En recepción, una enfermera sustituía a Betty. Lauren borró su nombre del tablón de médicos de guardia. El especialista que la había recibido en el servicio de radiología, que también terminaba su guardia, fue a su encuentro y le preguntó cómo había ido la intervención y si su paciente había salido bien. Mientras caminaban hacia la salida, Lauren le hizo un resumen de los acontecimientos de la noche, sin mencionar el episodio que la había enfrentado a Fernstein, y añadiendo que éste último había preferido dejar en su sitio la pequeña anomalía vascular.
El radiólogo confesó que no le sorprendía. La irregularidad le había parecido de un tamaño tan irrisorio, que no justificaba el riesgo de la operación. «Además, se vive muy bien con esa clase de defectos; tú eres la prueba viviente de lo que digo», añadió. La expresión de Lauren delató su sorpresa y el radiólogo le explicó que también ella tenía una pequeña singularidad en el lóbulo parieto-occipital. Fernstein había preferido no tocarla cuando la operó después del accidente. El radiólogo lo recordaba como si fuese ayer. Jamás había tenido que sacar tantas imágenes de escáner y de resonancia para un mismo paciente; muchas más de las necesarias. Pero las pruebas las había exigido el jefe del departamento de neurología en persona y hay ciertas peticiones que no se pueden discutir.
– ¿Por qué no me dijo nunca nada?
– No tengo la menor idea, pero preferiría que no le hablaras de nuestra conversación. ¡Secreto profesional!
– Esto es el colmo: ¡pero si yo soy médico!
– ¡Para mí, sobre todo, eras la paciente de Fernstein!
El profesor abrió la ventana de su despacho. Divisó a su alumna, que atravesaba la calle; Lauren cedió el paso a una ambulancia y entró en el pequeño café enfrente del hospital.
Un hombre la estaba esperando en la cabina donde Fernstein y ella tenían la costumbre de sentarse a comer. Fernstein volvió a sentarse en su sillón; Norma acababa de entrar para entregarle una carpeta. El levantó la solapa y conoció la identidad del paciente al que acababa de operar.
– Es él, ¿verdad?
– Me temo que sí -contestó Norma, con una mirada inescrutable.
– ¿Está en reanimación?
– Sus constantes son estables; el balance neurológico es perfecto. El jefe de servicio de reanimación piensa bajarlo a tu unidad esta misma noche, necesita las camas -concluyó la enfermera.
– Lauren no puede ocuparse de él, de ninguna manera; si no, ese hombre acabará por romper su promesa.
– No lo ha hecho hasta este momento, ¿por qué debería ceder ahora?
– Porque no ha tenido que verla todos los días, cosa que ocurrirá si ella lo trata.
– ¿Qué piensas hacer?
Pensativo, Fernstein regresó a la ventana.
Lauren salía del café y subía al Mercury Grand Marquis aparcado delante del establecimiento. Solamente un policía sería tan audaz como para aparcar en la acera de Urgencias.
También tenía que ocuparse de los incidentes de esa noche.
Norma lo arrancó de sus pensamientos.
– ¡Oblígala a tomarse unas vacaciones!
– ¿Alguna vez has convencido a un árbol de que se haga de noche para dejar paso a los pájaros?
– ¡No, pero talé uno que impedía el acceso a un garaje! -contestó Norma, acercándose a Fernstein.
Dejó el pliegue de cartulina encima del escritorio y abrazó al viejo profesor.
– Nunca has dejado de preocuparte por ella ¡No es tu hija! Después de todo, ¿tan grave sería que se enterara de la verdad, de que su madre estuvo de acuerdo en aplicarle la eutanasia?
– ¡Y de que yo soy el médico que la convenció de ello! -gruñó el profesor, desembarazándose de Norma. La enfermera recuperó la carpeta y salió de la estancia sin mirar atrás. En cuanto hubo cerrado la puerta, Fernstein descolgó el teléfono. Llamó a la centralita y pidió que le pusieran con el administrador del Mission San Pedro Hospital.
El inspector Pilguez se detuvo en la plaza de estacionamiento que durante tantos años había tenido reservada.
– Dígale a Nathalia que la espero aquí.
Lauren bajó del Mercury y desapareció dentro de la comisaría. Minutos más tarde, la responsable de distribución subía a bordo. Pilguez arrancó y el Grand Marquis ascendió hacia el norte de la ciudad.
– Unos minutos más -dijo Nathalia- y los dos me habríais puesto en una situación delicada.
– ¡Pero hemos llegado a tiempo!
– ¿Puedes explicarme qué pasa con esa chica? La sacas de la celda sin preguntarme y desapareces con ella la mitad de la noche.
– ¿Estás celosa? -preguntó, encantado, el antiguo inspector.
– Si dejo de estarlo un día, entonces tendrás que empezar a preocuparte.
– ¿Te acuerdas de mi último caso?
– ¡Como si fuese ayer! -suspiró la pasajera.
Pilguez se metió por el Geary Expressway; la sonrisita en la comisura de los labios no se le escapó a Nathalia.
– ¿Era ella?
– Algo así.
– ¿Y era él?
– Por lo que he podido leer en el informe policial, sin duda es el mismo hombre. Lo menos que puede decirse es que esos dos tienen cierto talento para las fugas.
