El bar estaba casi desierto. Al fondo, un pianista tocaba una melodía de Duke. Onega dejó la copa vacía e invitó al barman a servirle otro Dry Martini.
– Aún es temprano para la tercera copa, ¿no? -preguntó el empleado mientras le servía la bebida.
– ¿Es que existe un horario para la infelicidad?
– Mis clientes vienen a ahogar sus penas hacia el final del día.
– Yo soy ucraniana -dijo Onega, levantando la copa-, y nosotros practicamos un culto a la nostalgia con el que ningún occidental podría rivalizar. ¡Hace falta cierto talento anímico del que vosotros carecéis!
Onega abandonó la barra y fue a acodarse en el piano, donde el músico atacaba una canción de Nat King Cole. Levantó la copa y se la terminó de un trago. El pianista le hizo una seña al barman para que le sirviera otra y continuó con el estribillo. El bar se fue llenando con el paso de las horas.
Cuando Paul entró en el establecimiento, ya había caído la noche. Se acercó a Onega, simulando no darse cuenta de que ya estaba ebria.
– El animalito vuelve arrepentido con el rabo entre las piernas -dijo ella.
– Creía que en el Este aguantabais mejor el alcohol.
– No has dejado de reírte a mi costa, así que ya no viene de una burla más.
– Te he buscado por todas partes -replicó él, sosteniéndola por el hombro cuando ella vaciló sobre el taburete.
– Y me has encontrado. ¡Tienes olfato!
– Ven, te acompañaré.
– No has tenido bastantes emociones por hoy y vienes a jugar con tu muñeca rusa; muy práctico, basta con abrir uno de los monigotes y sacas el que hay debajo.
– ¿Pero de qué hablas? He pasado por tu casa, te he llamado al móvil, he estado en todos los restaurantes de los que me habías hablado y me he acordado de este sitio.
Onega se puso en pie, apoyándose en la barra.
– ¿Y para qué, Paul? Hace un rato te he visto en Marina con esa chica. Te lo suplico: no me digas que no es lo que parece, sería terriblemente banal y decepcionante.
– ¡No es lo que parece! Esa mujer es a la que Arthur ama desde hace años.
Onega lo miró fijamente. Sus ojos brillaban de desesperación.
– Y tú, ¿a quién amas? -preguntó, orgullosa, levantando la cabeza.
Paul dejó varios billetes encima de la barra y se la llevó cogida del hombro.
– Me parece que no me encuentro bien -dijo Onega, al tiempo que recorría los pocos metros de acera que los separaban del coche.
A su izquierda, un pequeño callejón se adentraba en la noche. Paul la llevó hacia allí. Los adoquines deteriorados brillaban con un resplandor sombrío; un poco más lejos, varias cajas de madera los pondrían al abrigo de las miradas indiscretas. Sobre la reja de una alcantarilla, Paul sostuvo a Onega mientras ésta se vaciaba de un exceso de disgusto.
Tras la última sacudida, sacó un pañuelo del bolsillo y le secó los labios. Onega se irguió, orgullosa y distante.
– ¡Llévame a casa!
El cabriolé subió por O'Farrell. Con la melena al viento, Onega empezaba a recuperar el color. Paul circuló largo rato antes de detenerse ante el pequeño edificio donde vivía su amiga. Apagó el motor y la miró.
– No te he mentido -dijo Paul, rompiendo el silencio.
– ¡Lo sé! -murmuró la joven.
– ¿Realmente era necesario todo esto?
– Tal vez algún día aprendas a conocerme. No te invito a subir, no me encuentro en condiciones de recibirte en casa.
Bajó del coche y avanzó hacia la entrada del edificio. En el umbral de la puerta, se volvió blandiendo el pañuelo de Paul.
– ¿Puedo quedármelo?
– ¡No te preocupes por eso, tíralo!
– En mi tierra, nunca nos deshacemos de la primera prenda de amor.
Onega entró en el vestíbulo y subió la escalera. Paul esperó hasta que se iluminó la ventana de su apartamento, y luego se alejó por la calle desierta.
El inspector Pilguez se abrochó los botones de la chaqueta del pijama y se miró en el gran espejo del dormitorio.
– Te queda muy bien -dijo Nathalia-, lo he sabido en cuanto lo he visto en la tienda.
– Gracias -dijo George, dándole un beso en la nariz.
Nathalia abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó un pequeño tarro de cristal y una cuchara.
– ¡George! -dijo, con voz resuelta.
– ¡Oh, no! -suplicó él.
– Lo prometiste -replicó ella, forzándolo a meterse la cuchara en la boca.
La mostaza picante invadió sus papilas gustativas y los ojos del inspector enrojecieron de inmediato. Enfadado, dio un pisotón en el suelo e inspiró a fondo por la nariz.
– ¡Dios bendito, cómo pica esta cosa!
– ¡Lo siento, cariño, pero si no, roncas toda la noche! -dijo Nathalia, tumbada ya bajo las sábanas -. ¡Vamos, ven a acostarte!
En el último de los tres pisos de una casa victoriana situada en lo más alto de Pacific Heights, una joven interna leía tumbada en la cama. Su perra Kali dormía sobre la alfombra, acunada por la lluvia que golpeaba los cristales.
Lauren había dejado a un lado los tratados habituales de neurología a favor de una tesis que había sacado de la biblioteca de la facultad. Trataba de los estados de coma.
