– Dios mío, escucha esto -me dijo, todavía mojando el bacon.
Entonces me anunció que Arnold Reisman, un muchacho que vivía en nuestro barrio de Oakland, había fallecido a causa de complicaciones tras contraer el sarampión. Acababan de aceptarle en la universidad estatal de Hayward y tenía intención de estudiar podología.
– «Al principio la dolencia causó la perplejidad de los médicos, quienes informan que es muy infrecuente y en general ataca a niños y adolescentes entre diez y veinte años, meses o años después de haber contraído el virus. Según la madre del muchacho, éste ya padeció un sarampión ordinario a los doce años. En esta segunda ocasión, los trastornos empezaron a manifestarse como problemas de coordinación motora y letargo mental, que fueron en aumento hasta que entró en coma. El joven, de diecisiete años, no recobró la conciencia.» -Mi padre dejó de leer y me preguntó-: ¿No conocías a ese chico?
No le respondí, y mi madre comentó, mirándome:
– Ha sido una lástima, una verdadera lástima.
Pensé que podía leer en mi interior y sabía que yo era la causante de la muerte de Arnold. Estaba aterrada.
Aquella noche me di un atracón en mi cuarto. Había cogido del frigorífico un envase de litro de helado de fresa y tomé una cucharada tras otra, forzándome hasta no dejar nada. Más tarde, y durante varias horas, me acurruqué en el rellano de la salida de emergencia, fuera de mi dormitorio, vomitando en el envase vacío del helado, y recuerdo que me pregunté por qué comer algo bueno podía provocarme una sensación tan mala, mientras que vomitar algo terrible podía hacerme sentir tan bien.
La idea de que yo pudiera haber causado la muerte de Arnold no es tan ridícula. Tal vez estaba verdaderamente destinado a ser mi marido, porque, incluso hoy, me intriga que en el mundo, con su caos enorme, puedan darse tantas coincidencias, tantas similitudes y antagonismos exactos. ¿Por qué eligió Arnold para torturarme con sus gomas elásticas? ¿Cómo es posible que contrajera el sarampión el mismo año que yo empecé a odiarle de un modo consciente? ¿Y por qué pensé en Arnold en primer lugar -cuando mi madre miraba mi cuenco de arroz- y luego llegué a odiarle tanto? ¿Acaso el odio no es un simple resultado del amor herido?
E incluso cuando por fin puedo rechazar todo esto por ridículo, sigo pensando que de algún modo, en general, nos merecemos lo que obtenemos. Yo no obtuve a Arnold, sino a Harold.
Harold y yo trabajamos en la misma firma de arquitectura, Livotny y Asociados, sólo que Harold Livotny es un accionista y yo soy una asociada. Nos conocimos hace ocho años, antes de que él fundara Livotny y Asociados. Yo tenía veintiocho y era auxiliar de proyectos. El contaba entonces treinta y cuatro. Ambos trabajábamos en la sección de diseño y construcción de restaurantes de Harned Kelley y Davis.
Empezamos a almorzar juntos para hablar de los proyectos, y siempre pagábamos la cuenta a medias, aunque yo no solía comer más que una ensalada, porque tiendo a ganar peso con facilidad. Más adelante, cuando empezamos a reunimos en secreto para cenar, seguíamos dividiendo la cuenta. Y continuamos así, partiéndolo todo por la mitad. Yo incluso fomentaba ese sistema y a veces insistía en pagar el total: comida, bebida y propina. La verdad es que no me molestaba.
– Eres extraordinaria, Lena -me dijo Harold al cabo de seis meses de cenas, cinco de hacer el amor después de haber comido y una semana de tímidas y bobas confesiones amorosas.
Estábamos en la cama, entre unas sábanas nuevas de color púrpura que le había comprado. Sus viejas sábanas blancas estaban manchadas en lugares reveladores, lo cual no era muy romántico.
Me rozó el cuello con los labios y susurró:
– Creo que no he conocido jamás a otra mujer que sea al mismo tiempo tan…
Recuerdo que sentí una punzada de temor al oír las palabras «otra mujer», porque podía imaginar docenas, centenares de adoradoras ansiosas de pagarle a Harold el desayuno, el almuerzo y la cena para experimentar el placer de su aliento en la piel.
Entonces me mordisqueó el cuello y me dijo precipitadamente:
– Ni ninguna tan suave, tan dulce, tan adorable como tú,
Sentí un deliquio, sorprendida por esta última revelación de amor, extrañada de que una persona tan notable como Harold pudiera considerarme extraordinaria.
Ahora que estoy airada con Harold, me resulta difícil recordar qué era tan notable en él. Sé que tenía buenas cualidades, porque de lo contrario no habría sido tan estúpida de enamorarme y casarme con él. Todo lo que puedo recordar es que me sentía muy afortunada y, en consecuencia, me preocupaba que esa buena suerte desapareciera algún día.
Cuando fantaseaba sobre la posibilidad de vivir con él, también experimentaba los temores más profundos: me diría que olía mal, que tenía unos hábitos terribles en el baño, que mis gustos en música y televisión eran atroces. Me preocupaba que algún día Harold tuviera que graduarse la vista y, al ponerse las gafas nuevas, me mirase y dijera: «¿Qué es esto? No eres la chica que creía que eras, ¿verdad?».
