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Capítulo 16

El día despuntaba sobre la bahía de San Francisco. Fernstein se reunió con Norma en la cocina, se sentó a la barra, cogió la cafetera y llenó dos tazas.

– ¿Llegaste tarde ayer? -dijo Norma.

– Tenía trabajo.

– En cambio, dejaste el hospital antes que yo.

– Tenía que arreglar unos asuntos en la ciudad.

Norma se volvió hacia él con los ojos enrojecidos.

– Yo también tengo miedo, pero tú nunca ves mi temor, sólo piensas en el tuyo. ¿Crees que no me aterroriza la idea de sobrevivirte?

El viejo profesor abandonó su taburete y estrechó a Norma entre sus brazos.

– Lo lamento, nunca pensé que morir iba a ser tan difícil.

– Te has codeado con la muerte toda tu vida.

– Con la de otros, no con la mía.

Norma sostuvo el rostro de su amante entre las palmas de las manos y posó los labios sobre su mejilla.

– Sólo te pido que luches por conseguir una prórroga: dieciocho meses, un año… aún no estoy lista.

– A decir verdad, yo tampoco.

– Entonces, acepta ese tratamiento.

El viejo profesor se aproximó a la ventana. El sol se levantaba detrás de las colinas de Tiburón. Inspiró profundamente.

– En cuanto Lauren obtenga el título, presentaré mi dimisión. Nos iremos a Nueva York, ahí tengo a un viejo amigo que quiere encargarse de mí. Probaremos suerte.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Norma, con lágrimas en los ojos.

– ¡Te he hecho cabrear como nadie, pero nunca te he mentido!

– ¿Por qué no ahora mismo? Vayámonos mañana.

– Te he dicho que cuando Lauren obtenga la titulación. ¡Quiero dimitir de mis funciones, pero al menos no voy a dejarlo todo patas arriba! Y ahora, ¿me preparas esa tostada con mantequilla?

Paul dejó a Onega en su casa. Aparcó en doble fila, bajó y rodeó el coche a toda prisa. Se pegó a la puerta, impidiendo a su pasajera que la abriese. Onega lo miró sin comprender a qué estaba jugando. Él golpeó el vidrio y le hizo una señal para que bajase la ventanilla.

– Te dejo el coche, voy a coger un taxi para ir al hospital. En el llavero está la llave de mi casa. Quédatela, es tuya, yo tengo otra en el bolsillo.

Onega lo miró, intrigada.

– Bueno, admito que es una forma estúpida de decirte que me encantaría que viviésemos juntos -añadió Paul-. En fin, si fuese por mí, incluso todas las noches me parecería muy bien, pero ahora que ya tienes tu llave, eres tú quien decide, haz lo que quieras.

– Sí, la verdad es que tienes razón: es una forma estúpida -contestó ella con voz suave.

– Lo sé, esta última semana he perdido algunas neuronas. Pero la cuestión es que me gustas mucho, incluso cuando haces el tonto.

– Es una buena noticia.

– Vete, o te perderás su despertar.

Paul se asomó al interior.

– Ten cuidado, es muy delicado, sobre todo el embrague.

Besó a Onega con frenesí, corrió al cruce y cogió un taxi.

Le dio la dirección del San Francisco Memorial Hospital.

Cuando le contase a Arthur lo que acababa de hacer, seguro que le prestaría su viejo Ford.

Lauren se despertó al compás de los martillazos que retumbaban en su cabeza. Las punzadas en el pie la obligaron a quitarse el vendaje para comprobar cómo estaba la herida.

– ¡Mierda! -dijo, al comprobar que supuraba-. ¡Sólo me faltaba esto!

Se levantó y fue al cuarto de baño a la pata coja; abrió el botiquín, destapó una botella de antiséptico y roció el talón. El dolor fue tan violento, que soltó el frasco de alcohol y fue a parar al interior de la bañera. Lauren sabía muy bien que así no conseguiría nada. Había que limpiar la herida en profundidad y tomar antibióticos. Una infección de tal naturaleza podía tener consecuencias terribles. Se vistió y llamó a la compañía de taxis. No era aconsejable conducir en ese estado.

Diez minutos más tarde llegó al hospital. Un paciente que esperaba su turno desde hacía dos horas le sugirió con vehemencia que se pusiera a la cola como todo el mundo.

Ella le mostró su credencial y franqueó la puerta acristalada que daba a las cabinas de exploración.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Betty-. Si Fernstein te ve…

– Cúrame el pie, me duele horrores.

– Para que tú te quejes, tiene que ser algo serio. Siéntate en esa silla de ruedas.

– Tampoco exageremos, ¿qué cabina está libre?

– La tres. Y date prisa, llevo aquí veintiséis horas, ni siquiera sé cómo me aguanto de pie.

– ¿No has podido descansar un poco esta noche?

– He hecho una pausa de unos minutos al amanecer.

Betty la hizo sentar en la camilla y le deshizo el vendaje paira inspeccionar la herida.

– ¿Cómo te las has apañado para que se infecte tan de prisa?

La enfermera preparó una jeringuilla de lidocaína. En cuanto la anestesia local hubo liberado a Lauren del dolor separó los bordes de la cicatriz y limpió meticulosamente los tejidos infectados. A continuación, preparó un nuevo kit de sutura.

– ¿Quieres coserte tú misma o me lo dejas a mí?

– Mejor tú, pero hazme un drenaje primero, no quiero correr ningún riesgo.

– Te va a quedar una buena cicatriz, lo siento.

