Литмир - Электронная Библиотека

Capítulo 7

El taxi dejó a Arthur delante de su casa. Buscó las llaves sin éxito y dudó antes de llamar a la señora Morrison porque no le oiría. Observó entonces que de un balcón bajaba un hilillo de agua, levantó la cabeza y vio que su vecina estaba regando las plantas. Le hizo una seña con la mano y la anciana se asustó al verlo en tan penoso estado. La puerta crepitó al abrirse.

La señora Morrison, en el rellano y con las manos en las caderas, lo miraba circunspecta.

– ¿Acaso sales con una boxeadora?

– No, ha sido un sidecar quien se ha enamorado de mí -dijo Arthur.

– ¿Has tenido un accidente de moto?

– ¡De peatón! Y para colmo, ni siquiera estaba cruzando la calle, me han atropellado delante de Macy's.

– ¿Qué estabas haciendo allí?

Puesto que la correa había quedado sepultada bajo los cristales rotos del escaparate, prefirió no decirle nada a su vecina. Entonces la señora Morrison vio los hombros desgarrados de la chaqueta de Arthur.

– ¡Me temo que se va a notar el zurcido! ¿No has podido guardar el bolsillo?

– No -dijo Arthur, sonriendo a pesar del labio dolorido e hinchado.

– La próxima vez que le hagas un arrumaco a tu novia, ponle guantes o córtale las uñas: ¡al menos sé prudente!

– ¡No me haga reír, Rose, que me duele horrores!

– De haber sabido que bastaba con que te atropellara una moto para que por fin me llames por mi nombre de pila, hubiera llamado a uno de mis viejos amigos de los Ángeles del Infierno. Y por cierto, Pablo ha ladrado esta tarde; creí que se estaba muriendo, pero no, solamente ladraba.

– Rose, voy a acostarme.

– Te traeré una tisana, y seguro que tengo árnica por alguna parte.

Arthur le dio las gracias y se despidió, pero apenas había avanzado unos pasos cuando su vecina lo llamó de nuevo.

Sostenía un juego de llaves con la punta de los dedos.

– Me imagino que no habrás encontrado las tuyas en el ascensor. Esta es la copia que me diste, las necesitarás si quieres entrar en tu casa.

Arthur abrió la puerta y le devolvió el llavero a su vecina. Tenía otra copia en el despacho y prefería que ésta se la quedara ella. Entró en su apartamento, encendió la lámpara halógena del salón y enseguida la apagó, porque la luz le produjo un deslumbramiento y una intensa migraña. Fue al cuarto de baño y sacó dos sobres de aspirina del botiquín.

Necesitaba una dosis doble para calmar la tormenta que le bullía en el cráneo. Se metió el polvo debajo de la lengua, para que el producto se diluyera directamente en la sangre y actuara más deprisa. Tras cuatro meses compartiendo la vida con una estudiante de medicina había aprendido algunos trucos. El sabor amargo le provocó un estremecimiento y bebió agua del grifo, pero cuando se inclinó todo empezó a dar vueltas a su alrededor y tuvo que apoyarse en la pila. Se sentía débil, cosa en absoluto sorprendente, ya que no había comido nada desde la mañana. A pesar de las náuseas incipientes, tenía que comer algo. Estómago vacío y mareo se entendían de maravilla. Arrojó la chaqueta encima del sofá y fue a la cocina. Al abrir la puerta del frigorífico, un escalofrío recorrió su cuerpo. Cogió el platito con un pedazo de queso y sacó un paquete de tostadas de su bolsa. Montó algo parecido a un bocadillo pero renunció a comérselo en cuanto le dio el primer bocado.

Sería mejor dejar de luchar, estaba k.o. Fue al dormitorio, avanzó hasta la mesilla de noche, siguió el cable de la lámpara de cabecera y pulsó el interruptor. Volvió la cabeza para la puerta; debía de haber saltado algún fusible, pues el salón estaba sumido en la oscuridad.

Arthur no comprendía lo que estaba pasando: a su izquierda, la lámpara de cabecera difundía una luz pálida y turbia, casi anaranjada, pero en cuanto la miraba de frente, recuperaba la normalidad. Las náuseas se redoblaron y hubiera querido correr hacia el cuarto de baño, pero le flaquearon las piernas y cayó al suelo.

Tumbado a los pies de la cama, incapaz de volver a levantarse, trató de arrastrarse hasta el teléfono. Dentro del pecho, el corazón le latía como si fuera a despegar y cada pulsación retumbaba con un dolor indescriptible. Buscó el aire que le faltaba, y oyó el timbre de la puerta justo antes de perder el conocimiento.

Paul consultó el reloj, furioso. Le hizo una seña al maitre y pidió la cuenta. Instantes después, mientras atravesaban el aparcamiento del restaurante, se disculpó una vez más ante sus invitadas. No era culpa suya si su socio era un maleducado.

Onega se alzó como defensora de Arthur: en una época en que el compromiso amoroso parecía un vestigio del pasado, alguien que había querido casarse con su novia al cabo de cuatro meses de relaciones no debía ser un malvado.

– No se casaron -refunfuñó Paul, abriéndole a Onega la puerta del coche.

Arthur debía de estar durmiendo, pero la señora Morrison no estaba tranquila porque le había visto muy mala cara.

Cerró la puerta de su apartamento, dejó el tubo de árnica en la mesa de la cocina y regresó al salón. Pablo dormía plácidamente en su cesto. Lo cogió en brazos y se instaló en el gran sillón delante del televisor. Su oído ya no era muy bueno, pero sus ojos no habían perdido ni una pizca de su agudeza y había observado perfectamente la palidez de su vecino.

