»Había cosido dinero y joyas en el forro de su vestido, y suponía que sería suficiente para pagar a quienes aceptaran llevarla. Creía que, con suerte, no tendría que desprenderse del pesado brazalete de oro y el anillo de jade, joyas heredadas de su madre, tu abuela.
»Al tercer día de camino, no había hecho ningún trueque. Las carreteras estaban llenas de gente que huía y suplicaba a los camioneros que la llevara. Los camiones pasaban de largo, pues sus conductores temían detenerse.
Tu madre no encontró a nadie que la llevara, y empezó a sufrir dolores de estómago causados por la disentería.
»En dos cabestrillos que había hecho con pañuelos llevaba a los bebés, cuyo peso le lastimaba los hombros. Le salieron ampollas en las palmas, debidas al roce con las asas de cuero de las maletas, y luego las ampollas reventaron y empezaron a sangrar. Al cabo de algún tiempo abandonó las maletas, quedándose sólo con la comida y alguna ropa. Más tarde prescindió también de las bolsas de harina de trigo y arroz y siguió caminando así a lo largo de muchos kilómetros, cantando canciones a las pequeñas, hasta que el dolor y la fiebre la hicieron delirar.
»Finalmente, no pudo dar ni un solo paso más. No tenía fuerzas para seguir acarreando a los bebés, y se dejó caer al suelo. Sabía que moriría a causa de su enfermedad, o quizá de sed o hambre, o a manos de los japoneses, a los que creía muy cerca.
»Sacó a sus hijitas de los cabestrillos y las sentó en el borde de la carretera. Se tendió a su lado y les dijo que eran muy buenas y tranquilas. Ellas le sonreían, tendiendo sus rollizas manitas, deseosas de que volviera a cogerlas. Entonces comprendió que no soportaría verlas morir con ella.
»Vio a una familia con tres niños pequeños que avanzaban por la carretera en un carromato.
»"Llevaos a mis pequeñas, por favor", les imploró. Pero ellos la miraron inexpresivos y siguieron su camino sin detenerse.
»Vio pasar a otra persona y la llamó. Esta vez el hombre se volvió, y tenía una expresión tan terrible, que tu madre se estremeció y desvió la vista. Dijo que parecía la encarnación de la muerte.
»Cuando la carretera volvió a quedar desierta, tu madre desgarró el forro de su vestido y puso las joyas bajo la camisita de un bebé y el dinero bajo la del otro. Sacó del bolsillo las fotos de su familia, la de sus padres, la de ella y su marido el día de la boda, y escribió en el dorso de cada una los nombres de los bebés y el mismo mensaje: "Por favor, cuide de estas niñas con el dinero y las joyas adjuntas. Cuando se pueda viajar sin peligro, si las lleva a Shanghai, 9 Weichang Lu, la agradecida familia le dará una generosa recompensa. Li Suyuan y Wang Fuchi".
»Entonces acarició las mejillas de sus hijas, diciéndoles que no llorasen: iba a caminar un trecho por la carretera en busca de comida y volvería en seguida. Y, sin mirar atrás, echó a andar, tambaleándose y llorando, sólo pensando en esta última esperanza: que alguien de buen corazón encontrara a sus hijas y cuidara de ellas. No se permitía imaginar otra cosa.
»No recordaba cuánto caminó, que dirección siguió, cuándo perdió el sentido ni cómo la encontraron. Cuando despertó, estaba en la caja de un camión traqueteante, entre otros enfermos, todos los cuales gemían. Y ella se echó a gritar, creyendo que ahora viajaba hacia un infierno budista, pero el rostro de una misionera americana se inclinó sobre ella y le sonrió, hablándole cariñosamente en una lengua que ella no comprendía. No obstante, algo pudo entender: la habían salvado, sencillamente, y ahora era demasiado tarde para regresar y salvar a sus bebés.
»Cuando llegó a Chungking, se enteró de que su marido había muerto dos días antes. Más adelante me dijo que se echó a reír cuando los oficiales le dieron la noticia, pues su extravío y su enfermedad la hacían delirar. Llegar tan lejos, perder tanto y no encontrar nada…
»Yo la conocí en el hospital. Estaba tendida en un camastro, apenas capaz de moverse, delgadísima a causa de la disentería. Yo había ido allí para tratarme un pie, del que había perdido un dedo, seccionado por un cascote desprendido. Vi que estaba hablando consigo misma en voz alta.
»"Mira esta ropa", murmuraba, y vi que llevaba puesto un vestido nada habitual en tiempos de guerra, de satén sedoso. Estaba muy sucio, pero no había duda de que era un vestido precioso.
»"Mira qué cara", musitó a continuación, y vi su rostro tiznado, las mejillas hundidas, los ojos brillantes. "¿No ves qué estúpida era tu esperanza? Creía haberlo perdido todo, excepto estas dos cosas", murmuró, "y me preguntaba qué perdería a continuación. ¿Las ropas o la esperanza? ¿La esperanza o las ropas? Pero mira qué ocurre ahora", dijo riendo, como si todas sus oraciones hubieran sido atendidas. Y empezó a arrancarse hebras de cabello tan fácilmente como se arranca el trigo nuevo del suelo húmedo.
– Las encontró una vieja campesina. "¿Cómo podría haberme resistido?", les preguntó más adelante, cuando fueron mayores. Seguían sentadas obedientemente cerca de donde tu madre las había dejado, como pequeñas hadas que aguardaran la llegada de su carroza.