Pablo fue a acurrucarse a los pies del sillón donde se había dormido la señora Morrison. El dragón de Fu Man Chu había realizado una de sus más bellas cascadas, pero a pesar de ello, aquella noche Morfeo ganó el combate.
Inclinada en el lavabo, Onega recogió agua en el hueco de las manos. Se frotó la cara, levantó otra vez la cabeza y se miró en el espejo. Deslizó las manos sobre las mejillas, realzó los pómulos y subrayó con el dedo una pequeña arruga en el contorno de los ojos. Con la yema del índice, siguió el dibujo de la boca, descendió a lo largo del cuello que pellizcó con una sonrisa. Luego, apagó la luz.
Alguien dio unos golpecitos en la puerta del pequeño estudio y Onega atravesó la estancia única que hacía las veces de dormitorio y de salón, comprobó que la cadenilla de seguridad estuviera echada y abrió. Paul sólo quería asegurarse de que todo iba bien. Mientras uno no esté muerto, le contestó Onega, nada es realmente grave. Lo hizo pasar, y cuando volvió a cerrar la puerta, la sonrisa que se dibujaba en sus labios no se parecía en nada a la que se estaba borrando en el vaho que impregnaba el espejo del cuarto de baño.
Una enfermera entró en la habitación 307 del Memorial Hospital, le tomó la tensión a Arthur y salió de nuevo. Los primeros albores del día entraban por la ventana que daba al jardín.
Lauren se estiró cuan larga era. Con los ojos todavía entumecidos por el sueño, cogió la almohada y la estrechó entre sus brazos. Miró el pequeño despertador, apartó el edredón y rodó a un lado. Kali saltó sobre la cama y fue a acurrucarse a su lado. Robert abrió los ojos y volvió a cerrarlos enseguida. Lauren alargó la mano hacia el hombro de su amigo, contuvo su gesto y se volvió hacia la ventana.
La luz dorada que se filtraba entre las persianas anunciaba un hermoso día.
Se sentó en el borde de la cama y entonces recordó que no tenía guardia.
Salió del dormitorio, fue hasta un rincón de la cocina, pulsó el botón del hervidor eléctrico y esperó a que el agua se pusiera a palpitar.
Su mano se deslizó hacia el teléfono. Miró el reloj del horno y se echó atrás. Aún no eran las ocho, Betty no habría llegado todavía.
Una hora más tarde, estaba corriendo a pequeñas zancadas por la avenida de Marina. Kali trotaba detrás de ella, con la lengua palpitante.
Lauren siguió con la mirada dos ambulancias que pasaron con las sirenas encendidas. Cogió el móvil que llevaba colgando del cuello. Betty descolgó.
El personal de Urgencias había sido informado de la sanción que le habían impuesto. El servicio al completo había querido presentar una petición exigiendo su reincorporación inmediata, pero la enfermera jefe, que conocía bien a Fernstein, los había disuadido. Mientras continuaba la carrera, Lauren no pudo evitar sonreír, emocionada por el hecho de que su presencia en el equipo no fuese tan anónima como ella imaginaba. Cuando la enfermera jefe empezó a contarle anécdotas, aprovechó para pedirle noticias discretas del paciente de la 307. Betty se interrumpió.
– ¿Es que no te ha causado suficientes problemas?
– ¡Betty!
– Como quieras. Aún no he subido a las plantas, pero te llamaré en cuanto haya algo nuevo. Es una mañana bastante tranquila; y tú, ¿cómo estás?
– Aprendiendo otra vez a hacer cosas totalmente inútiles.
– ¿Como qué?
– Esta mañana me he pasado diez minutos largos maquillándome.
– ¿Y luego? -preguntó Betty, llena de curiosidad.
– ¡Me he desmaquillado!
Betty estaba guardando una pila de carpetas en la casilla de los internos, con el auricular sujeto entre el hombro y la mejilla.
– Ya verás: quince días de descanso te harán recuperar el gusto por los pequeños placeres de la vida.
Lauren se detuvo a la altura del chiringuito para comprar una botella de agua mineral, que vació casi de un trago.
– Espero que sea así: una mañana sin hacer nada y ya me estoy volviendo loca; me he mezclado con los que hacen jogging rogándole al cielo que alguno se hiciera, al menos, un esguince.
Betty le prometió que la llamaría en cuanto tuviera alguna información, porque acababan de llegar dos ambulancias a la puerta de Urgencias. Lauren colgó. Con el pie apoyado en un banco y anudándose los cordones de la zapatilla, se preguntó si era realmente celo profesional lo que le hacía preocuparse por la salud de un hombre al que ayer aún no conocía.
Paul cogió las llaves del coche y abandonó su despacho.
Informó a Maureen de que estaría ocupado toda la tarde y haría todo lo posible por pasar a última hora del día. Media hora más tarde, entraba en el vestíbulo del San Francisco Memorial Hospital y subía los peldaños de cuatro en cuatro hasta llegar al primer piso, de tres en tres hasta el segundo y de uno en uno hasta el tercero, jurándose, mientras avanzaba por el pasillo, que volvería a frecuentar el gimnasio a partir del próximo fin de semana. Se cruzó con Nancy, que salía de una habitación, le besó la mano y prosiguió su camino, dejándola estupefacta en medio del pasillo. Entró en la habitación y se aproximó a la cama.