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– ¿Qué tal? -preguntó Lauren, que notó la palidez en el rostro de su paciente.

– Bien -dijo él, con un nudo en la garganta.

– ¡Relájese!

Lauren se inclinó para examinarle las córneas con una lupa. Mientras las estudiaba, sus rostros estaban tan cerca que sus labios casi se rozaban.

– ¡No tiene absolutamente nada en los ojos, ha tenido mucha suerte!

Arthur no hizo ningún comentario.

– ¿Ha perdido el conocimiento?

– ¡No, todavía no!

– ¿Eso era un chiste?

– Un vago intento.

– ¿Migrañas?

– Tampoco.

Lauren pasó la mano por la espalda de Arthur y le palpó la columna vertebral.

– ¿Algún dolor?

– Nada de nada.

– Tiene un buen cardenal en el labio. ¡Abra la boca!

– ¿Es indispensable?

– Sí, puesto que se lo acabo de pedir.

Arthur obedeció y Lauren cogió su pequeña linterna.

– Vaya, al menos harán falta cinco puntos para coser esto.

– ¿Tantos?

– ¡También era un chiste! Un enjuague bucal durante cuatro días será más que suficiente.

Le desinfectó la herida de la frente y soldó los bordes con un gel. Luego abrió un cajón y desgarró el envoltorio de una tirita, que adhirió encima del corte.

– Le he pisado un poco la ceja, pasará un mal rato cuando se quite el esparadrapo. Los demás cortes son menores, cicatrizarán solos. Le recetaré un antibiótico de amplio espectro durante unos días, sólo para prevenir.

Arthur se abrochó el puño de la camisa, se enderezó y le dio las gracias a Lauren.

– No tan deprisa -dijo ella, empujándolo de nuevo hacia la mesa de reconocimiento-. También tengo que tomarle la tensión.

Descolgó el aparato de medición de su soporte de pared y lo colocó alrededor del brazo de Arthur. Era un tensiómetro automático. El brazalete se hinchaba y se deshinchaba a intervalos regulares. Bastaron algunos segundos para que las cifras aparecieran inscritas en el dial fijado en la cabecera de la mesa de reconocimiento.

– ¿Es propenso a las taquicardias? -preguntó Lauren.

– No -contestó Arthur.

– Pues está teniendo una buena crisis: su corazón late a más de ciento veinte pulsaciones por minuto y tiene la tensión a dieciocho, que es mucho más de lo que le corresponde a un hombre de su edad.

Arthur miró a Lauren mientras buscaba una excusa en lo más hondo de su corazón.

– Soy algo hipocondríaco y los hospitales me dan pavor.

– Mi ex se desmayaba sólo con ver mi bata.

– ¿Su ex?

– Nada importante.

– ¿Y su novio actual soporta bien el estetoscopio?

– De todas formas, preferiría que consultara a un cardiólogo, puedo avisar a alguno si lo desea.

– Es inútil -dijo Arthur con voz temblorosa-. No es la primera vez que me ocurre; en fin, en un hospital es la primera vez, pero cuando me presento a un concurso, el corazón se me embala un poco: tengo tendencia a ponerme excesivamente nervioso.

– ¿En qué trabaja? -preguntó Lauren, divertida, mientras escribía una receta.

Arthur dudó antes de responder. Aprovechó que ella estaba concentrada en su hoja para mirarla, silencioso y atento. Lauren no había cambiado, aparte del peinado, tal vez. La pequeña cicatriz en la frente, que a él tanto le gustaba, casi había desaparecido. Y su mirada seguía siendo la misma, orgullosa e indescriptible. Reconocía cada expresión de su rostro, como el movimiento del arco de Cupido, por debajo de la nariz, cada vez que hablaba. La belleza de su sonrisa le traía recuerdos felices. ¿Era posible echar a alguien de menos hasta ese punto? El brazalete se hinchó de inmediato y aparecieron nuevas cifras. Lauren levantó la cabeza para consultarlas con atención.

– Soy arquitecto.

– ¿Y también trabaja los fines de semana?

– A veces incluso de noche: siempre vamos contra reloj.

– ¡Sé a lo que se refiere!

Arthur se enderezó sobre la mesa.

– ¿Ha conocido a algún arquitecto? -preguntó, con voz febril.

– No, que yo recuerde, pero me refería a mi trabajo: nosotros también trabajamos sin tener en cuenta las horas.

– ¿Y qué hace su novio?

– Es la segunda vez que me pregunta si estoy soltera.

– Su corazón late mucho más deprisa, preferiría hacerlo examinar por uno de mis colegas.

Arthur se arrancó el brazalete del tensiómetro y se puso en pie.

– ¡Ahora es usted la que está angustiada!

Quería irse a descansar. Mañana todo iría bien. Prometió que se haría mirar la tensión en los próximos días y, si había cualquier cosa anormal, lo consultaría de inmediato.

– ¿Me lo promete? -insistió Lauren.

