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Michael ríe, y el Sol se aferra a él. El paisaje ha cambiado tanto en las últimas décadas que sólo puede acoger a aquellos que le resultan digeribles. Los campesinos ya no lo son, y se quedan sentados en su casa ante el aparato de televisión. Durante mucho tiempo, fueron inamistosos salvadores del país, y dieron respuestas descaradas a las cooperativas agrarias; ahora eso ha pasado, ah, el cambio, ésa es nuestra ropa nueva, que conmueve hasta hacer perder el sentido a vecinos y bares nocturnos. En nuestra abigarrada vestimenta, nos hemos vuelto apetitosos, cuando estemos tumbados en los bosques, con los miembros rotos, sobre los esquíes que en su origen pertenecieron a los roedores silvestres y ahora representan al mundo con un dolor que roe. Pero ahora ¡queremos ser salvajes! Gritar para que se nos oiga de lejos y con miedo: Aludes en los que conservarnos si queremos ser díscolos un día. ¡Salir de nosotros y sentarnos en el regazo de los riscos! Y la montaña arroja piedras sobre la gente incauta. De ella se alimenta el país ahora, y se alegra de ello, y también los locales son esforzadamente frecuentados, con el gusto que nos caracteriza.

La mujer cree -y en eso yerra, como nosotros erramos por nuestros bosques secos- que el día anterior lanzó sobre este joven una red terriblemente ardiente. Ella inclinó sobre él su formidable imagen, y ahora él la lleva en una esquinita del pecho (una pinza bien pequeña) y la mira constantemente. No se debe poder sustraer a ella por más tiempo. A ella no le basta con recordarle en silencio, el ansia retumba sordamente sin cesar en ella. Y la pendiente devuelve de inmediato el eco al cantor, porque no lo puede utilizar. Tiene su propio hilo musical, porque por todas partes la gente grita como si la estuvieran despellejando, como si cortaran directamente la tempestad con sus estrechos y agudos flancos. Abandonando la soledad de la noche, en la que no todos los gatos son pardos, la mujer quiere resplandecer ante la mirada de Michael. Presentándose aquí en su figura auténtica y originaria, a una sólo un valor extremo la retiene en las riendas que le pusieron los esquíes y las miradas despreciativas de los esquiadores. Los tacones de sus nada prácticos zapatos clavan a la mujer en la nieve de la recta final. ¿Es que no se da cuenta de cómo, alzada por los sentimientos, está casi ya trepando cuesta arriba? ¿Hasta dónde y adonde la conducirá su destino, quiero decir mi destreza, sobre estas inapropiadas muletas? Ya está empapada, los tacones presentan huecos que será difícil volver a cerrar. Nosotras las mujeres tenemos que sembrar con mano dura en la pradera, en el parquet de los locales en los que tenemos que demostrar nuestra valía, entre buitres y conductores suicidas que no valoran en absoluto la dirección en que va nuestro gusto. ¡Pero también en el deporte queremos cosechar algo más que risas! En cada lugar tenemos que empezar por demostrar que somos válidas (¡picar el billete, vale, muy bien!), en cada ocasión tenemos que ir vestidas adecuadamente, para que se nos pueda echar con un portazo. La creatividad se agota pronto, y sabemos lo que tenemos que saber, es decir: Si nos adaptamos al surco del campo al que hemos sido echadas.

Ninguna mano saca a esta mujer, borracha y ebria de sí misma con sus nuevos rizos, del foso de nieve que ella misma ha cavado. ¡Estimada señora, estarnos de luto por nuestros amigos que ya han tenido que irse a casa! Pero nosotros seguimos aquí, los abonos con los que esperamos ascender a la montaña cuelgan de nuestro cálido pecho. No queremos ofenderla, pero ha puesto usted su segura cabaña en el lugar más inseguro, es como si no tuviera ningún hogar. El sol engaña a estos jóvenes, porque se pondrá demasiado pronto. Pero incluso en la oscuridad formarán parejas inmediatamente. Nuestro derecho es poder ascender a las montañas. Ninguna ley excepto la de la gravedad rige el modo en que nos comportaremos allí. Nos separamos con asombro, pero a veces en la dirección equivocada, hacia la que no se debe escupir o mear, de lo contrario uno se recibe a sí mismo.

