
– Le dije a mi hija que usara sus caballos para atropellar al enemigo -informó a un tendero-. De esta manera ganó con mucha rapidez.
Y, por supuesto, había dicho eso antes de la partida… eso y un centenar de otras cosas inútiles que no habían tenido nada que ver con mi triunfo.
Cuando nos visitaban amigos de la familia les confiaba:
– No hace falta ser muy listo para ganar en el ajedrez. Todo son trucos. Soplas desde el norte, el sur, el este y el oeste, y el contrario se confunde, no sabe hacia qué lado correr.
Yo detestaba esa manera de arrogarse todo el mérito, y un día se lo dije así, gritándole en la calle Stockton, en medio de la gente. Le dije que no sabía nada y que no debería alardear, sino callarse. No recuerdo mis palabras exactas, pero en esencia era eso.
Aquella noche y el día siguiente no me dirigió la palabra. Habló duramente de mí a mi padre y mis hermanos, como si me hubiera vuelto invisible y hablara de un pescado podrido que había tirado pero cuyo olor persistía.
Yo conocía esta estrategia, la manera solapada de provocar la ira de alguien y hacerle caer en una trampa, así que hice caso omiso de ella, me negué a hablar y esperé a que cediera.
Después de que transcurrieran muchos días en silencio me senté en mi cuarto, mirando las sesenta y cuatro casillas del tablero e intentando pensar en otro sistema. Entonces decidí dejar de jugar al ajedrez.
Por supuesto, no quería abandonarlo para siempre, sino sólo por unos días, como máximo, y expuse ostentosamente mi decisión. En vez de practicar en mi habitación cada noche, como hacía siempre, fui a la sala y me senté ante el televisor con mis hermanos, quienes se quedaron mirándome, molestos por la intrusión. Los usé para reforzar mi plan, hice crujir los nudillos para fastidiarles.