La tía Jun-ying había estado trabajando como tejedora para contribuir al sostenimiento de su madre, de su hermano retrasado y de sí misma. Todas las noches trabajaba hasta altas horas de la madrugada, y llegó a sufrir graves daños en los ojos a causa de la luz mortecina con que se alumbraba. En 1952 ya había conseguido ahorrar y pedir prestado suficiente dinero para comprar dos máquinas más, lo que le permitió contratar los servicios de dos amigas. Aunque los ingresos se repartían, era mi tía quien teóricamente debía pagar las máquinas, dado que era la propietaria de las mismas. Durante la Campaña de los Cinco Anti, cualquiera que empleara los servicios de otras personas era considerado sospechoso en cierto grado. Se investigaban hasta los negocios más modestos, tales como el de la tía Jun-ying quien, en realidad, no dirigía sino una cooperativa. Mi tía pensó en pedir a sus amigas que la abandonaran, pero no quería que pensaran que las estaba despidiendo. Por fin, fueron ellas quienes le pidieron permiso para irse. Les preocupaba que empezaran a circular habladurías y mi tía llegara a pensar que procedían de ellas.
A mediados de 1953, las campañas de los Tres Anti y los Cinco Anti habían remitido. Los capitalistas habían sido puestos bajo control y el Kuomintang ya estaba erradicado. Las asambleas multitudinarias cesaron tan pronto como los funcionarios comprendieron que la mayor parte de la información que se desprendía de ellas era poco fiable. Los casos comenzaron a examinarse a nivel individual.
En mayo de 1953, mi madre ingresó en el hospital para dar a luz a su tercer hijo, un niño que recibió el nombre de Jin-ming. Se trataba del mismo hospital de misioneros en el que había estado ingresada durante mi embarazo; para entonces, sin embargo, los misioneros habían sido expulsados, al igual que había sucedido en el resto del país. Mi madre acababa de ser ascendida al puesto de jefa del Departamento de Asuntos Públicos de la ciudad de Yibin, y aún trabajaba a las órdenes de la señora Ting, quien a su vez había sido nombrada secretaria del Partido en dicha ciudad. En aquella época, mi abuela -aquejada de una grave crisis de asma- se encontraba también ingresada en el hospital, al igual que yo misma, que a la sazón sufría una infección en el ombligo. Mi nodriza permanecía conmigo en el hospital. Dado que pertenecíamos a una familia «de la revolución», recibíamos un tratamiento correcto y gratuito. Los médicos tendían a ceder las escasas camas de hospital disponibles a los funcionarios y a sus familias. No existía ningún servicio de salud pública para el grueso de la población, y los campesinos, por ejemplo, tenían que pagar.
Mi hermana y mi tía Jun-ying vivían en el campo con unos amigos, por lo que mi padre estaba solo en casa. Un día, la señora Ting acudió a su casa para presentar un informe sobre su trabajo. Al poco rato, dijo que le dolía la cabeza y que quería echarse. Mi padre la acostó en una de las camas y, al hacerlo, ella se abrazó a él e intentó besarle y acariciarle. Mi padre retrocedió de inmediato. «Debe de encontrarse usted muy cansada», dijo, y abandonó inmediatamente la estancia. Pocos minutos después, regresó en estado de gran agitación. Llevaba consigo un vaso de agua que depositó sobre la mesilla de noche. «Debe saber que amo a mi esposa», dijo y, antes de que la señora Ting tuviera ocasión de hacer nada, se encaminó a la puerta y la cerró tras él. Bajo el vaso de agua había depositado un trozo de papel en el que aparecían escritas las palabras «Moral comunista».
Pocos días después, mi madre abandonó el hospital. Tan pronto como atravesó el umbral con su hijo recién nacido, mi padre dijo:
– Abandonaremos Yibin tan pronto como sea posible. Para siempre.
Mi madre no podía imaginar qué mosca le había picado. Él le reveló lo sucedido y añadió que la señora Ting hacía tiempo que le tenía echado el ojo. Mi madre se mostró más desconcertada que furiosa:
– Pero, ¿por qué quieres marcharte tan pronto? -preguntó.
– Se trata de una mujer muy decidida -repuso mi padre-. Podría intentarlo de nuevo. Además, es muy vengativa. Temo sobre todo que pueda intentar perjudicarte a ti, lo que no sería difícil dado que trabajas a sus órdenes.
– ¿Tan mala es? -inquirió mi madre-. Es cierto que oí algunos rumores de que había seducido a su carcelero cuando estuvo presa por el Kuomintang, pero a algunas personas les encanta difundir habladurías. En cualquier caso, no me sorprende que se sienta atraída por ti -sonrió-, pero, ¿realmente crees que intentaría perjudicarme? Es la mejor amiga que tengo aquí.
– No lo entiendes… existe una cosa que llamamos «la ira que surge de la vergüenza» (nao-xiu-cheng-nu) , y sé que eso es lo que ella siente ahora. Yo no me comporté con el suficiente tacto. Debí de avergonzarla, y ahora me arrepiento. Me temo que en el acaloramiento de aquellos instantes obedecí a mi primer impulso. Es de esa clase de mujeres que siempre buscan la venganza.
Para mi madre no resultaba difícil imaginar el modo en que mi padre habría rechazado a la señora Ting, pero no podía creer que alimentara tanta malicia, ni podía imaginar qué calamidades podía abatir sobre ellos. En consecuencia, mi padre le contó lo que sabía acerca del señor Shu, su predecesor en el puesto de gobernador de Yibin.
