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Capítulo 2

Arthur se despertó al mediodía. La caricia de un sol cenital entraba por la ventana del salón. Se preparó un desayuno ligero y llamó al móvil de Paul.

– Hola, Baloo -dijo su amigo al descolgar-, veo que has aprovechado al máximo.

Paul le propuso salir a comer, pero Arthur tenía otros fines en mente.

– Resumiendo -dijo Paul-, que puedo elegir entre dejarte ir a Carmel andando o llevarte en coche.

– ¡No! Me gustaría pasar por el garaje de tu padrastro, recuperar el Ford, y que fuéramos los dos juntos.

– No se ha puesto en marcha desde la noche de los tiempos ¿quieres pasarte el fin de semana en la autopista esperando una grúa?

Pero Arthur le señaló que aquella ranchera había conocido sueños más prolongados y, además, conociendo la pasión del padrastro de Paul por los coches antiguos, seguro que lo había mimado.

– Mi viejo Ford de los años sesenta tiene mejor salud que tu cabriolé prehistórico.

Paul consultó la hora; dentro de unos minutos llamaría al garaje, Arthur sólo tendría que reunirse allí con él.

A las tres, los dos amigos se encontraron ante la puerta del establecimiento. Paul hizo girar la llave en la cerradura y entró en el taller. En medio de los vehículos de policía en reparación, Arthur creyó reconocer una vieja ambulancia durmiendo bajo una lona. Se aproximó y levantó un extremo de la tela. La calandra tenía cierto aire nostálgico. Arthur rodeó el furgón, vaciló y acabó abriendo la puerta trasera. En el interior de la cabina, bajo una espesa capa de polvo, una camilla le reavivó tantos recuerdos que Paul tuvo que alzar el tono de voz para arrancar a Arthur de su ensueño.

– Olvídate de la calabaza y ven aquí, Cenicienta: hay que mover tres coches para sacar tu Ford. ¡Ya que vamos a Carmel, no nos perdamos la puesta de sol!

Arthur volvió a dejar la lona en su sitio, acarició el capó y murmuró: -Hasta la vista, Daisy.

Cuatro intentos con el pedal del acelerador, apenas tres carraspeos y el motor del Ford se puso a ronronear. Después de unas cuantas maniobras, y de otras tantas invectivas de Paul, la ranchera abandonó el garaje, y se dirigió al norte de la ciudad para coger la carretera N.° 1, que bordea el Pacífico.

– ¿Sigues pensando en ella? -preguntó Paul.

Por toda respuesta, Arthur bajó la ventanilla; un viento tibio entró en el automóvil.

Paul dio unos golpecitos en el retrovisor, como si fuese a probar un micro.

– Uno, dos, uno, dos, tres. Ah, sí, funciona; espera, lo intentaré de nuevo… ¿Sigues pensando en ella?

– A veces -contestó Arthur.

– ¿A menudo?

– Un poco por la mañana, un poco a mediodía, un poco por la tarde y un poco por la noche.

– Hiciste bien marchándote a Francia para olvidarla: ¡pareces completamente curado! ¿Y los fines de semana también piensas en ella?

– No he dicho que me impidiera vivir. Querías saber si pensaba en ella y yo te he contestado, eso es todo. He tenido aventuras, si eso te tranquiliza; y ahora cambia de tema, no me apetece hablar de ello.

El coche circulaba hacia la bahía de Monterrey y Paul contemplaba las playas del Pacífico, que iban desfilando al otro lado del cristal; los kilómetros siguientes transcurrieron en silencio.

– Espero que no intentarás volver a verla -aventuró.

Arthur no dijo nada y un nuevo silencio se instaló a bordo.

El paisaje alternaba playas y marismas, que el trazo de asfalto de la carretera ribeteaba. Paul apagó la radio porque crepitaba cada vez que pasaban entre dos colinas.

– ¡Acelera, nos vamos a perder la puesta de sol!