Y los otros, ¡saque usted del cajón a sus queridos empleados! En la ladera se alza el siervo, esa criatura de la obediencia, un ser sin sentido, pero aun así dotado de voto propio, que cree poder ignorar sonriendo a esta mujer. Con tan sólo su voz de juventud, que golpea sus defensas, puede burlarse de ella en todo momento. En la oficina, los jóvenes tienen que andar con cuidado consigo mismo y con su jefe, pero aquí se zambullen en la Naturaleza con huesos y afanes, como si fueran lo bastante magnánimos como para regalarse. ¡Hacerse inmortal mediante medallas de oro! ¡Y el que en el slalom caiga entre los palos, como en la vida en medio de las tormentosas ocasiones perdidas, podrá ver que nadie guarda luto por él!

Bajo el hielo del arroyo hay bancos enteros de truchas, en invierno son difíciles de ver. Los amigos de Michael se sientan juntos, se dan la bienvenida y miran por debajo de sus gafas de sol. Levantando una cortina de nieve, Michael se lanza por la recta final. Todo irá bien, porque han venido chicas muy guapas a alojarse y repetir. Nos miran sin interés, porque no prosperamos como las nieves inaccesibles de allá arriba, en la ladera. Aún están demasiado cerca del lugar del que han venido. A todos nos gustan las cosas nuevas, pero sólo ellas tienen buen aspecto. Son como son. Arrebatadas a las praderas en las que pacemos nosotras, vacas gordas que nos avergonzamos de nuestros propios muslos. A nosotras se nos ha perdido nuestro comienzo, yace misteriosamente oculto, envuelto en su brillo, más allá de nuestro recuerdo, y no se repite. Estamos estancados, no sólo en la posición social.

Pero preferimos recrearnos en abrir en canal y vaciar (en hacer excepciones) a las personas: La mujer se lanza hacia el estudiante desde su entorno socialcristiano. En este momento, a él le cuelgan de las muñecas los bastones de esquí, como restos de placenta. Lo que por la noche fue recompensado con una abundante eyaculación, cree ahora poder salir a la luz del día como la gente. ¡No estamos acostumbrados a que el aire silbe de este modo en torno a nosotros, vivimos en un piso de dos habitaciones y media! ¡Por estos difíciles senderos no llegaremos jamás hasta las cumbres de donde bajan los ríos y el esquí es de verdad de primera! Usted y yo volveremos a encontrarnos en los merenderos, donde aparte de nosotros esperan innumerables gentes. Ningún hogar en el que se haga de noche. Tiempos en los que hay que evitar a muchos, pero hay que buscar a unos pocos, para, como una tormenta, poder desplomarnos pesadamente como adversarios sobre los hombros del otro.

Envuelta en su manto de nutria y alcohol, la mujer del director se arroja pesadamente al pecho de su actual Señor. Con él quiere abandonar el mundo, escupir los huesos y poner su propia guarnición al plato. Quiere empezar de nuevo, acariciada por la brisa de Michael. Pero tenemos que aceptar las cosas como son: La mujer no ha nacido para Michael, al contrario, ¡lo que molesta es el tiempo ya transcurrido desde que nació! Especialmente aquí, a plena luz, donde los dientes de los deportistas castañetean con el frío. Pero la luz del amor -desde el principio va con nosotros, pero hasta nuestros mecheros brillan más- ha caído sobre ella, la ha tirado al suelo como a una bolsa de basura reventada al caer. Y los nativos ríen. A lo lejos truenan los vicios, ¿los oye usted? ¡Apártese un poco de ellos!