Arthur suplicó al cielo que dejara de mirarlo de aquel modo. Si su corazón no estallaba en cualquier momento, la tomaría entre sus brazos para decirle que estaba loco por ella, que le resultaba imposible vivir en la misma ciudad sin que se hablaran. Se lo contaría todo, suponiendo que le diera tiempo a hacerlo antes de que ella llamara a seguridad y lo hiciera ingresar para siempre. Cogió su chaqueta, o más bien lo que quedaba de ella, se negó a ponérsela delante de ella y le dio las gracias. Estaba saliendo de la cabina cuando oyó que lo llamaba.

– ¿Arthur?

Esta vez, sintió los latidos del corazón en el interior de la cabeza. Se dio la vuelta.

– Se llama así, ¿verdad?

– Sí -articuló él con la boca totalmente seca.

– ¡Su receta! -dijo Lauren, tendiéndole la hoja rosa.

– Gracias -contestó Arthur, al tiempo que cogía el papel.

– Ya me las ha dado. Póngase la chaqueta: a esta hora la noche refresca, y su organismo ya ha tenido su dosis de agresiones por hoy.

Arthur se puso una manga con torpeza, y justo antes de fue se volvió y miró largamente a Lauren.

– ¿Qué pasa? -preguntó ésta.

– Lleva un mochuelo en el bolsillo -le contestó con una sonrisa triste en los labios.

Luego abandonó la cabina.

Cuando atravesaba el vestíbulo, Betty lo llamó desde el otro lado del cristal. Arthur se acercó, atontado.

– Firme aquí y será libre -le dijo, presentándole una gran libreta negra.

Arthur puso su rúbrica en el registro de Urgencias.

– ¿Está seguro de que se encuentra bien? – quiso saber la enfermera jefe-. Parece mareado.

– Es bastante probable -contestó él, alejándose.

Mientras Arthur esperaba un taxi bajo la marquesina de Urgencias, en la garita donde Betty clasificaba las fichas de ingresos, Lauren lo miraba sin que él se diera cuenta.

– ¿No crees que se le parece un poco?

– No sé de quién estás hablando -contestó la enfermera, con la cabeza hundida en sus carpetas-. A veces me pregunto si trabajamos en un hospital o en una administración.

– Ambas cosas, creo yo. Corre, mírale y dime qué te parece. No está nada mal, ¿no?

Betty se levantó las gafas, echó un breve vistazo y volvió a sumergirse en sus papeles. Un vehículo de la Yellow Cab Company acababa de detenerse, Arthur subió y el coche se alejó.

– ¡Nada que ver! -dijo Betty.

– ¡Has mirado dos segundos!

– SÍ, pero, es la centésima vez que me preguntas lo mismo, así que ya estoy entrenada; además, ya te he dicho que tengo un don para recordar caras. Si ése fuera tu hombre te habría reconocido de inmediato: no era yo la que estaba en coma.

Lauren cogió una pila de hojas y ayudó a la enfermera clasificarlas.

– Hace un momento, mientras lo examinaba, he dudad de verdad.

– ¿Por qué no se lo has preguntado?

– Ya me veo diciéndole a un paciente: «Mientras yo salía del coma, ¿por casualidad no pasó usted quince días sentado a los pies de mi cama?»

Betty rió de buena gana.

– Creo que esta noche he vuelto a soñar con él Pero al despertarme, nunca consigo acordarme de sus rasgos.

– Si fuese él, lo habrías reconocido. Tienes a veinte «clientes» esperándote, deberías sacarte esas ideas de la cabeza e ir a trabajar. Y gira página, tienes a alguien en tu vida ¿no es verdad?

– ¿Pero estás segura de que no era él? -insistió Lauren en voz baja.

– ¡Del todo!

– Háblame de él otra vez.

Betty abandonó su montón de documentos y giró sobre su taburete.

– ¿Qué quieres que te diga?

– La verdad es que resulta increíble -se sublevó Lauren-. Un departamento entero frecuentó a ese hombre durante dos semanas y no consigo encontrar a una sola persona que sepa nada de él.

– Habrá que pensar que era de naturaleza discreta -refunfuñó Betty grapando un fajo de hojas de color de rosa.

– ¿Y nadie se preguntaba qué estaba haciendo aquí?

– A partir del momento en que tu madre toleraba su presencia, nosotros no teníamos por qué meternos. ¡Todo el mundo pensaba que era un amigo tuyo, o incluso tu novio! Y había varias mujeres celosas en la planta. Más de una te lo habría quitado encantada.

– Mamá cree que era un paciente; Fernstein, que era un pariente, y tú, que era mi novio. Decididamente, nadie consigue ponerse de acuerdo.

Betty carraspeó y se levantó para coger una resmilla de papel. Se dejó caer las gafas sobre la nariz y miró a Lauren con aspecto grave.

– ¡Tú también estabas ahí!

– ¿Qué intentáis ocultarme entre todos?

Disimulando su incomodidad, la enfermera sumergió de nuevo la cabeza entre los papeles.

– ¡Nada en absoluto! Sé que puede parecer extraño, pero lo único increíble es que salieras adelante sin secuelas, y deberías dar gracias al cielo en lugar de empeñarte en inventar misterios.

Betty golpeó la campanilla que tenía delante y llamó al número 125. Puso una carpeta en las manos de Lauren y le hizo una seña para que volviera a su puesto.

– Mierda, soy yo el médico jefe aquí -protestó la joven, mientras entraba en la cabina número 4.


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