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Mi padre opinaba que era inaceptable considerar sospechosos a hombres que, como el señor Shu, habían pertenecido al Cuarto Frente, y luchó por su rehabilitación. En primer lugar, le aconsejó que abandonara Yibin para evitar nuevos problemas, cosa que éste hizo después de comer por última vez con mi familia. Fue trasladado a Chengdu, capital de la provincia de Sichuan, donde se le asignó un puesto como funcionario en el Departamento Forestal Provincial. Desde allí envió numerosas apelaciones al Comité Central de Pekín utilizando como referencia el nombre de mi padre. Éste escribió también para apoyar dichas apelaciones. Mucho después, el señor Shu fue absuelto de haberse opuesto al Partido, pero la acusación -más leve- de mantener relaciones extramatrimoniales siguió en pie. La concubina que había realizado la acusación no se atrevió a retractarse, pero aportó un relato de las supuestas proposiciones tan débil e incoherente que resultaba evidente que había sido inventado para indicar a los miembros del comité de investigación que las acusaciones eran falsas. Al señor Shu le fue concedido un puesto relativamente importante en el Ministerio Forestal de Pekín, pero jamás recuperó su antigua posición.

Lo que mi padre intentaba transmitir a mi madre era que los Ting no se detendrían ante nada para arreglar viejas cuentas. Tras ponerle otros ejemplos, insistió en que debían partir de inmediato. Al día siguiente viajó a Chengdu, situado a una jornada de camino en dirección Norte. Una vez allí, se fue derecho a ver al gobernador de la provincia -a quien conocía bien- y solicitó su traslado, aduciendo para ello que le resultaba difícil trabajar en su ciudad natal y enfrentarse a las expectativas de sus numerosos parientes. Dado que carecía de pruebas contra los Ting, guardó los motivos reales para sí mismo.

El gobernador, Lee Da-zhang, era el mismo que había respaldado la solicitud de la esposa de Mao, Jiang Qing, para ingresar en el Partido. Expresó su comprensión ante la situación de mi padre y prometió ayudarle a obtener el traslado, aunque -afirmó- no quería que partiera de inmediato, ya que todos los puestos equivalentes de Chengdu se encontraban cubiertos. Mi padre dijo que no podía esperar, y que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa. Tras intentar disuadirle por todos los medios, el gobernador terminó por rendirse y le dijo que podía ocupar el puesto de jefe del Departamento de Arte y Educación. «No obstante -le advirtió-, se trata de un puesto muy por debajo de tu capacidad.» Mi padre respondió que no le importaba mientras tuviera una labor que realizar.

Estaba tan preocupado que ni siquiera regresó a Yibin, sino que envió un mensaje a mi madre pidiéndole que se uniera a él tan pronto como le fuera posible. Las mujeres de su familia protestaron, afirmando que no cabía siquiera considerar un traslado de mi madre cuando hacía tan poco tiempo que había dado a luz, pero mi padre estaba aterrorizado por lo que pudiera hacer la señora Ting, y tan pronto como transcurrió el período de convalecencia puerperal envió a su guardaespaldas a Yibin para recogernos.

Se decidió que mi hermano Jin-ming permaneciera allí, ya que aún se le consideraba demasiado pequeño para viajar. Tanto su nodriza como la de mi hermana querían también quedarse para poder estar cerca de sus familias. Además, la nodriza de Jin-ming se había encariñado mucho con el niño y había pedido a mi madre que le permitiera quedarse con él. Mi madre se mostró de acuerdo, ya que tenía absoluta confianza en ella.

Mi madre, mi abuela, mi hermana y yo abandonamos Yibin una madrugada de finales de junio acompañadas de mi nodriza y el guardaespaldas. Provistas de nuestro escaso equipaje, que apenas bastaba para llenar un par de maletas, nos metimos todas en un jeep. En aquella época, los funcionarios del rango de mis padres no poseían patrimonio alguno fuera de unas cuantas prendas de vestir. Recorrimos diversos caminos de tierra llenos de baches y por la mañana llegamos a la ciudad de Neijiang. Era un día de calor sofocante, y tuvimos que esperar varias horas a que llegara el tren.

Cuando la locomotora entró por fin en la estación, decidí súbitamente que tenía que hacer mis necesidades, y mi nodriza hubo de tomarme en brazos y llevarme hasta el extremo del andén. Mi madre, temiendo que el tren partiera sin nosotras, intentó detenerla, pero ella, que nunca había visto un tren anteriormente y carecía del concepto de horario, se volvió hacia ella y dijo en tono majestuoso: «¿Es que no puede decirle al cochero que espere? Er-hong tiene que hacer pipí.» Creía que, al igual que ella, todo el mundo supeditaría sus necesidades a las mías.

Debido a la diferencia de categoría que nos separaba, hubimos de dividirnos en varios grupos al subir al tren. Mi madre se trasladó a un vagón de literas de segunda clase en compañía de mi hermana; mi abuela ocupó un asiento tapizado de otro vagón y mi nodriza y yo nos dirigimos a lo que se denominaba el «compartimento para mamas con niños», en el que ella disponía de un asiento y yo de una cuna. El guardaespaldas se instaló en un cuarto vagón de asientos duros.

A medida que el tren avanzaba lentamente resoplando, mi madre contemplaba los arrozales y las plantaciones de caña de azúcar. Los escasos campesinos que caminaban sobre las crestas de barro desnudos de cintura para arriba parecían medio dormidos bajo sus sombreros de paja de ala ancha. Los arroyos formaban un entramado por el que fluían a intervalos, obstruidos aquí y allá por diminutos diques de lodo que dirigían el agua al interior de las numerosas divisiones del arrozal.

Mi madre permanecía en un estado pensativo. Por segunda vez en cuatro años, ella, su marido y su familia se veían obligados a abandonar un lugar al que se sentían profundamente ligados. Primero había sido su ciudad de residencia, Jinzhou, y ahora era la de mi padre, Yibin. Al parecer, la revolución no había solucionado sus problemas. Por el contrario, había causado otros nuevos. Por primera vez, reflexionó vagamente acerca del hecho de que la revolución, en tanto que producto de los seres humanos, no podía sino verse obstaculizada por los fallos de éstos. Sin embargo, no se le ocurrió pensar que esa misma revolución hacía muy poco por resolver esos mismos problemas, ni tampoco que, de hecho, se sustentaba sobre algunos de ellos, acaso los más graves.

A primera hora de la tarde, cuando el tren ya se aproximaba a Chengdu, se sorprendió a sí misma anhelando la nueva vida que había de disfrutar allí. Había oído hablar mucho de Chengdu, en otros tiempos capital de un antiguo reino y conocida con el nombre de «La ciudad de la seda» debido a lo que constituía su producción más célebre. También la llamaban «La ciudad del hibisco», planta de la que se decía que llegaba a sepultar la ciudad con sus pétalos tras las tormentas de verano. Contaba entonces veintidós años. A su misma edad, sólo que aproximadamente veinte años antes, su madre vivía en una mansión de Manchuria, prácticamente en calidad de prisionera de su esposo, un señor de la guerra permanentemente ausente. Bajo la atenta mirada de los sirvientes, se había sentido entonces como juguete y propiedad de los hombres. Mi madre, al menos, era un ser humano independiente. Fueran cuales fuesen sus problemas, tenía la seguridad de que no cabía comparación alguna con la odisea de su madre como mujer de la antigua China. Se dijo a sí misma que tenía mucho que agradecer a la revolución comunista. A medida que el tren entraba en la estación de Chengdu, se sintió una vez más resuelta a lanzarse de lleno a la consecución de aquella gran causa.


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