Paul recorría el vestíbulo de un lado a otro. Sacó el teléfono móvil del fondo del bolsillo, pero Cybile le dio a entender de inmediato que estaba prohibido utilizarlo en el recinto del hospital.
– ¿Y qué aparato científico podría perturbar, aparte de la máquina de bebidas? -gritó él.
Cybile reiteró la prohibición con un movimiento de cabeza y le señaló el aparcamiento de Urgencias.
– Artículo 2 del nuevo reglamento interior -insistió Paul-: ¡se autoriza el uso de mi teléfono en el vestíbulo!
– Su reglamento sólo funciona con Brisson, así que váyase a telefonear afuera. Si pasa el de seguridad, me echan.
Paul, sin abandonar sus protestas, franqueó las puertas correderas.
Durante largos minutos, continuó dando zancadas por el aparcamiento de las ambulancias, mientras veía desfilar la agenda telefónica en la pantalla de su móvil.
– ¡Mierda -masculló en voz baja-, es un caso de fuerza mayor!
Pulsó una tecla y al instante el móvil marcó un número pregrabado.
– Memorial Hospital, ¿qué puedo hacer por usted? -preguntó la telefonista.
Paul insistió para que le pasaran con Urgencias. Esperó varios minutos Betty cogió el aparato. Una ambulancia, le explicó él, les había llevado a primera hora de la tarde a un hombre joven atropellado por un sidecar en Union Square.
Betty le preguntó a su interlocutor si era un miembro de la familia de la víctima y Paul contestó que era su hermano; apenas mintió. La enfermera se acordaba muy bien del informe de ingreso. El paciente había abandonado el hospital por sus propios medios hacia las veintiuna horas. Estaba en perfecto estado.
– No del todo -replicó Paul-, ¿puede pasarme al médico que se ha ocupado de él? Creo que era una mujer. Es urgente -añadió.
Betty comprendió que había algún problema, o más bien que el hospital podía tener problemas. El diez por ciento de los pacientes que recibía Urgencias regresaba a las veinticuatro horas siguientes, debido a un error o a una subestimación en el diagnóstico. El día en que los juicios costaran más dinero del que se ahorraban con la reducción de personal, los administradores tomarían por fin las medidas que el cuerpo médico no cesaba de reclamar. Rebuscó entre sus fichas, en busca de la copia de la de Arthur.
Betty no descubrió ninguna infracción en el protocolo de exploración; más tranquila, dio unos golpes en el cristal cuando vio acercarse a Lauren por el pasillo. Había una llamada para ella.
– Si es mi madre, le dices que no tengo tiempo. Debería haberme ido hace media hora y todavía me falta pasar visita a dos pacientes.
– Si tu madre llamara a las dos y media de la madrugada, te la pasaría incluso al quirófano. Coge el teléfono, parece importante.
Perpleja, Lauren se llevó el auricular al oído.
– Esta tarde ha examinado usted a un hombre al que se lo había llevado por delante un sidecar, ¿recuerda? -dijo la voz al otro lado del aparato.
– Sí, perfectamente -contestó Lauren-, ¿llama de la policía?
– No, soy su mejor amigo. Su paciente se ha encontrado mal al volver a casa. Está inconsciente.
Lauren sintió que el corazón se le aceleraba en el pecho.
– ¡Llame ahora mismo al 911 y tráigamelo aquí inmediatamente, le esperaré!
– Ya está hospitalizado. Estamos en el Mission San Pedro Hospital y la cosa no marcha muy bien.
– No puedo hacer nada por su amigo si ya está en otro hospital -contestó Lauren-. Mis colegas sabrán ocuparse de él, estoy segura. Puedo hablar con ellos si lo desea pero, aparte de señalar una leve taquicardia, no tengo nada especial que comentarles, todo era normal cuando se ha marchado de aquí.
Paul describió en qué condiciones se encontraba Arthur; el médico que estaba de guardia pretendía que no era arriesgado esperar hasta la mañana, pero él no compartía su opinión, había que ser un necio para ignorar que su mejor amigo no estaba bien.
– Me resulta difícil contradecir a un colega sin haber consultado las radiografías. ¿Qué dice el escáner?
– ¡Aquí no hay escáner! -dijo Paul.
– ¿Cómo se llama el interno de guardia? -quiso saber Lauren.
– Es un tal doctor Brisson -dijo Paul.
– ¿Patrick Brisson?
– Llevaba escrito «Pat» en su credencial, debe de ser ése, ¿lo conoce?
– Lo conocí en cuarto curso de medicina; efectivamente, es un necio.
– ¿Qué puedo hacer? -suplicó Paul.
– Yo no tengo ningún derecho a intervenir, pero puedo intentar hablar con él por teléfono. Con el consentimiento de Brisson, podríamos organizar el traslado de su amigo practicarle un escáner esta misma noche: el nuestro está operativo las veinticuatro horas del día. ¿Y por qué no ha venido aquí?
– Es una larga historia y tenemos poco tiempo.
Paul vio que el interno entraba en la garita de Cybile; le rogó a Lauren que no colgara y atravesó el vestíbulo corriendo. Llegó jadeando ante Brisson y le pegó el móvil a la oreja.
– Una llamada para usted -le dijo.
Brisson lo miró, sorprendido, y cogió el aparato.
