Así es como conocí a An-mei Hsu. Sí, sí, la tía An-mei, ahora tan anticuada. Todavía nos reímos recordando aquellas extrañas tiras de la suerte, que más adelante fueron muy útiles y me ayudaron a encontrar marido.
– Eh, Lindo -me dijo An-mei un día en el trabajo-: Ven a mi iglesia este domingo, Mi marido tiene un amigo que está buscando una buena esposa china. No tiene la ciudadanía, pero estoy segura de que sabe cómo se puede conseguir.
Aquella fue la primera vez que oí hablar de Tin Jong, tu padre. No fue como mi primer matrimonio, en el que todo estuvo convenido. No, en esta ocasión tenía alternativa, podía aceptarle como marido o no aceptarle y regresar a China.
Nada más vede supe que había un inconveniente: ¡era cantonés! ¿Cómo podía pensar An-mei que me casaría con semejante persona? Pero ella se limitó a decir: «Ya no estamos en China y no estás obligada a casarte con un muchacho del pueblo. Aquí todo el mundo es del mismo pueblo aunque proceda de distintas zonas de China». Ya ves cómo ha cambiado tía An-mei desde aquellos viejos tiempos.
Al principio, tu padre y yo éramos tímidos y no podíamos comunicamos en nuestros dialectos respectivos. Íbamos juntos a las clases de inglés, hablábamos entre nosotros con las palabras del nuevo idioma y, a veces, escribíamos en un trozo de papel un ideograma chino para aclarar lo que queríamos decir. Por lo menos teníamos eso, un trozo de papel que nos unía. Pero es difícil conocer las intenciones matrimoniales de alguien cuando no puede decir las cosas a viva voz. Esos pequeños signos, las palabras burlonas, mandonas, regañonas, son los que te permiten saber si sus intenciones son serias, Sólo podíamos hablar a la manera de nuestro profesor de inglés: veo un gato, veo un pato, veo un plato.
Pero no tardé en ver cuánto le gustaba a tu padre. El hacía una representación teatral china para mostrarme lo que quería decir. Corría de un lado a otro, daba brincos, se pasaba los dedos por el cabello, y así yo sabía -mangjile!- cuán dinámica y excitante era la Pacific Telephone, la compañía donde él trabajaba. ¿No conocías esta faceta de tu padre, lo buen actor que puede ser? ¿No sabías que tu padre tenía tanto pelo?
Sí, más adelante descubrí que su trabajo no era tal como él lo describía. No era tan bueno. Todavía hoy, ahora que puedo hablar cantonés con tu padre, siempre le pregunto por qué no busca una situación mejor, pero él actúa como si estuviéramos en aquellos viejos tiempos, cuando no podía comprender nada de lo que yo le decía.
A veces me pregunto por qué quise casarme con tu padre. Creo que An-mei me inculcó la idea.
– En las películas, los chicos y las chicas siempre se están pasando notas en la clase -me dijo-. Así es como se meten en líos. Es preciso que te metas en líos para que ese hombre comprenda tus intenciones. De lo contrario, te harás vieja antes de que llegue a darse cuenta.
Aquella tarde An-mei y yo fuimos a trabajar y buscamos entre las tiras de la suerte que acompañaban las galletas, tratando de encontrar las instrucciones correctas para dárselas a tu padre. An-mei las leía en voz alta, poniendo a un lado las que podían servir: «Los diamantes son el mejor amigo de una chica. No te conformes nunca con un compañero». «Si tienes tales pensamientos, es hora de que te cases.» «Confucio dice que una mujer vale mil palabras. Dile a tu esposa que ha agotado su cupo.»
Estas frases nos hicieron reír, pero supe cuál era la apropiada cuando di con ella. Decía: «Una casa no es un hogar si no hay en ella una desposada». Esta vez no me reí. Coloqué la tira en una torta y doblé la galleta con todo mi corazón.
La tarde siguiente, al salir de la escuela, metí la mano en mi bolso e hice una mueca, como si me la hubiera mordido un ratón.
– ¿Qué es esto? -exclamé, y entonces saqué la galleta y se la ofrecí a tu padre-. ¡Ah! Después de pasarme el día entero entre galletas, sólo verlas me da náuseas. Anda, tómala.
Sabía incluso que él era por naturaleza un hombre que no desaprovechaba nada. Abrió la galleta, la mordisqueó y entonces leyó la tira de papel.
– ¿Qué dice? -le pregunté, procurando actuar como si no tuviera importancia. Y al ver que él seguía mudo, le pedí-: Tradúcelo, por favor.
Estábamos paseando por Portsmouth Square, la niebla ya se había asentado y tenía frío bajo mi chaqueta delgada. Confiaba en que tu padre se apresurase a pedirme en matrimonio, pero él mantuvo su expresión seria y dijo:
– No conozco la palabra «desposada». Esta noche la buscaré en el diccionario y mañana te diré el significado.
