Un par de billetes
En el instante en que nuestro tren abandona la frontera de Hong Kong y entra en Shenze, China, me siento distinta. Noto un cosquilleo en la frente, mi sangre se apresura por una nueva ruta, experimento en lo más hondo un viejo dolor familiar. Y pienso que mi madre tenía razón. Me estoy volviendo china.
«Es inevitable», me dijo mi madre cuando yo tenía quince años y había negado con vehemencia que hubiera en mí algo chino bajo la piel. Estudiaba el segundo curso en la escuela secundaria Galileo de San Francisco, y todos mis amigos occidentales estaban de acuerdo en que yo era tan china como ellos. Pero mi madre había estudiado en una famosa escuela de enfermería en Shanghai, y afirmaba poseer grandes conocimientos de genética. Por eso no abrigaba duda alguna, al margen de que yo estuviera de acuerdo o no: cuando naces china, no puedes evitar el hecho de que piensas y sientes como una china.
– Algún día lo verás -me dijo-. Lo llevas en la sangre, esperando que lo liberes.
Y al oír estas palabras me vi transformándome como una mujer lobo, un fragmento mutante de DNA estimulado de súbito, reproduciéndose insidiosamente en un síndrome, un manojo de reveladores hábitos chinos, todas aquellas cosas que hacía mi madre para ponerme en apuros… el regateo con los propietarios de las tiendas, mondarse los dientes en público, padecer una especie de daltonismo que le impide ver que el amarillo limón y el rosa pálido no son buenas combinaciones para las prendas de invierno.
Pero hoy comprendo que nunca he sabido realmente lo que significa ser china. Tengo treinta y seis años, mi madre ha muerto y estoy en un tren, trayendo conmigo sus sueños de regresar a casa. Voy a China.
Nos dirigimos primero a Guangzhou: mi padre, Canning Woo, con setenta y dos años a cuestas, y yo, para visitar a una tía a la que él no ve desde que tenía diez años. Y no sé si es por la perspectiva de ver a su tía o por el hecho de regresar a China, pero lo cierto es que ahora parece un muchacho, tan inocente y feliz que siento deseos de abrocharle el suéter y darle unas palmaditas en la cabeza. Estamos sentados frente a frente, separados por una mesita sobre la que hay dos tazas de té frío. Por primera vez, que yo recuerde, los ojos de mi padre están humedecidos por las lágrimas. Todo lo que ve a través de la ventanilla del tren es un campo dividido en parcelas amarillas, verdes y marrones, un estrecho canal que flanquea la vía, unas colinas bajas y tres personas con chaquetas azules en una carreta tirada por bueyes, a esta hora temprana de una mañana de octubre. No puedo evitar que también mis ojos se empañen, como si hubiera visto estas cosas hace largo tiempo y casi las hubiera olvidado.
Antes de tres horas estaremos en Guangzhou, que según mi guía es como ahora se llama correctamente Cantón. Parece ser que ha variado la ortografía de todas las ciudades de las que he oído hablar, excepto Shanghai. Dicen que China ha cambiado también en otros aspectos. Chungking es Chongqing y Kweilin es Guilin. He buscado esos nombres en la guía, porque tras visitar a la tía de mi madre en Guangzhou, tomaremos un avión con destino a Shanghai, donde veré a mis medio hermanas por primera vez.
Son las hijas gemelas que tuvo mi madre en su primer matrimonio, a quienes se vio obligada a abandonar en la carretera cuando huía de Kweilin hacia Chungking, en 1944. Eso fue todo lo que mi madre me contó sobre sus hijas, y éstas permanecieron como bebés en mi mente durante todos estos años, sentadas en la cuneta de la carretera, escuchando el silbido de las bombas que estallaban a lo lejos y chupándose los pacientes y enrojecidos pulgares.
No supimos nada más de ellas hasta este año, cuando alguien las encontró y nos escribió para damos la grata noticia. Llegó una carta de Shanghai, dirigida a mi madre. Al principio, cuando me enteré de que estaban vivas, imaginé a mis hermanas idénticas transformándose de bebés en niñas de seis años. Las veía mentalmente sentadas a la mesa, una al lado de la otra, turnándose para usar la estilográfica. Una de ellas escribía una pulcra línea de caracteres: Querida mamá, estamos vivas. Se echaba atrás el delgado flequillo y pasaba la pluma a la otra hermana, que escribía: Ven a buscarnos. Date prisa, por favor.
Naturalmente, no podían saber que mi madre había muerto tres años antes, repentinamente, a causa de la rotura de una arteria cerebral. Estaba hablando con mi padre, quejándose de los inquilinos del piso de arriba y maquinando la manera de echados con el pretexto de que iban a venir unos parientes de China que vivirían allí. De súbito se llevó la mano a la cabeza, cerró los ojos con fuerza, intentó avanzar a tientas hasta el sofá y cayó al suelo agitando convulsamente las manos.
De modo que fue mi padre quien abrió la carta, que resultó ser larga. La llamaban «mama», y decían que siempre la habían reverenciado como su verdadera madre y que tenían una foto de ella enmarcada. Le hablaban de su vida, desde el día en que mi madre las vio por última vez en la carretera de Kweilin hasta que por fin las encontraron.
La carta desgarró hasta tal punto el corazón de mi padre -aquellas hijas llamando a mi madre desde otra vida que él nunca conoció- que se la dio a la vieja amiga de mi madre, tía Lindo, y le pidió que respondiera y dijese a mis hermanas, de la manera más delicada posible, que mi madre había muerto.