– No viene de más una más.

Mientras la enfermera trabajaba, Lauren desgarró la sábana con los dedos. Cuando Betty le dio la espalda, aprovechó para hacerle una pregunta que le ardía en los labios.

– ¿Cómo está él?

– Se ha despertado en plena forma. Ese tipo ha estado, a punto de morir durante la noche y lo único que le interesa saber es cuándo podrá salir de aquí. ¡Te juro que en este servicio vemos de todo!

– No aprietes demasiado la venda.

– Estoy haciendo lo que puedo, ¡y a ti te prohíbo que subas a su planta!

– ¿Y si me pierdo por los pasillos?

– ¡Lauren, no hagas tonterías! Estás jugando con fuego Te faltan pocos meses para acabar el internado, no iras a ponerlo todo en peligro ahora.

– He pensado mucho en él esta noche, y de una forma bastante extraña, además.

– Muy bien, pues sigue pensando esta semana y lo ves el próximo domingo. En principio lo soltaremos el sábado. Contrariamente a tu fantasma de la Ópera, éste tiene una identidad, una dirección y un teléfono. Si quieres volver a verlo, llámalo cuando salga.

– Es mi tipo -replicó Lauren con voz tímida.

Betty le levantó la barbilla y la miró, enternecida.

– Dime una cosa: ¿no estarás sufriendo un pequeño derrame sentimental? Nunca te había oído pronunciar palabras tan dulces.

Lauren apartó la mano de Betty.

– No sé muy bien qué me está pasando, sólo deseo verlo y comprobar por mí misma que está bien. ¡No deja de ser mi paciente!

– Tengo una ligera idea de lo que te pasa, ¿quieres que te lo explique?

– Deja de burlarte de mí. ¡No es tan sencillo!

Betty se echó a reír.

– No me estoy burlando, pero lo encuentro desconcertante; bueno, te dejo, voy a acostarme. No hagas estupideces.

Cogió una tablilla y la puso debajo del pie de Lauren.

– Con esto caminarás mejor. Coge antibióticos de la farmacia central. Hay un par de muletas en ese armario.

Betty desapareció detrás de la cortina y regresó enseguida.

– Y por si acaso ya no sabes orientarte en este hospital, la farmacia central está en el sótano, no te confundas con el servicio de neurología: ¡son los mismos ascensores!

Lauren la oyó alejarse por el pasillo.

Paul estaba delante de la cama de Arthur. Abrió una bolsa llena de cruasanes y de pastelitos de chocolate.

– Ha estado muy feo lo de volver al quirófano en mi ausencia. ¡Espero que hayan sabido manejarse sin mí! ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Muy bien, dejando a un lado que estoy harto. ¿Y tú? No tienes muy buen aspecto.

– Me has hecho pasar una noche de perros.

Lauren cogió el bloc de recetas del mostrador y se prescribió un potente antibiótico. Firmó la hoja y se la entregó al empleado.

– No se anda con chiquitas, ¿está tratando una septicemia?

– ¡Mi caballo tiene mucha fiebre!

– ¡Con esto, estará de pie en un día!

El empleado se retiró detrás de las estanterías y volvió instantes después con un frasco en la mano.

– Tómeselo con calma, de todas formas; me gustan los animales, y con esto puede matarlo.

Lauren no contestó, sino que cogió el medicamento y regresó al ascensor. Dudó antes de pulsar el botón de la tercera planta. En la planta baja, un técnico entró en la cabina empujando un aparato de electroencefalografía. La pantalla estaba rodeada por una cinta de plástico amarilla.

– ¿Qué piso? -preguntó Lauren.

– Neurocirugía.

– ¿Está estropeada?

– Estas máquinas son cada vez más sofisticadas, pero también más caprichosas. Esta escupió ayer toda la bobina de papel con un trazo incomprensible. No registraba hiperactividad cerebral, sino la corriente de una central eléctrica. Los de mantenimiento se han pasado tres horas con ella y dicen que no tiene nada. Interferencias, seguramente.

– ¿Qué hiciste ayer por la noche? -preguntó Arthur.

– Tienes curiosidad, ¿eh? Cené con una chica.

Arthur miró a su amigo con aire inquisitivo.

– Onega -confesó Paul.

– ¿Os seguís viendo?

– Más o menos.

– ¿Qué significa ese extraño tono?

– Temo haber cometido una gilipollez.

– ¿De qué tipo?

– Le he dado las llaves de mi casa.

El rostro de Arthur se iluminó; casi hubiera querido hacer rabiar a Paul, pero éste se levantó y se colocó frente a la ventana con expresión inquieta.

– ¿Es que lo lamentas?

– Me da miedo haberla asustado, quizá he ido demasiado deprisa.

– ¿Te has enamorado?

– No sería imposible.

– Entonces, fíate de tu instinto. Si has hecho eso es porque lo deseabas, y ella lo notará. No hay por qué avergonzarse de compartir los sentimientos, créeme.

– Entonces, ¿crees que no he metido la pata? -preguntó Paul, con el rostro lleno de esperanza.

– Nunca te he visto en este estado. No tienes ninguna razón para preocuparte.

– No me ha telefoneado.

– ¿Desde cuándo?

Paul consultó su reloj.

– Desde hace dos horas.

– ¿Tanto? ¡Estás chiflado! Déjale tiempo para saborear tu gesto, y también para que deje libre su línea telefónica: tiene que llamar a todas sus amigas para decirles que ha hecho caer al soltero más duro de pelar de todo San Francisco.

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