El señor Shu había sido un pobre campesino que se había unido al Ejército Rojo durante la Larga Marcha. La señora Ting no le había caído bien, y la había criticado acusándola de ser demasiado coqueta. También había censurado el modo en que peinaba sus cabellos, recogidos en delgadas trenzas, lo que entonces se consideraba poco menos que indecente. En diversas ocasiones le dijo que debía cortarse las trenzas, pero ella se negó, diciéndole que se ocupara de sus propios asuntos. Con ello no consiguió sino que él redoblara sus críticas, lo que aumentó la hostilidad de la señora Ting hacia Shu. Por fin, decidió vengarse de él con ayuda de su marido.
En el despacho del señor Shu trabajaba una mujer que había sido concubina de un funcionario del Kuomintang que posteriormente había huido a Taiwan. La dama en cuestión había intentado provocar con sus encantos al señor Shu -un hombre casado- y habían comenzado a surgir rumores acerca de la posibilidad de que ambos hubieran iniciado una aventura. La señora Ting consiguió que la mujer firmara una declaración en la que afirmaba que el señor Shu le había hecho proposiciones y posteriormente la había obligado a tener relaciones sexuales con él. Aunque se trataba del gobernador, la mujer accedió, considerando que los Ting eran personas más temibles. El señor Shu fue acusado de servirse de su posición para mantener relaciones amorosas con una antigua concubina del Kuomintang, lo que se consideraba un delito inexcusable para un comunista veterano.
El método habitual en China para hacer caer en desgracia a una persona consistía en reunir distintos cargos y proporcionar así mayor gravedad a su caso. Los Ting lograron descubrir un nuevo «delito» del que acusar al señor Shu. En cierta ocasión, éste se había mostrado en desacuerdo con una política promovida desde Pekín y había escrito a los líderes supremos del Partido para expresarles su opinión. Según las normas del Partido, no hacía con ello sino ejercer su derecho; es más: como veterano de la Larga Marcha, se encontraba en una posición privilegiada para ello. En su carta decía que no tenía intención de implementar dichas directrices hasta que no recibiera una respuesta al respecto. Los Ting se sirvieron de ello para afirmar que se había opuesto al Partido.
Aunando ambas acusaciones, el señor Ting había propuesto el cese del señor Shu y su expulsión del Partido. Éste negó vehementemente ambos cargos. El primero, dijo, era sencillamente falso. Jamás había hecho proposiciones a aquella mujer, sino que se había limitado a comportarse cortésmente con ella. En cuanto al segundo, no había hecho nada malo y nunca había sido su intención enfrentarse al Partido. El Comité del Partido que gobernaba la región se componía de cuatro personas: el propio señor Shu, el señor Ting, mi padre y el primer secretario. El señor Shu hubo de someterse al juicio de los otros tres. Mi padre le defendió. Estaba convencido de la inocencia del señor Shu, y consideraba su carta absolutamente legítima.
Cuando llegó el momento de votar, mi padre perdió, y el señor Shu fue relevado de su cargo. El primer secretario del Partido había apoyado al señor Ting. Uno de los motivos de su actitud era que el señor Shu había pertenecido a la rama «mala» del Ejército Rojo. A comienzos de la década de los treinta había ejercido como oficial de alto rango en lo que en su día se denominó el Cuarto Frente de Sichuan. Dicho ejército se había unido a la rama del Ejército Rojo encabezada por Mao durante la Larga Marcha en 1935. Su jefe, un extravagante personaje llamado Zhang Guo-tao, había desafiado a Mao en la lucha por el liderazgo del Ejército Rojo y había perdido, tras lo cual había abandonado el Ejército Rojo con sus tropas. Finalmente, y tras sufrir importantes bajas, se había visto obligado a unirse de nuevo a éste. Sin embargo, se había pasado al Kuomintang en 1938, tras la llegada de los comunistas a Yan'an. Debido a ello, todos los que habían pertenecido al Cuarto Frente habían de soportar permanentemente un estigma que obligaba a poner en tela de juicio su lealtad a Mao. Se trataba de una cuestión especialmente delicada, ya que la mayoría de los integrantes del Cuarto Frente procedían de Sichuan.
Tras la llegada al poder de los comunistas, esta clase de estigmas se extendieron a todos aquellos aspectos de la revolución no controlados directamente por Mao y entre ellos los grupos clandestinos, en los que habían intervenido muchos de los comunistas más valerosos, consagrados… y mejor educados. En Yibin, todos los antiguos miembros de la clandestinidad se habían sentido presionados de un modo u otro. Entre las complicaciones añadidas había que incluir el hecho de que muchas de las personas que habían formado parte del movimiento clandestino local procedían de familias pudientes que habían resultado perjudicadas por la llegada al poder de los comunistas. Adicionalmente, su elevado grado de educación -superior al de aquellos que habían llegado con el Ejército comunista, procedentes en su mayor parte de familias campesinas y a menudo analfabetas- los había convertido en objeto de todas las envidias.
Aunque él mismo había sido anteriormente guerrillero, mi padre se sentía instintivamente mucho más cercano a los militantes clandestinos. En cualquier caso, se negaba a respaldar cualquier forma de insidioso ostracismo, por lo que salió en defensa de los antiguos miembros de la clandestinidad. «Resulta ridículo dividir a los comunistas en “clandestinos” y “legales”», solía decir. De hecho, la mayor parte de los colaboradores que buscaba para trabajar con él habían pertenecido a la clandestinidad, ya que eran los más capaces.