Creo que esa sensación de temor nunca me abandonó, el temor a que un día me viera tal como soy, me recriminara por ser una farsante. Pero hace poco, una amiga mía, Rose, sometida ahora a terapia porque su matrimonio ya se ha deshecho, me dijo que esa clase de pensamientos son corrientes en mujeres como nosotras.
– Al principio pensaba que se debía a que me habían educado en la humildad china -me dijo Rose-, o tal vez a que, el hecho de ser china, tienes que aceptarlo todo, fluir con el Tao sin producir ninguna ola. Pero mi terapeuta me preguntó por qué culpaba a mi cultura, mi raza. Y recordé un artículo que leí sobre los nacidos en la posguerra. Decía que somos una generación que espera lo mejor y, cuando lo conseguimos, nos preocupamos pensando que tal vez deberíamos haber esperado más, porque, después de cierta edad, todos los réditos disminuyen.
Tras la charla con Rase, me reconcilié conmigo misma y pensé que, desde luego, Harold y yo somos iguales en muchos aspectos. El no es exactamente agraciado en el sentido clásico, aunque tiene la piel blanca y es sin duda atractivo, con su aspecto de intelectual delgado y nervioso. En cuanto a mí, puede que no sea una belleza deslumbrante, pero muchas mujeres en mi clase de aerobics me dicen que tengo un «exotismo» fuera de lo corriente y envidian mis pechos que no cuelgan, ahora que están de moda los senos pequeños. Además, uno de mis clientes dice que tengo una vitalidad y exuberancia increíbles.
Así pues, creo que me merezco a un hombre como Harold, y lo digo en el buen sentido, no como un karma negativo. Somos iguales. También yo soy inteligente, tengo sentido común y un grado elevado de intuición. Fui yo quien le dijo a Harold que tenía las cualidades necesarias para fundar su propio negocio.
Cuando todavía trabajábamos en Harned Kelley y Davis, le dije:
– Harold, esta empresa sabe qué chollo tiene contigo. Eres la gallina de los huevos de oro. Si hoy mismo crearas tu propia empresa, te llevarías más de la mitad de los clientes de restaurantes.
– ¿La mitad? -replicó él, riendo-. Vaya, eso sí que es amor.
– ¡Más de la mitad! -exclamé, riendo con él-. Eres un gran profesional, el mejor que hay en el ramo. Lo sabes tan bien como yo, y también lo saben muchos promotores de restaurantes.
Aquella noche decidió «ir a por ello», como decía él, usando una expresión que he detestado personalmente desde que un banco en el que trabajaba adoptó el eslogan para el certamen de productividad de sus empleados.
Aun así, le dije a Harold:
– También yo quiero ayudarte a ir por ello, Harold. Quiero decir que vas a necesitar dinero para iniciar el negocio.
El no quiso ni oír hablar del asunto. No aceptaría mi dinero como un favor ni como un préstamo ni una inversión y ni siquiera como un pago a cuenta por mi asociación. Dijo que valoraba demasiado nuestra relación y no quería contaminada con dinero.
– No quiero una limosna, como tampoco tú la querrías -me explicó-. Mientras los asuntos económicos estén separados, siempre estaremos seguros de nuestro amor.
Yo quería protestar, decide: «¡No! No soy realmente así con respecto al dinero, tal como lo hemos hecho hasta ahora va en contra de mi forma de ser. La verdad es que me gusta darlo generosamente. Quiero…». Pero no supe por donde empezar. Quería preguntarle quién, qué mujer, le había herido de esa manera, hasta el extremo de llevad e a temer la aceptación del amor en todas sus formas maravillosas. Pero entonces le oí decir lo que había esperado oír durante mucho tiempo.
– La verdad es que podrías ayudarme si vinieras a vivir conmigo. Quiero decir que de ese modo podría usar los quinientos dólares de alquiler que me pagarías…
– Es una magnífica idea -le dije de inmediato, sabiendo lo azorado que se sentía por tener que pedírmelo de ese modo.
Me sentía tan feliz que no me importó que el alquiler de mi estudio sólo fuese realmente de cuatrocientos treinta y cinco dólares. Además, la casa de Harold era mucho más bonita, un piso de dos dormitorios con una vista de la bahía que abarcaba doscientos cuarenta grados, y valía la diferencia, al margen de la persona con la que compartiera la vivienda.
Así pues, aquel mismo año Harold y yo abandonamos Harned Kelley y Davis; él fundó Livotny y Asociados, y yo fui a trabajar allí como coordinadora de proyectos. No se llevó la mitad de los clientes de restaurantes que tenía Harned Kelley y Davis. De hecho, la empresa amenazó con demandarle si les quitaba un solo cliente durante el próximo año. Por las noches, cuando cedía al abatimiento, yo le daba charlas alentadoras, le decía que debería hacer un diseño temático de restaurantes más vanguardista, para diferenciarse de las demás empresas.
– ¿Quién necesita otro bar y grill de latón y madera de roble? -le decía-. ¿Quién quiere otro local especializado en pastas con una reluciente decoración italiana moderna? ¿A cuántos sitios puedes ir que tienen coches de policía saliendo de las paredes? Esta ciudad está anegada de restaurantes que sólo son repeticiones de los mismos viejos temas. Puedes encontrar un espacio propio. Haz algo diferente cada vez. Ponte en contacto con los inversores de Hong Kong que están deseosos de volcar unos cuantos dólares en el ingenio americano.
El me miraba apasionado y sonriente, con aquella sonrisa que decía: «Me encanta que seas tan ingenua». Y yo adoraba que me mirase de ese modo.