Al día siguiente me preguntó en inglés:
– Lindo, ¿quieres desposearme?
Me eché a reír y le dije que no decía bien la palabra. El replicó con una broma confuciana, diciéndome que si las palabras eran erróneas, entonces las intenciones también debían serlo. Nos pasamos todo aquel día reprendiéndonos y bromeando, y así fue cómo decidimos casamos.
Al cabo de un mes celebramos la ceremonia en la Primera Iglesia Bautista China, donde nos habíamos conocido. Y nueve meses después tu padre y yo recibimos nuestra prueba de ciudadanía, un hijo varón, tu hermano mayor Winston. Le puse Winston porque me gustaba el significado de esas dos palabras, «wins ton». [8] Quería criar un hijo que pudiera ganar muchas cosas, alabanzas, dinero, una buena vida. Entonces pensé: «Por fin tengo todo lo que quería». Me sentía tan feliz que no me daba cuenta de que éramos pobres. Sólo veía lo que teníamos. ¿Cómo iba a saber que Winston moriría en un accidente de automóvil? ¡Tan joven, con sólo dieciséis años!
Dos años después del nacimiento de Winston, llegó tu otro hermano, Vincent. Le llamé Vincent, que suena como «win cent», [9] para hacer dinero, porque empezaba a pensar que no teníamos suficiente. Y entonces me aplasté la nariz cuando viajaba en el autobús. Poco después naciste tú.
No sé cuál fue el motivo de mi cambio. Tal vez la nariz torcida dañó mi pensamiento. Tal vez fue el verte tan pequeña y tan parecida a mí, lo cual hizo que me sintiera insatisfecha de mi vida. Quería lo mejor para ti. Quería que tuvieras las mejores circunstancias, el mejor carácter. No quería que lamentaras nada. Y por eso te puse por nombre Waverly, el de la calle donde vivíamos, pues quería que pensaras: «Este es el lugar al que pertenezco». Pero también sabía que si te ponía el nombre de esta calle; no tardarías en crecer, te irías de aquí y te llevarías una parte de mí contigo.
***
El señor Rory me está cepillando el pelo. Es todo suave. Todo negro.
– Tienes un aspecto magnífico, mamá -dice mi hija-. Los invitados a la boda te tomarán por mi hermana.
Contemplo mi rostro en el espejo de la peluquería. Veo mi reflejo y no puedo ver mis defectos, pero sé que están ahí. Le di a mi hija esos defectos, los mismos ojos, las mismas mejillas, el mismo mentón. Su carácter derivó de mis circunstancias. Miro a mi hija y ahora lo veo por primera vez.
– Ai-ya! ¿Qué te ha pasado en la nariz?
Ella se mira en el espejo y no ve nada.
– ¿Qué quieres decir? No me ha pasado nada. Es la nariz de siempre.
– ¿Pero cómo se te torció? -le pregunto. Un lado de su nariz se curva hacia abajo, arrastrando la mejilla consigo.
– ¿Pero qué dices? Es tu nariz. La heredé de ti.
– ¿Cómo es posible tal cosa? Es una nariz caída. Debes corregirla con cirugía plástica.
Pero mi hija no hace caso de mis palabras y pone su rostro sonriente junto al mío preocupado.
– No seas tonta. Nuestra nariz no está tan mal. Nos da un aspecto tortuoso.
Parece satisfecha de lo que acaba de decir.
– ¿Qué significa «tortuoso»? -le pregunto.
– Significa que miramos en una dirección mientras seguimos otra. Nos inclinamos a un lado pero también al otro, hablamos en serio pero nuestras intenciones son diferentes.
– ¿La gente puede ver eso en nuestra cara?
Mi hija se ríe.
– Bueno, no todo lo que pensamos. Sólo saben que tenemos dos semblantes.
– ¿Y eso es bueno?
– Lo es si consigues lo que quieres.
Pienso en nuestros dos semblantes y en mis intenciones. ¿Cuál es el norteamericano? ¿Cuál es el chino? ¿Cuál es mejor? Si muestras uno, siempre debes sacrificar el otro.
Es como lo que sucedió cuando fui a China el año pasado, después de casi cuarenta años de haber salido de allí. Me quité mis lujosas joyas, no me puse vestidos llamativos, hablé su idioma y usé su moneda local, pero aun así se dieron cuenta, supieron que mi rostro no era chino al cien por ciento y siguieron cobrándome los altos precios que piden a los extranjeros.
Así pues, ahora pienso: ¿qué perdí?, ¿qué obtuve a cambio? Le preguntaré a mi hija qué piensa ella.