Con el rostro radiante, Pilguez acarició la pierna de su compañera.
– Sé que no das importancia a las pequeñas señales de la vida, pero debes admitir que esto casi son fuegos artificiales. Ni siquiera ha sido ella quien ha hecho el acercamiento -prosiguió el inspector-. Estoy fascinado. Como si nadie le hubiera contado nada de lo que ese hombre hizo por ella.
– ¡Y de lo que hiciste tú también!
– ¿Yo? ¡Yo no hice nada!
– ¿Aparte de encontrarla en esa mansión de Carmel y devolverla al hospital? No, tienes razón: no hiciste nada. Y yo no haré ninguna alusión al hecho de que la carpeta de esa investigación se volatilizó.
– ¡En eso no tuve absolutamente nada que ver!
– Seguramente por eso me la encontré en el fondo del armario cuando hacía limpieza.
Pilguez bajó la ventanilla e increpó a un peatón que cruzaba fuera del paso.
– ¿Y tú no le has dicho nada a la chiquilla? -prosiguió Nathalia.
– Me ardía en los labios.
– ¿Y no has apagado el incendio?
– Mi instinto me ha empujado a callarme.
– ¿No me lo prestarías de vez en cuando, ese instinto?
– ¿Para qué?
El Mercury entró en el garaje de la casa donde vivían el inspector y su compañera. Una luz tornasolada se alzaba sobre la bahía de San Francisco. Muy pronto los rayos ahuyentarían la bruma que rodeaba el Golden Gate en las primeras horas del día.
Tumbada en la litera de la celda de una comisaría de policía, Lauren se preguntaba cómo había podido, en una noche, arruinar sus posibilidades de obtener el título de neurocirugía y perder siete años de arduo trabajo.
Kali abandonó la alfombra de lana. El dormitorio de la señora Kline le estaba vetado y la cristalera del balcón estaba entreabierta, así que se coló por ella y asomó el hocico entre los barrotes de la barandilla. Siguió con la mirada una gaviota que planeaba a ras de las olas, olisqueó el aire fresco de primera hora de la mañana y volvió a tumbarse en el salón.
Fernstein colgó el auricular en su soporte. La conversación con el administrador del San Pedro se había desarrollado según lo previsto. Su colega ordenaría a Brisson que retirase su denuncia e ignoraría la sustracción de la ambulancia; él, por su parte, no llevaría a cabo su amenaza de hacer intervenir a una comisión que inspeccionara su servicio de Urgencias.
Y Paul recuperó discretamente su coche del aparcamiento del Mission San Pedro, después hizo un alto en una panadería francesa de Sutter Street, y ahora conducía en dirección a Pacific Heights.
Aparcó delante del edificio donde vivía una vieja dama de un encanto arrebatador. La noche anterior, había salvado la vida de su mejor amigo. La señora Morrison estaba paseando a Pablo. Paul bajó del coche y la invitó a compartir unos cruasanes calientes y ciertas noticias tranquilizadoras sobre Arthur.
Una enfermera entró sin hacer ruido en la sala 102 del servicio de reanimación. Arthur estaba durmiendo. Cambió la bolsa que recogía las últimas secreciones del hematoma y comprobó las constantes vitales del paciente. Satisfecha, apuntó sus conclusiones en una hoja de color de rosa que guardó en la carpeta de Arthur.
Norma llamó a la puerta del despacho. Fernstein cogió del brazo a la más veterana de las enfermeras y se la llevó al pasillo. Era la primera vez que se permitía un gesto de complicidad dentro del recinto hospitalario.
– Tengo una idea -dijo-. Vayamos a desayunar a orillas del océano y luego a la playa a echar una cabezadita.
– ¿No trabajas hoy?
– Ya he cumplido mi cupo esta noche, me tomo el día libre.
– Tengo que informar a personal de que yo cojo el mío.
– Acabo de hacerlo en tu lugar.
Las puertas del ascensor se abrieron ante ellos. Dos anestesistas y un cirujano ortopédico saludaron al profesor que, contrariamente a lo que había pensado Norma, no apartó su brazo al entrar en la cabina.
A las diez de la mañana, un agente de policía entró en la celda donde Lauren se había dormido. El doctor Brisson había retirado la denuncia. El Mission San Pedro Hospital no deseaba perseguirla por «llevarse» una de sus ambulancias.
Una grúa había remolcado el Triumph hasta el aparcamiento de la comisaría. Lauren sólo tenía que liquidar la factura del transporte y sería libre de volver a su casa.
En la acera, frente a comisaría, el sol deslumbraba. A su alrededor, la ciudad parecía haber cobrado vida y, sin embargo, Lauren se sentía extrañamente sola. Subió al Triumph y continuó su camino allí donde lo había dejado la noche anterior.
– ¿Podré hacerle una visita? -preguntó la señora Morrison mientras acompañaba a Paul al otro extremo del rellano.
– Le diré algo en cuanto lo haya visto.
– Pase mejor a verme -dijo ella, colgándose del brazo de Paul-. Prepararé una caja con galletitas para que mañana se las lleve.
Rose volvió a entrar en su casa, cogió la copia de las llaves del apartamento de Arthur y fue a regarle las plantas.