Urracas
Ayer mi hija me dijo que su matrimonio se viene abajo y ahora lo único que puede hacer es contemplar cómo se desmorona. Se tiende en un diván de psiquiatra y habla entre lágrimas de esta desgracia. Creo que seguirá ahí tendida hasta que no quede nada por caer, nada por lo que llorar.
– ¡No hay ninguna alternativa! -exclamó.
No se da cuenta de que, si no habla, ya está siguiendo una alternativa. Si no lo intenta, puede perder su oportunidad para siempre.
Lo sé porque me educaron a la manera china: me enseñaron a no desear nada, a tragarme la desgracia de otros, a comerme mi propia amargura.
¡Y aunque enseñé a mi hija lo contrario, ella ha seguido el mismo camino! Tal vez se deba a que soy su madre y es mujer, y yo soy hija de mi madre y mujer también. Todas somos como unas escaleras, un escalón tras otro, que llevan arriba y abajo pero en la misma dirección.
Sé lo que es permanecer en silencio, escuchar y observar, como si la vida fuese un sueño. Puedes cerrar los ojos cuando ya no quieres mirar, pero cuando ya no deseas escuchar, ¿qué puedes hacer? Aún oigo lo que sucedió hace más de sesenta años.
***
Cuando mi madre llegó a casa de mi tío, en Ningpo, era una desconocida para mí. Yo tenía nueve años y no la había visto en mucho tiempo, pero supe que era mi madre por el dolor que experimenté.
– No mires a esa mujer -me advirtió mi tía-. Ha vuelto el rostro hacia la corriente que fluye del este. Su espíritu ancestral se ha perdido para siempre. La persona que ves es sólo carne descompuesta, maligna, podrida hasta los huesos.
Y yo miré fijamente a mi madre. No me parecía maligna, y quería tocar su rostro, tan parecido al mío.
Es cierto que llevaba unas extrañas ropas extranjeras, pero no replicó cuando mi tía la maldijo. Inclinó aún más la cabeza cuando mi tío la abofeteó por llamarle hermano. Lloró sinceramente cuando Popo murió, aunque Popo, su madre, la había echado de casa muchos años atrás. Y después del funeral de Popo, obedeció a mi tío. Se preparó para regresar a Tientsin, donde había deshonrado su viudedad al convertirse en la tercera concubina de un hombre rico.
¿Cómo pudo marcharse sin mí? Yo no podía hacer esta pregunta. Era una niña. Sólo podía observar y escuchar.
La noche anterior al día de su marcha, sostuvo mi cabeza contra su cuerpo, como si quisiera protegerme de un peligro que yo no veía. Yo estaba llorando para que regresara antes incluso de haberse ido. Y, mientras yacía en su regazo, me contó una historia.
– An-mei -susurró-, ¿has visto la tortuguita que vive en el estanque?
Asentí. El estanque estaba en nuestro patio, y yo solía sumergir un palo en el agua tranquila para que la tortuga saliera de su refugio debajo de las rocas.
– Esa tortuga ya estaba ahí cuando yo era pequeña -prosiguió mi madre-. A menudo me sentaba en la orilla del estanque y veía cómo nadaba hasta la superficie y mordía el aire con su piquito. Es una tortuga muy vieja.
Podía ver aquella tortuga en mi mente y sabía que mi madre veía el mismo animal.
– Esa tortuga se alimenta de nuestros pensamientos. Lo supe un día, cuando tenía tu edad y Popo me dijo que ya no podía seguir siendo una niña. Me dijo que no podía gritar ni correr ni sentarme en el suelo para cazar grillos. No podía llorar si estaba decepcionada. Tenía que permanecer en silencio y escuchar a mis mayores. Y si no lo hacía así, Popo dijo que me cortaría el pelo y me enviaría a un sitio donde vivían las monjas budistas.
»Aquella noche, después de que Popo me dijera eso, me senté en la orilla del estanque, mirando el agua. Y, como era débil, empecé a llorar. Entonces vi que la tortuga nadaba hacia la superficie, y su pico se tragaba mis lágrimas en cuanto éstas caían al agua. Las engullía velozmente, cinco, seis, siete lágrimas, y luego salió del estanque, se arrastró hasta una piedra de superficie suave y, una vez encima de ella, empezó a hablar. Me dijo: "He bebido tus lágrimas, y por eso conozco el motivo de tu aflicción, pero debo advertirte que si lloras tu vida siempre será triste".
»Entonces la tortuga abrió el pico y arrojó cinco, seis, siete huevos perlinos. Los huevos se rompieron y de ellos salieron siete pájaros, los cuales en seguida se pusieron a trinar y cantar. Por sus vientres blancos como la nieve y sus voces hermosas supe que eran urracas, aves de alegría. Los pájaros inclinaron sus picos sobre al agua y bebieron ávidamente. Cuando alargué la mano para coger uno, todos se irguieron, agitaron sus alas negras en mi cara y alzaron el vuelo, riendo.
»La tortuga regresó despaciosamente al agua.
»"Ahora sabes por qué es inútil llorar", me dijo. "Tus lágrimas no arrastran consigo tus penas, sino que alimentan la alegría de otros. Por eso debes aprender a tragarte tus propias lágrimas."
Pero cuando mi madre concluyó este relato, vi que estaba llorando, y yo también reanudé mi llanto, porque aquel era nuestro destino, vivir como dos tortugas viendo juntas el mundo acuático desde el fondo del pequeño estanque.