Estas gentes apenas necesitan las leyes, porque sus sentimientos les ponen a raya. La mujer no mejora con el uso continuado, pero si es ella la que quiere apropiarse de un joven que vive en su localidad: ¡Eso sí que no! Los hábiles hijos del destino extienden las manos y se mantienen totalmente a cubierto. La mujer enrojece violentamente, su rostro resplandece, y no existe. No aparece en el radar de este joven. A sus ojos no es bella. Como el día, la juventud crece en sí misma, copula y cae, colgando de sus esquíes, en la insatisfacción y el cerco del pueblo. Da igual lo que venga, todo lo actual le gusta. Se exporta. A ella le pertenece todo, y a nosotros ni siquiera el sitio que ocupamos en las tabernas, y el camarero, que se niega a atendernos, nos ignora. Gerti se aferra a Michael, pero resbala sobre su asediada vestimenta de plástico. Bien guiado por la gente de su edad, ha sido apartado un trecho de la mujer. Es frívolo, se encuentra a gusto allí. La gente como él es entregada como regalo, como acompañamiento de los folletos de la oficina de turismo. Allá donde se instale en los locales, sobre su cabeza respiran calladamente ventiladores y aparatos de aire acondicionado. Pero nosotros, personajes, nos movemos tan pesadamente, colgamos como plomo de nuestros catéteres, por los que escurre nuestra pobre y cálida orina. Las carreteras ya son hostiles. Nosotros, montañeros, embotellados y hechos a la botella, somos las provisiones de la Naturaleza, en la que pastamos jamón y queso. Sí, la Naturaleza, un día se llevará la alegría de envenenarnos. Si no, hay que morir por sus rudas carreteras y sus productos fríos.

Michael ya se ha alejado un buen trecho. La luz ilumina también a los muertos, pero especialmente se detiene en él. Nuestros divinos campeones olímpicos ya han traído a casa dos medallas que cuelgan de sus cuellos, mientras nosotros contemplamos el reverso: los placeres de la fama, que en la pantalla se tienden hacia nosotros, sin alcanzarnos jamás. Siendo tan superficial como es, intocado, inmaculado, Michael lo celebra sinceramente con nuestros muchachos y muchachas. La mujer se tambalea en la nieve profunda, junto a las barreras, y se sienta. La firme soga a la que se pegan las balas de paja sirve para mantener separados, a la mujer y a todos los demás que no quieren salir de sus cuchitriles, del pueblo deportivo, que vive sobre los esquíes que son su féretro (y jalea en la plaza de los héroes a los campeones: ¡Karli Schranz, Karli Schranz, nuestro de verdad!). El cuerpo de la mujer se tiende en una arquitectura de la nostalgia, para reducir el tramo entre ella y la juventud perdida. ¡Quizá podamos por lo menos ir a patinar con nuestros amigos! Pero no, el grupo de Michael ya está completo. No se pierden de vista, y a veces también gustan de quedarse en casa, para vivir en los periódicos del ramo y festejar las fotos. Estos jóvenes, con los que la mujer dormiría con gusto: en vez de correr, esperan ser elevados pronto al piso de los jefes. Hoy, en las profundidades del bosque, los cazadores corren y pasean felices en cuerpo y alma.

La mujer se levanta, titubea y se vuelve a sentar, es sencillamente intratable. Esta mujer ha llevado consigo su propia taberna en una botellita. Bebe. Michael la llama riendo, y otro pequeño semidiós estira su brazo desde su propio cáliz (una lata de cerveza), que a menudo ha afeado a sus enemigos con su sola presencia, y se la tiende riendo a Gerti para sacarla de la nieve profunda. Tira de sus mangas. Pronto le resulta demasiado lento. Sencillamente, la saca de un golpe de las profundidades a la superficie, donde él mismo no querría estar y donde se puede dejar confiado a los niños, para que vuelvan una hora después quemados por el sol. Bajo las nubes, los animales enmudecen, eso no presagia nada bueno. Para matarlos tienen siempre que trasladarlos, para que la sangre pueda salpicar. Casi sin pensar, la mujer se queda mirando fijamente la luz, con su cabeza recién dorada. Entonces vuelve a caer, y es arrastrada. Los primeros en acudir meten mano debajo de su abrigo. Algún niño que otro se agarra el sexo y tironea hasta sacarle algo, satisfecho. La mujer extiende sobre la nieve su cabello recién moldeado. El abrigo de nutria se agita sin cesar sobre Gerti. Ante las sencillas casas de la región caen niños con pesados cubos. Las han construido allí cerca, junto al agua, la razón fue húmeda y barata. (¡Parecida a nuestros sueños con el otro sexo!). Todos los días cargan con el peso de la cruz de la montaña en las mochilas, para que Dios sepa para qué ha cargado con todo eso sobre sus espaldas.

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