Литмир - Электронная Библиотека

JING-MEI WOO

Dos clases

Mi madre creía que en los Estados Unidos puedes ser cualquier cosa que te propongas, puedes abrir un restaurante, trabajar para el gobierno y obtener una buena pensión al jubilarte, comprar una casa sin apenas entregar dinero a cuenta, hacerte rico, ser famoso de la noche a la mañana.

– Por supuesto, también puedes ser un prodigio -me dijo cuando tenía nueve años-. Puedes ser la mejoren lo que quieras. ¿Qué sabe tía Lindo? Su hija sólo es la mejor tramposa.

Mi madre cifraba en los Estados Unidos todas sus esperanzas. Llegó a este país en 1949, tras perderlo todo en China, sus padres, su hogar, su primer marido y dos hijas, dos bebés gemelos. Pero jamás miró atrás con pesar. Las cosas mejorarían en muchos aspectos.

***

No encontramos en seguida la clase de prodigio más adecuada. Al principio mi madre pensó que yo podría ser una Shirley Temple china. Mirábamos viejas películas de Shirley por televisión, como si fuesen material de adiestramiento. Mi madre me tocaba el brazo y decía:

– Ni kan (Fíjate).

Y yo veía a Shirley bailando un zapateado o cantando una canción de marineros o frunciendo los labios hasta formar una O muy redonda mientras decía: «Oh, Dios mío».

– Ni Kan -repetía cuando los ojos de Shirley se inundaban de lágrimas-. Ya sabes cómo hacerlo. ¡Para llorar no se necesita talento!

Poco después de que a mi madre se le ocurriera la idea de que debería imitar a Shirley Temple, me llevó a una escuela de peluquería en el distrito de Mission y me puso en manos de una alumna que apenas podía sostener las tijeras sin que le temblara la mano. En vez de salir de allí con unos rizos grandes y espesos, lo hice con una masa irregular de lanilla negra y crespa. Mi madre me llevó a rastras al baño y trató de alisarme el pelo mojándolo.

– Pareces una china negra -se lamentó, como si yo hubiera hecho aquel desaguisado a propósito.

La instructora de la escuela de peluquería tuvo que podar aquellos húmedos mechones para igualarme de nuevo el cabello.

– Últimamente Peter Pan es muy popular -le aseguró a mi madre.

A hora tenía el pelo corto como el de un chico, con un flequillo ladeado cinco centímetros por encima de las cejas. Ese corte de pelo me gustaba, me estimulaba a esperar ilusionada mi futura fama.

La verdad es que al principio estaba tan excitada como mi madre, tal vez incluso más. Me representaba esa faceta de niña prodigio con muchas imágenes diferentes, que me probaba como prendas de vestir, para ver cuál me sentaba mejor. Unas veces era una refinada bailarina, de pie al lado del telón, en espera de escuchar la música que me haría avanzar deslizándome sobre las puntas de los pies. Otras veces era el Niño Jesús, alzado del pesebre de paja y llorando con sagrada indignación, o era Cenicienta, bajando de la calabaza convertida en carroza con una centelleante música de dibujos animados llenando la atmósfera.

Imaginaba todas esas cosas con la sensación de que pronto llegaría a ser perfecta. Mis padres me adorarían, mi comportamiento sería irreprochable, jamás me enfurruñaría por nada.

Pero a veces el componente prodigioso de mi personalidad se volvía impaciente. «Si no te das prisa y me sacas de aquí», me advertía, «voy a desaparecer para siempre, y entonces nunca serás nada».

Cada noche, después de la cena, mi madre y yo nos sentábamos en la cocina, ante la mesa de formica. Ella me so metía a nuevas pruebas, tomando sus ejemplos de relatos sobre niños sorprendentes que había leído en el Créalo o no de Ripley, La buena ama de casa, Reader's Digest y una docena más de revistas que guardaba amontonadas en nuestro dormitorio. Esas revistas se las regalaban las personas cuyas casas iba a limpiar y, como limpiaba muchas casas cada se mana, teníamos un gran surtido. Las hojeaba todas, buscando relatos sobre niños notables.

La primera noche se sirvió de la anécdota de un niño de tres años que conocía las capitales de todos los estados y hasta de la mayor parte de países europeos. La revista citaba a un maestro según el cual el pequeño también sabía pronunciar correctamente los nombres de las ciudades extranjeras.

– ¿Cuál es la capital de Finlandia? -me preguntó mi madre, mirando la revista.

Yo sólo conocía la capital de California, porque Sacramento era el nombre de la calle de Chinatown donde vivíamos.

– ¡Nairobi! -conjeturé, diciendo la palabra más extranjera que se me ocurrió. Ella comprobó si ésa era una posible pronunciación de «Helsinki» antes de mostrarme la respuesta correcta.

Las dificultades de las pruebas fue en aumento: tenía que multiplicar mentalmente, encontrar la reina de corazones en una baraja, tratar de mantenerme vertical sobre la cabeza sin usar las manos, predecir las temperaturas diarias en Los Angeles, Nueva York y Londres.

Una noche tuve que leer una página de la Biblia durante tres minutos y luego decirle todo lo que recordaba.

– Ahora Josafat tenía riquezas y honores en abundancia y… Eso es todo lo que recuerdo, mamá.

Al ver una vez más la decepción reflejada en el rostro de mi madre, algo empezó a morir dentro de mí. Detestaba aquellas pruebas, las esperanzas que alimentábamos y las expectativas fallidas.