En lugar de hacer eso, tía Lindo llevó la carta al Club de la Buena Estrella y habló con las tías Ying y An-mei de lo que debía hacerse, pues sabían desde hacía mucho tiempo que mi madre no había cejado en la búsqueda de sus hijas gemelas y su esperanza había sido inagotable. Tía Lindo y las demás lloraron por esta doble tragedia: tres meses atrás habían perdido a mi madre y ahora la perdían de nuevo. Por ello pensaron inevitablemente en algún milagro, alguna manera posible de resucitar a mi madre de entre los muertos, a fin de que pudiera hacer realidad su sueño.
La carta que escribieron las tías a mis hermanas de Shanghai decía así: «Queridísimas hijas: Tampoco yo os he olvidado ni en mi memoria ni en mi corazón. Nunca he abandonado la esperanza de que pudiéramos vemos de nuevo en una alegre reunión. Lo único que siento es que haya tenido que pasar tanto tiempo. Quiero contaras toda mi vida desde la última vez que os vi. Quiero hablaros de esto cuando nuestra familia os visite en China…». Firmaron la carta con el nombre de mi madre.
Sólo entonces me hablaron de mis hermanas, de la carta que recibieron y de la que ellas habían enviado.
– Entonces creen que ella va a ir -murmuré, e imaginé a mis hermanas como si ahora tuvieran diez u once años: daban saltos, se cogían de las manos, sus coletas brincaban, embargadas de emoción porque su madre iba a vedas, mientras que mi madre estaba muerta.
– ¿Cómo puedes decir en una carta que ella no irá? -dijo tía Lindo-. Es su madre y la tuya. Debes decido tú. Durante todos estos años han soñado con ella.
Pensé que tenía razón. Pero entonces también yo empecé a soñar con mi madre, mis hermanas y cómo sería mi llegada a Shanghai. Durante todos aquellos años, mientras ellas esperaban que las encontraran, yo viví con mi madre y luego la perdí. Imaginé que veía a mis hermanas en el aeropuerto. Estarían de puntillas, la ansiedad reflejada en su rostro, escudriñando a cada pasajero a medida que bajábamos del avión, y las reconocería al instante, vería sus rostros con idéntica expresión preocupada.
– Jyejye, jyejye, hermana, hermana, ya estamos aquí -me veía chapurreando en chino.
– ¿Dónde está mamá? -me preguntarían ellas, mirando a su alrededor, todavía sonrientes, sus rostros encendidos y ansiosos-. ¿Se ha escondido?
Esconderse habría sido muy propio de mi madre, quedarse algo rezagada para bromear un poco, divirtiéndose con la impaciencia de los demás. Yo menearía la cabeza y les diría a mis hermanas que no estaba escondida.
– Ah, ésa debe de ser mamá, ¿verdad? -susurraría excitada una de mis hermanas, señalando a otra mujer menuda, totalmente absorta en una torre de regalos.
Y eso también habría sido propio de mi madre, llevar montañas de regalos, comida y juguetes para los niños -todos comprados en las rebajas-, y habría rehuido los agradecimientos, diciendo que los regalos no valían nada, aunque más tarde diera la vuelta a las etiquetas para mostrar a mis hermanas: «Calvin Klein, pura lana 100%».
Me imaginé diciendo:
– Lo siento, hermanas, pero he venido sola…
Y antes de que pudiera explicarme -lo habrían leído en la expresión de mi rostro- se echarían a llorar y comenzarían a tirarse del pelo, el dolor contraería su boca y se alejarían de mí corriendo. Entonces me veía subiendo al avión y regresando a casa.
Tras soñar esta escena muchas veces, viendo cómo la desesperación de mis hermanas pasaba del horror a la cólera, le rogué a tía Lindo que escribiera otra carta. Al principio ella se negó.
– ¿Cómo puedo decides que está muerta? -replicó con obstinación.
– Pero es una crueldad hacerles creer que volará a China. Cuando vean que sólo he ido yo, me odiarán.
Ella frunció el ceño.
– ¿Odiarte? Eso no puede ser. Eres su hermana, su única familia.
– No lo comprendes -protesté.
– ¿Qué es lo que no comprendo?
– Pensarán que soy responsable de su muerte, que murió porque yo no la apreciaba.
Y tía Lindo pareció satisfecha y triste al mismo tiempo, como si esto fuese cierto y por fin se hubiera dado cuenta. Se sentó a escribir y al levantarse, una hora después, me entregó una carta de dos páginas. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Comprendí que acababa de hacer exactamente lo que yo había temido, pues aunque hubiera escrito la noticia de la muerte de mi madre en inglés, yo no habría sido capaz de leerla.
Le susurré las gracias.
El paisaje se ha vuelto gris, lleno de construcciones bajas de cemento, fábricas viejas, vías y más vías con trenes como el nuestro que circulan en dirección contraria. Veo andenes atestados de gente con grises ropas occidentales, y aquí y allá puntos de brillantes colores: niños con prendas de color rosa, amarillo, rojo, melocotón. Hay soldados uniformados de verde oliva y rojo, y señoras con suéteres grises y faldas hasta media pantorrilla. Estamos en Guangzhou.
Antes de que frene el tren, los pasajeros cogen sus pertenencias de los portaequipajes. Por un momento hay un peligroso chaparrón de pesadas maletas cargadas de regalos para los parientes, cajas medio rotas, atadas con kilómetros de cordel para evitar que caiga su contenido, bolsas de plástico repletas de madejas de lana y verduras, paquetes de setas deshidratadas y cámaras fotográficas. Entonces nos vemos en medio de un torrente de personas apresuradas que nos empujan, nos llevan con ellos, hasta que nos encontramos en una de las varias colas, quizás una docena, que esperan para pasar por la aduana. Me siento como si estuviera subiendo al autobús número 30 de Stockton, en San Francisco, y he de recordarme que estoy en China. Por alguna razón, la multitud no me molesta, me parece natural que haya tanta gente, y también yo empiezo a abrirme paso empujando.