Por la mañana me desperté al oír, no al pájaro de la alegría, sino gritos airados a lo lejos. Salté de la cama y corrí a asomarme a la ventana. MI madre estaba arrodillada en el patio, arañando el suelo de piedra con los dedos, como si hubiera perdido algo y supiera que no podría encontrarlo jamás. Mi tío, el hermano de mi madre, estaba ante ella, y le gritaba.
– ¡Quieres llevarte a tu hija y arruinar también su vida!
– Dio una patada en el suelo, como si esta idea fuese demasiado impertinente-. Ya deberías haberte ido.
Mi madre no decía nada. Seguía en el suelo con la cabeza inclinada y la espalda tan redondeada como la tortuga del estanque. Estaba llorando con la boca cerrada, y yo empecé a llorar de la misma manera, tragándome las lágrimas amargas.
Corrí a vestirme, y cuando bajé la escalera y llegué a la sala, mi madre estaba a punto de marcharse. Un criado estaba sacando su baúl. Mi tía sujetaba de la mano a mi hermano pequeño. Antes de que pudiera recordar que debía cerrar la boca, grité: «¡Mamá!».
– ¡Mira cómo tu mala influencia ya se ha extendido a tu hija! -exclamó mi tío.
Y mi madre, con la cabeza todavía gacha, alzó los ojos y vio mi rostro. No pude evitar que mis lágrimas siguieran fluyendo, y creo que la visión de mi rostro anegado por el llanto la hizo cambiar de actitud. Se levantó y, con la espalda erguida, era casi tan alta como mi tío. Me tendió la mano y yo corrí a su lado.
– An-mei -me dijo en voz baja y pausada-. No te lo pido, pero ahora vaya regresar a Tientsin y puedes seguirme.
Al oír esto mi tía se apresuró a decir:
– ¡Una muchacha no es mejor que la persona a la que sigue! An-mei, crees que si viajas en lo alto de un carro nuevo puedes ver nuevas cosas, pero delante de ti no hay más que el culo de la misma mula vieja. Tu vida es lo que ves delante de ti.
Las palabras de mi tía reforzaron mi decisión de marcharme, porque la vida delante de mí era la casa de mi tío, que estaba llena de enigmas oscuros y de un sufrimiento que yo no podía comprender. Por eso volví la cabeza, desoí las extrañas palabras de mi tía y miré a mi madre.
Entonces mi tío cogió un jarrón de porcelana.
– ¿Es esto lo que quieres hacer? -me preguntó-. ¿Tirar tu vida? Si sigues a esta mujer nunca podrás levantar la cabeza de nuevo.
Arrojó el jarrón al suelo, rompiéndolo en muchos fragmentos. Me sobresalté, y mi madre me cogió de la mano. La suya era cálida.
– Vamos, An-mei, debemos damos prisa -me dijo, como si el cielo amenazara lluvia.
– ¡An-mei! -oí que me llamaba lastimeramente mi tía.
– Swanle! (¡Se acabó!) -dijo entonces mi tío-. ¡An-Mei ya ha cambiado!
Mientras me alejaba de la vida que había llevado hasta entonces, me pregunté si era cierto lo que mi tío había dicho, que había cambiado y nunca podría volver a levantar la cabeza. Así que lo intenté. La levanté. Y vi a mi hermanito, llorando desesperado, con tanta fuerza como la que empleaba mi tía para sujetarle la mano. Mi madre no se atrevió a llevárselo, pues un hijo nunca puede ir a vivir a una casa ajena. Si lo hacía, perdería toda esperanza de futuro. Pero yo sabía que él no pensaba así. Lloraba, airado y asustado, porque mi madre no le había pedido que la siguiera.
Lo que mi tío había dicho era cierto. Tras ver la reacción de mi hermanito, no pude mantener la cabeza levantada.
En el jinrikisha que nos llevaba a la estación del ferrocarril, mi madre murmuró:
– Pobre An-mei, sólo tú lo sabes. Sólo tú sabes cuánto he sufrido.
Me sentí orgullosa porque sólo yo podía ver aquellos pensamientos excepcionales y delicados. Pero una vez en el ten, me di cuenta de lo lejos que dejaba mi vida, y sentí miedo. Viajamos durante siete días, uno de ellos en tren y los demás en barco de vapor. Al principio mi madre estaba muy animada, y cada vez que yo volvía la cabeza hacia lo que dejábamos atrás, me contaba relatos de Tientsin.
Me habló de buhoneros inteligentes que vendían toda clase de alimentos sencillos: budines al vapor, cacahuetes hervidos y la golosina preferida de mi madre, una torta delgada con un huevo en el centro y unos brochazos de negra pasta de alubias, que se enrollaba y, caliente todavía, recién salida de la plancha, se servía al hambriento cliente.
Me describió el puerto y sus restaurantes, y afirmó que allí los productos del mar eran incluso mejores que la comida de Ningpo. Grandes almejas, gambas, cangrejos, toda clase de pescado, de mar y agua dulce, lo mejor… Si no fuera así, ¿por qué acudirían tantos extranjeros a aquel puerto?
Me habló de las calles estrechas con bazares atestados. A primera hora de la mañana, los campesinos vendían verduras que yo no había visto ni comido en toda mi vida, y mi madre me aseguraba que las encontraría muy dulces, tiernas y frescas. Había barrios de la ciudad donde vivían extranjeros de diversas nacionalidades, japoneses, rusos blancos, norteamericanos y alemanes, pero nunca juntos, sino cada grupo por separado y con sus hábitos propios, unos sucios y otros limpios, y tenían casas de todas las formas y colores, una pintada de rosa, otra con habitaciones que sobresalían en todos los ángulos como las partes delantera y trasera de un vestido victoriano, otras con tejados como sombreros puntiagudos y tallas de madera pintadas de blanco para que parecieran de marfil.