– Ten cuidado, que no es muy fuerte -le advierto.
Esa mesa es una pieza mal diseñada que Harold hizo en sus tiempos de estudiante. Siempre me he preguntado por qué está tan orgulloso de ella. Sus líneas son torpes. No tiene ninguno de los rasgos de «fluidez» que ahora son tan importantes para Harold.
– ¿Para qué sirve? -pregunta mi madre, moviendo la mesa con la mano-. Pones algo más encima y todo se viene abajo. Chunwang chihan.
Dejo a mi madre en su habitación y bajo a la sala. Harold está abriendo las ventanas para que entre el aire nocturno. Lo hace todas las noches.
– Tengo frío -le digo.
– ¿Cómo es eso?
– ¿Podrías cerrar las ventanas, por favor?
El me mira, suspira y sonríe, cierra las ventanas y luego se sienta en el suelo y abre una revista. Yo estoy sentadaza en el sofá, enfurruñada, y no sé por qué. Harold no ha hecho nada irritante. Se limita a ser Harold.
Incluso antes de hacerlo, sé que voy a iniciar una pelea tan virulenta que no sabré controlarla. Pero lo hago de todos modos. Voy al frigorífico y tacho la palabra «helado» en la columna de la lista correspondiente a Harold.
– ¿Qué estás haciendo?
– No creo que debas seguir obteniendo crédito por tu helado.
El se encoge de hombros, divertido.
– Me parece bien.
– ¡¿Por qué tienes que ser tan condenadamente justo?! -le grito.
Harold deja la revista a un lado y me mira boquiabierto y exasperado.
– ¿Qué es esto? ¿Por qué no dices lo que te ocurre?
– No sé… no sé… Es todo… la manera de contarlo lodo, lo que compartimos, lo que no compartimos. Estoy demasiado harta de eso, de sumar, restar y compensar. Me asquea.
– Fuiste tú la que quisiste el gato.
– ¿De qué estás hablando?
– De acuerdo, si crees que soy injusto porque te hago pagar a los exterminadores de pulgas, los pagaremos los dos.
– ¡No se trata de eso!
– ¡Entonces dime de qué se trata, por favor!
Me echo a llorar, cosa que Harold detesta. Siempre le hace sentirse incómodo e irritado. Cree que es un recurso manipulador. Pero no puedo evitado, porque ahora me doy cuenta de que no sé cuál es el motivo de la discusión. ¿Le estoy pidiendo a Harold que me mantenga? ¿Le pido que esté de acuerdo en que yo pague menos de la mitad? ¿Creo de veras que deberíamos dejar de contado todo? ¿No seguiríamos haciéndolo mentalmente? ¿No acabaría Harold pagando más? ¿Y no me sentiría entonces peor, porque no seríamos iguales? O tal vez deberíamos haber empezado por no casarnos. Tal vez Harold es un mal hombre. Tal vez yo tenga la culpa de que se haya vuelto así.
Nada de todo esto parece correcto, nada tiene sentido. No puedo admitir ninguna de estas cosas y estoy totalmente desesperada.
– Mira, creo que debemos cambiar la situación -le digo cuando me parece que puedo dominar mi voz, pero mi resolución flaquea en seguida y añado entre sollozos-: Tenemos que pensar en qué se basa realmente nuestro matrimonio… no en esta hoja de balance, en lo que uno le debe al otro.
– Mierda -dice Harold. Suspira y se inclina hacia atrás, como si pensara en mis palabras. Luego añade en un tono que me parece dolido-: Mira, sé que nuestro matrimonio se basa en algo más que en una hoja de balance, en mucho más, y si tú no lo crees así, entonces me parece que deberías pensar en qué más quieres, antes de cambiar las cosas.
Ahora no sé qué pensar. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué dice él? Permanecemos sentados en la sala, silenciosos. La atmósfera es bochornosa. Miró a través de la ventana y veo el valle a lo lejos, el centelleo de millares de luces que brillan en la neblina del verano. Entonces oigo el sonido de cristal roto, en el piso de arriba, y de una silla que raspa el suelo.
Harold empieza a levantarse, pero le digo:
– No, yo iré a ver.
La puerta está abierta, pero la habitación a oscuras.
– ¿Mamá? -inquiero.
Veo en seguida lo ocurrido: la mesita auxiliar de mármol se ha derrumbado sobre sus delgadas patas negras. A un lado está el florero negro, el suave cilindro roto en dos mitades y las fresias esparcidas sobre un charco de agua.
Entonces veo a mi madre, sentada aliado de la ventana abierta, su oscura silueta contra el cielo nocturno. Se vuelve hacia mí, pero no puedo verle el rostro.
– Se ha caído -dice simplemente, sin pedir disculpas.
– No importa -le digo, y empiezo a recoger los fragmentos de vidrio-. Sabía que ocurriría.
– Entonces, ¿por qué no le pones fin? -pregunta mi madre.
Y me digo que es una pregunta tan sencilla…