Aquella noche, antes de acostarme, me miré en el espejo sobre el lavabo, y al ver mi propio rostro devolviéndome la mirada, pensé que siempre tendría aquella cara ordinaria y me eché a llorar. ¡Qué niña tan triste y tan fea! Emití unos sonidos agudos, como un animal enloquecido, e intenté arañar el rostro del espejo.

Y entonces vi lo que parecía mi elemento prodigioso, porque nunca hasta entonces había visto semejante rostro. Contemplé mi imagen reflejada, parpadeando para poder verla con más claridad. La niña que me miraba estaba furiosa, llena de energía. Aquella niña y yo éramos la misma persona. Tuve nuevos pensamientos, unos pensamientos obstinados, o más bien cargados de negativas. Me prometí que no permitiría a mi madre cambiarme. No sería lo que no era.

En lo sucesivo, cada vez que mi madre me sometía a sus pruebas, yo actuaba abúlicamente, con la cabeza apoyada en un brazo, fingiendo que me aburría. Pero no necesitaba fingir, pues me aburría de veras. Me aburría tanto que empecé a contar las veces que sonaban las sirenas de niebla en la bahía, mientras mi madre me preguntaba otras cosas. Aquel sonido era consolador y me recordaba la vaca que salta a la luna.

Al día siguiente puse en práctica un juego: ver si mi madre me daba por inútil antes de que contara ocho toques de de sirena. Al cabo de poco tiempo solía contar sólo uno, dos toques como máximo. Por fin estaba empezando a perder la esperanza.

Transcurrieron dos o tres meses sin que saliera a relucir mi faceta de niña prodigio. Un día mi madre estaba mirando el programa de Ed Sullivan por televisión. El receptor era viejo y el sonido se desvanecía continuamente. Cada vez que mi madre se levantaba a medias del sofá para ajustar el volumen, el sonido regresaba y se oían las palabras de Ed, pero en cuanto se sentaba, el presentador volvía a quedar en silencio. Se levantaba, y el televisor emitía música de piano a todo volumen; nada más sentarse, se hacía el silencio. Y así una y otra vez, arriba y abajo, adelante y atrás, silencio y sonido. Era como si mi madre y el receptor bailaran rápidamente una extraña danza en la que no se entrelazaran las parejas. Finalmente se levantó y permaneció al lado del televisor, con la mano en el botón del sonido.

Parecía fascinada por la música, una pieza de piano un tanto frenética, con una cualidad hipnotizante, unos pasajes rápidos seguidos por otros de ritmo marcado y guasón, antes de volver a las partes rápidas y retozonas.

– Ni kan -dijo mi madre, llamándome la atención con apresurados ademanes-o Mira esto.

Noté por qué aquella música fascinaba a mi madre. La estaba tocando una niña china, de unos nueve años, con un corte de pelo a lo Peter Pan y el atrevimiento de una Shirley Temple. Era orgullosamente recatada, como una buena muchacha china. Al terminar hizo una graciosa reverencia, de modo que la falda ahuecada de su vestido blanco descendió lentamente hacia el suelo, como los pétalos de un clavel enorme.

A pesar de estas señales de advertencia, no me preocupé. Nuestra familia no tenía piano y no podíamos permitirnos comprar uno, y no digamos costear resmas de papel de papel de música y clases de piano. Por eso pude ser generosa en mis comentarios cuando mi madre despotricó contra la niña de la televisión.

– Sabe tocar las notas, pero no suena bien -se quejó mi madre-. No es un sonido melodioso.

– ¿Por qué te metes con ella? -le dije sin pensarlo dos veces-. Es bastante buena. Tal vez no sea la mejor, pero pone mucho empeño. -Supe que en seguida me arrepentiría de haber dicho tal cosa.

– Lo mismo que tú -replicó mi madre-. No eres la mejor, porque no lo intentas.

Emitió un ligero bufido al tiempo que soltaba el botón del sonido y volvía a sentarse en el sofá.

La chinita también se sentó para tocar una repetición de la «Danza de Anitra» de Grieg. Recuerdo la canción porque más adelante tuve que aprender a tocarla.

Tres días después de aquel programa televisivo de Ed Sullivan, mi madre me comunicó el horario de las clases de teoría y práctica de piano. Había hablado con el señor que vivía en el primer piso de nuestro edificio. El señor Chong era profesor de piano retirado, y mi madre había trocado con él sus servicios de empleada doméstica por lecciones semanales y un piano para que yo practicara cada día, dos horas diarias, de cuatro a seis.

Cuando lo supe, me sentí como si mi madre me hubiera enviado al infierno. Sollocé y, cuando no pude soportarlo más, me puse a patalear.

– ¿Por qué no te gusto tal como soy? ¡N o soy ningún genio! ¡No puedo tocar el piano, y aunque pudiera no iría a la televisión aunque me dieras un millón de dólares!

Mi madre me abofeteó.

– ¿Quién te pide que seas un genio? -gritó-. Tan sólo deseo que des lo mejor de ti misma, por tu propio bien. ¿Crees que quiero que seas un genio? ¡Qué va! ¿Para qué? ¿Quién te pide tal cosa?

Luego le oí murmurar en chino: «Qué ingrata es. Si tuviera tanto talento como mal carácter, ya sería famosa».

32
{"b":"94390","o":1}