»La mujer, Mei Ching, y su marido, Mei Han, vivían en una cueva. Había centenares de cuevas como aquélla ocultas en Kweilin y sus alrededores, tan secretas que la gente siguió escondida en ellas incluso después del final de la guerra. Los Mei salían de su cueva de vez en cuando en busca de alimentos abandonados en la carretera, y a veces encontraban cosas que era una pena desperdiciar. Así, un día llevaban a su cueva un juego de cuencas de arroz delicadamente pintados, otro día un pequeño taburete con el asiento de terciopelo y dos mantas de matrimonio nuevas. Y una vez encontraron a tus hermanas.
»Eran piadosos musulmanes, creían que los bebés gemelos eran un señal de doble suerte, y se cercioraron de ello cuando, aquella noche, descubrieron lo valiosas que eran las pequeñas. Ella y su marido nunca habían visto unos brazaletes semejantes, y aunque admiraron las fotos y comprendieron que los bebés procedían de una buena familia, no sabían leer ni escribir. Pasaron muchos meses antes de que Mei Chung encontrara a alguien capaz de leer el mensaje escrito en el dorso de las fotografías, y por entonces quería a las pequeñas como si fuesen sus propias hijas.
»El marido, Mei Han, murió en 1952. Las gemelas ya tenían ocho años, y Mei Ching decidió que era hora de encontrar a su verdadera familia. Mostró a las niñas la foto de su madre y les dijo que habían nacido en el seno de una familia importante y que las llevaría a ver a su madre y sus abuelos auténticos. Les habló de la recompensa, pero juró que la rechazaría. Quería tanto a las pequeñas que su único deseo era conseguirles aquello a lo que tenían derecho, una vida mejor, una buena casa y educación adecuada. Tal vez la familia le permitiría quedarse como ama de las niñas. Sí, estaba segura de que insistirían en ello.
»Por supuesto, cuando se presentó en el número 9 de Weichang Lu, en la antigua Concesión Francesa, encontró algo muy distinto a lo que esperaba. Allí se levantaba una fábrica recién construida y ninguno de los trabajadores sabía qué había sido de la familia cuya casa ardió en aquel lugar.
»Desde luego, Mei Ching no podía saber que tu madre y yo, su nuevo marido, ya habíamos ido al mismo lugar en 1945, con la esperanza de encontrar a la familia y las hijas.
»Tu madre y yo permanecimos en China hasta 1947. Fuimos a muchas ciudades, regresamos a Kweilin, pasamos por Changsha y nos adentramos en el sur, llegando hasta Kunming. Ella siempre miraba por el rabillo del ojo, primero buscando bebés y más adelante niñas pequeñas. Luego fuimos a Hong Kong, y cuando por fin partimos hacia Estados Unidos, en 1949, me pareció que incluso buscaba a sus hijas en el barco. Pero tras nuestra llegada no volvió a hablar de ellas, y pensé que por fin habían muerto en su corazón.
»Cuando fue posible el intercambio postal entre China y Estados Unidos, escribió en seguida a unos viejos amigos de Shanghai y Kweilin. No me informó que lo había hecho, y lo supe por tía Lindo. Sin embargo, por aquel entonces habían cambiado los nombres de todas las calles, algunas de aquellas personas estaban muertas y otras se habían mudado, por lo que pasaron muchos años hasta que logró encontrar un contacto, y cuando por fin obtuvo la dirección de una compañera de escuela y le escribió pidiéndole que buscara a sus hijas, la amiga le respondió diciéndole que era tan imposible como buscar una aguja en el fondo del océano. ¿Cómo sabía que sus hijas estaban en Shanghai y no en algún otro lugar de China? Naturalmente, la amiga no le preguntó cómo sabía que sus hijas estaban vivas.
»Así pues, su compañera de escuela no buscó a tus hermanas. Había que tener una imaginación enfermiza para buscar criaturas perdidas durante la guerra, y ella no tenía tiempo para eso.
»Pero cada año tu madre escribía a distintas personas, y el último año creo que concibió la gran idea de ir a China y buscar ella misma a tus hermanas. Recuerdo que me dijo: "Deberíamos ir antes de que sea demasiado tarde, Canning, antes de que nos hagamos demasiado viejos". Y yo le repliqué que ya éramos demasiado viejos y era demasiado tarde.
»¡Pensé que quería ir de turismo! Desconocía su intención de ir en busca de sus hijas. Por eso cuando dije que era demasiado tarde, debí de hacerle concebir la idea terrible de que las chicas podrían haber muerto. Y creo que esa posibilidad fue creciendo más y más en su cabeza, hasta que acabó con ella.
»Tal vez fue el espíritu de tu madre muerta lo que guió a su compañera de escuela de Shanghai a encontrar a sus hijas, porque después de su muerte, la antigua amiga vio a tus hermanas por casualidad, cuando compraba zapatos en el Almacén Número Uno de la calle Nanjing Dong. Dijo que fue como un sueño ver a aquellas dos mujeres tan iguales, que subían juntas las escaleras. Había algo en la expresión de sus caras que evocó en aquella señora a tu madre.
»Se acercó a ellas y las llamó por sus nombres, que ellas, claro está, no reconocieron al principio, porque Mei Ching se los había cambiado. Pero la amiga de tu madre estaba tan segura que insistió. "¿No sois Wang Chwun Yu y Wang Chwun Hwa?", les preguntó.
»Y entonces las gemelas se excitaron mucho, pues recordaron los nombres escritos en el dorso de una vieja foto, la de un hombre y una mujer jóvenes a los que todavía honraban como sus primeros padres queridos, que murieron y se transformaron en espíritus que vagaban por la tierra buscándolas.