– ¿Haces la guardia de noche? -preguntó Betty.

– Termino a las dos de la madrugada -contestó Lauren.

– Lunes por la noche, ni una gota de lluvia, la luna llena todavía queda lejos… ya verás: será una noche tranquila.

– Crucemos los dedos -dijo Lauren, sujetándose el cabello.

Betty aprovecharía aquella calma para ordenar los botiquines. Lauren se ofreció a ayudarla, pero le sonó el busca.

Reconoció el número en el dial: la necesitaban en otra habitación, en la segunda planta.

Paul y Onega acompañaron a Mathilde a su casa antes de ir a dar un paseo nocturno al final del Pier 39. Fue Onega quien eligió el lugar, para gran sorpresa de Paul. Las tiendas para turistas, los restaurantes bulliciosos y las atracciones demasiado iluminadas se sucedían a lo largo del gran espigón de madera sobre el océano. Al final del pontón, en la explanada azotada por la espuma del mar, una batería de prismáticos de pie ofrecían, por veinticinco centavos, una visión cercana de la cárcel de Alcatraz, encaramada en su islote en medio de la bahía. Delante de estos aparatos ópticos varias placas de cobre remachadas en la balaustrada recordaban a los visitantes que las corrientes y los tiburones que surcaban la bahía jamás habían permitido que un solo prisionero escapase a nado, «excepto Clint Eastwood», precisaba la inscripción entre paréntesis.

Paul cogió a Onega por la cintura. Ella se dio la vuelta para mirarlo directamente a los ojos.

– ¿Por qué querías venir aquí? -le preguntó él.

– Me gusta este sitio. Los emigrantes de mi país cuentan a menudo su llegada a Nueva York en barco y la felicidad que les invadió cuando, apiñados en el puente de la nave, por fin vieron Manhattan asomando entre la niebla. Yo vine en avión desde Asia. Lo primero que vi por la ventanilla cuando atravesamos la capa de nubes fue la cárcel de Alcatraz. Lo interpreté como una señal que me enviaba la vida. Los que consideraban Nueva York como el símbolo de la libertad a menudo la comprometieron o la malgastaron. ¡Yo lo tenía todo por ganar!

– ¿Venías de Rusia? -preguntó Paul, emocionado.

– ¡De Ucrania, desdichado! -dijo Onega, arrastrando las palabras de una forma muy sensual-. ¡Jamás le digas a uno de mis compatriotas que es ruso! Por semejante ignorancia, merecerías que no volviera a besarte, al menos durante unas horas -añadió con dulzura.

– ¿Qué edad tenías cuando llegaste? -quiso saber Paul, hechizado.

Onega caminó hasta el extremo del muelle riendo a carcajadas.

– ¡Nací en Sausalito, tonto! Estudié en Berkeley y trabajo como jurista en el ayuntamiento. Si me hubieras hecho algunas preguntas en lugar de hablar todo el tiempo, ya lo sabrías.

Paul se sintió ridículo, se apoyó en la balaustrada y miró el horizonte Onega se acercó y se apretó contra él.

– Perdóname, pero estabas tan mono que no he podido resistirme a continuar tomándote el pelo. Y tampoco es una gran mentira; con una generación de diferencia, esa historia es verdadera, pues le ocurrió a mi madre. ¿Me llevas a casa? Mañana trabajo temprano -dijo, justo antes de posar sus labios en los de Paul.

El televisor estaba apagado. La señora Morrison debería haber visto la película, pero aquella noche no se veía con ánimos. Dejó a Pablo a sus pies y cogió la copia de las llaves de su vecino.

Encontró a Arthur inconsciente y tumbado a los pies del, sofá. Se agachó y le dio unas palmadas en las mejillas. El abrió los ojos. El rostro sereno de la señora Morrison pretendía ser tranquilizador, aunque resultaba todo lo contrario. Oyó su voz en la lejanía y no la vio. Intentó en vano pronunciar algunas palabras, pero le costaba mucho vocalizar. Tenía la boca seca. La señora Morrison fue a buscar un vaso de agua y le humedeció los labios.

– Tranquilo, voy a llamar a una ambulancia ahora mismo -le dijo, acariciándole la frente.

Se dirigió al escritorio en busca del teléfono. Arthur consiguió sostener el vaso con la mano derecha, pero la izquierda no obedecía ninguna orden. El líquido helado se deslizó por la garganta y lo tragó. Quiso levantarse, pero su pierna permanecía inmóvil. La anciana se dio la vuelta para controlarle; había recuperado un poco el color. Estaba a punto de descolgar el auricular cuando sonó el teléfono.

– ¡La próxima vez te ríes de tu padre! -gritó Paul.

– ¿Del padre de quién tendré el honor de reírme? -preguntó la señora Morrison.

– ¿No estoy llamando a casa de Arthur?

Y el descanso había sido breve. Betty entró como un huracán donde estaba durmiendo Lauren.

– Date prisa, nos acaba de avisar la centralita, diez ambulancias vienen hacia aquí. Una bronca en un bar.

– ¿Estàn libres las salas de reconocimiento? -preguntó Lauren, puniéndose en pie de un salto.

– Sólo hay un paciente, nada grave.

– Pues sácame a ese tipo de ahí y pide refuerzos: diez unidades móviles pueden traernos hasta veinte heridos.

17
{"b":"93377","o":1}