El intercambio de puntos de vista entre los dos médicos fue breve. Brisson escuchó a Lauren y le dio las gracias por una ayuda que no había solicitado. El estado de su paciente estaba controlado, pero no era el caso de la persona que lo acompañaba. El hombre que tan inútilmente la había importunado mostraba cierta tendencia a la histeria, y hasta había tenido que apelar a la policía para desembarazarse de él.
Lauren, tranquilizada, colgó después de un encantado de tener noticias tuyas después de tantos años y espero volver a verte, para tomar un café o, ¿por qué no?, para salir a cenar.
Cortó la comunicación y se guardó el aparato en el bolsillo.
– ¿Y bien? -quiso saber Paul, cuyos pies rozaban la línea amarilla.
– ¡Le devolveré su teléfono cuando se vaya de aquí! -dijo Brisson con aire altanero-. Su utilización está prohibida en el recinto del hospital, como seguramente ya le habrá notificado Cybile.
Paul se cuadró delante del médico y le impidió el paso.
– Bien, de acuerdo, se lo devuelvo; pero usted tiene que jurarme que saldrá al aparcamiento si tiene que hacer más llamadas -prosiguió Brisson, ya no tan fiero.
– ¿Qué ha dicho su colega? -preguntó Paul, arrancando el móvil de las manos del interno.
– Que tengo toda su confianza, cosa que evidentemente no puede decir todo el mundo.
Brisson señaló con el dedo la inscripción que delimitaba la zona reservada exclusivamente al personal médico.
– Si vuelve a cruzar una sola vez al otro lado de esta línea, aunque sea para recorrer diez centímetros de este pasillo, Cybile llamará a la policía y haré que se lo lleven. Espero haber sido lo bastante claro.
Y Brisson dio media vuelta y se alejó por el pasillo. La enfermera jefe Cybile se encogió de hombros.
Lauren acababa de ordenar el ingreso del último herido de la refriega en el bar.
Una enfermera en prácticas le pidió que examinara a un paciente. Le hubiese bastado mirar el tablón de los horarios, estalló Lauren, para comprobar que su guardia terminaba a las dos de la mañana. Puesto que eran casi las tres, era imposible que la persona a la que se estaba dirigiendo la joven enfermera fuese Lauren. Emily Smith la miró con expresión contrita.
– Está bien, vamos, ¿en qué cabina está el enfermo? -preguntó, siguiéndola con resignación.
El chiquillo se quejaba de dolor de oído y tenía fiebre muy alta. Lauren lo examinó y diagnosticó una otitis aguda.
Prescribió una receta y le rogó a Betty que ayudase a la joven en prácticas a administrar los cuidados adecuados. Agotada, por fin abandonó Urgencias, sin tomarse tiempo siquiera para quitarse la bata.
Mientras atravesaba el aparcamiento desierto, Lauren soñaba con un baño, un edredón y una gran almohada. Consultó su reloj; su próxima guardia empezaba dentro de dieciséis horas. Habría necesitado dormir el doble para resistir hasta el fin de semana.
Tomó asiento detrás del volante y se abrochó el cinturón.
El coche se alejó por Potrero Avenue y giró en la calle Veintitrés.
Le gustaba conducir por San Francisco en plena noche, cuando la ciudad en calma era toda para ella. El asfalto desfilaba bajo las ruedas del cabriolé. Encendió la radio y metió la tercera. El Triumph avanzaba bajo la bóveda estrellada de un magnífico cielo estival.
El Ayuntamiento estaba reparando unas tuberías en el cruce de McAllister Street y la circulación estaba cortada. El jefe de obra se inclinó hacia la puerta del Triumph; a su equipo le faltaban sólo unos minutos. La calle era de sentido único y Lauren pensó en dar marcha atrás, pero renunció ante la presencia de un coche de policía que estaba señalizando la zona donde trabajaban los obreros.
Vio la silueta del Mission San Pedro Hospital reflejada en el retrovisor, ya que el edificio estaba a dos bloques de casas a su espalda.
El conductor cerró la lona del camión municipal antes de subir a la cabina. En uno de los lados del vehículo, un anuncio sobre prevención en carretera ponía en guardia al ciudadano: «Basta un segundo de negligencia…».
El policía le hizo una seña a Lauren indicándole que ya podía pasar y se coló entre las máquinas de la obra, que estaban abandonando el centro de la calzada para reagruparse junto a la acera. Pero en el semáforo, la joven cambió de dirección. De pronto, recordó que jamás había conocido a un estudiante más pagado de sí mismo que Brisson.
Apoyado en el cristal que daba al aparcamiento, Paul reflexionaba. Una ambulancia con las siglas del centro hospitalario y las luces apagadas se detuvo en una plaza reservada a los vehículos de emergencia. El conductor bajó, cerró la puerta con llave y entró en el vestíbulo del hospital. Después de saludar a la enfermera de guardia, colgó su llavero de un pequeño clavo fijado en la pared de la garita. Cybile le entregó la llave de una sala de exploración, él le dio las gracias y fue a acostarse a una de las cabinas desocupadas.
Paul estaba mirando la ambulancia al otro lado de la cristalera cuando un Triumph verde fue a aparcar a su lado.
Reconoció de inmediato a la joven que, con paso decidido, se dirigía hacia las puertas de Urgencias. La vio dar media vuelta, quitarse la bata y arrojarla dentro del maletero del coche. Instantes después, entraba en el vestíbulo. Paul fue a su encuentro.
– La doctora Kline, supongo…