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En el aeropuerto estoy agotada. Anoche no pude dormir. Aiyi me siguió a mi dormitorio a las tres de la madrugada y se quedó dormida al instante en una de las camas gemelas, roncando como un leñador. Permanecí despierta pensando en mi madre, consciente de lo poco que he sabido de ella, apesadumbrada porque mis hermanas y yo la hemos perdido.
Y ahora, en el aeropuerto, tras estrecharle la mano a todos y despedirme de ellos, pienso en las diferentes formas en que nos separamos de la gente en este mundo. Saludando alegremente a unos en las terminales, sabedores de que nunca volveremos a vemos. Dejando a otros en la cuneta de la carretera con la confianza de un futuro reencuentro. Descubriendo a mi madre en el relato de mi padre y despidiéndome de ella sin tener la oportunidad de conocerla mejor.
Aiyi me sonríe mientras esperamos que nos avisen para embarcar. ¡Qué anciana es! Deslizo un brazo sobre sus hombros mientras rodeo a Lili con el otro. Casi parecen las dos del mismo tamaño. Llega la hora de partir. Cuando nos decimos adiós una vez más, tengo la sensación de que voy de un funeral a otro. De mi mano penden dos billetes para Shanghai. En un par de horas estaremos allí.
El avión despega. Cierro los ojos. ¿Cómo podré hablarles de mi madre en mi chino deplorable? ¿Por dónde empezaré?
– Despierta, hemos llegado -me dice mi padre.
Al despertarme siento el pulso desbocado en mi garganta. Miro a través de la ventanilla y veo que el avión ya rueda por la pista de aterrizaje. El ambiente exterior es gris.
Y ahora bajo por la escalerilla de la terminal, recorro un trecho alquitranado y entro en la terminal. Ojalá, me digo, ojalá ella hubiera vivido lo suficiente para ser quien va al encuentro de mis hermanas. Estoy tan nerviosa que ni siquiera siento mis pies. Me muevo sin saber cómo.
– ¡Ahí está! -grita alguien.
Y entonces la veo. El cabello corto, el cuerpo menudo y esa misma expresión en el rostro. Se aprieta la boca con el dorso de la mano. Está llorando, como si hubiera vivido una terrible experiencia cuyo final la hiciera feliz.
No, no es como mi madre, pero tiene la misma expresión que ella cuando yo contaba cinco años y una tarde desaparecí durante tanto tiempo que se convenció de que había muerto. Cuando aparecí milagrosamente, con los ojos somnolientos, saliendo de debajo de mi cama, lloró y rió y se mordió el dorso de la mano para asegurarse de que era cierto.
Ahora la veo de nuevo, las veo a las dos agitando las manos y mostrando una foto, la Polaroid que les envié. En cuanto entro en la terminal, corro a su encuentro, ellas vienen hacia mí y nos abrazamos, los titubeos y las expectativas olvidados por completo.
– Mamá, mamá -murmuramos, como si ella estuviera entre nosotras.
Mis hermanas me miran con orgullo.
– Meimei jandale -le dice una a la otra-. La hermana pequeña se ha hecho mayor.
Vuelvo a mirarles el rostro y no distingo ningún rasgo de mi madre. Sin embargo, siguen pareciéndome familiares. Y me doy cuenta de cuál es mi parte china. Es algo tan evidente… algo que está en la familia, en la sangre, algo que por fin puedo liberar.
Mis hermanas y yo estamos abrazadas, riéndonos y enjugándonos mutuamente las lágrimas. Mi padre dispara la Polaroid y nos ofrece la instantánea. Mis hermanas y yo contemplamos el papel en silencio, ansiosas por ver lo que aparece.
La superficie gris verdosa se troca en los brillantes colores de nuestras tres imágenes, nítidos e intensos, tras unos pocos segundos. Y aunque no hablamos, sé lo que vemos las tres: juntas nos parecemos a nuestra madre. Sus mismos ojos, su misma boca, abierta por la sorpresa de ver al fin hecho realidad su sueño largamente acariciado.
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