– Llevamos dos horas de ventaja y, además, ¿desde cuándo tienes un alma tan bucólica?

– ¡Pero si a mí me da lo mismo el crepúsculo! ¡Lo que me interesa son las chicas que están en la playa!

El sol declinaba y sus rayos se filtraban entre las estantería de una pequeña biblioteca que ocultaba una ventana en el ángulo del salón. Lauren había dormido gran parte de la tarde. Miró el reloj y fue al cuarto de baño. Se refrescó la cara bajo el chorro de agua, abrió el armario y dudó ante un pantalón de jogging. Apenas tenía tiempo de ir a correr a Marina si quería volver a tiempo a la guardia de noche, pero necesitaba airearse.

Se vistió. Tanto peor si no cenaba: sus horarios eran absurdos, ya picaría algo de camino. Pulsó la tecla del contestador telefónico. Un mensaje de su novio le recordaba que aquella noche debían asistir los dos a la proyección del último documental que él había realizado. Borró el mensaje antes de que la voz de Robert tuviese tiempo siquiera de precisar la hora de la cita.

Hacía un cuarto de hora largo que el Ford había salido de la carretera N.° 1. Los contornos de la propiedad se recortaban a lo lejos, sobre la colina; Arthur giró en el desvío y tomó la dirección de Carmel.

– Tenemos todo el tiempo del mundo, dejemos antes las bolsas -dijo Paul.

Pero Arthur se negó a dar media vuelta: tenía otra cosa en la cabeza.

– Debería haber comprado pinzas para tender la colada -continuó Paul-. Suponiendo que consigamos abrirnos camino entre las telas de araña, la casa olerá un poquitín a cerrado, ¿no?

– Hay momentos en que me pregunto si crecerás alguna vez. La han limpiado regularmente, incluso hay sábanas nuevas en las camas. En Francia tienen teléfono, ¿sabes?, y también ordenadores, Internet y televisión. ¡Sólo en la cafetería de la Casa Blanca creen que los franceses no tienen agua corriente!

Se metió por un camino que trepaba hacia lo alto de una colina; ante ellos apareció la verja de hierro forjado del cementerio.

En cuanto Arthur bajó del coche, Paul ocupó el asiento del conductor.

– Dime, en esa casa mágica que se mantiene en condiciones mientras tú no estás, ¿no se habrán puesto de acuerdo el horno y el frigorífico para prepararnos la cena?

– No, para eso no hay nada previsto.

– Bueno, pues habrá que hacer unas compras antes de que todo esté cerrado. Vendré a buscarte -dijo Paul con voz alegre-; además, prefiero dejarte unos momentos de intimidad con tu madre.

Había una tienda de ultramarinos a dos kilómetros. Paul prometió regresar enseguida. Arthur vio alejarse el coche entre nubes de polvo, dio la vuelta y caminó hacia el umbral de la verja. La luz era suave y el alma de Lili parecía planear a su alrededor, como tantas veces desde su muerte. Al final del sendero, encontró la lápida blanqueada por el sol.

Arthur cerró los ojos; el jardín olía a menta. Se puso a hablar en voz baja…

«Recuerdo un día en el jardín de las rosas. Yo estaba jugando sentado en el suelo; tendría seis o siete años. Era el inicio de nuestro último año. Tú saliste de la cocina y te instalaste bajo el porche. Yo no te vi. Antoine había bajado al mar, así que yo aprovechaba su ausencia para jugar a lo prohibido. Cortaba los rosales con sus tijeras de podar, demasiado grandes para mis manos. Tú abandonaste el balancín y bajaste los peldaños de la escalera para protegerme de la herida que se avecinaba.»Al oír tus pasos creí que ibas a gritar, porque había traicionado la confianza que a ti te gustaba darme; creí que me arrebatarías la herramienta como se quita una medalla a quien ya no es digno de ella. Pero nada de eso; te sentaste cerca de mí y me miraste. Luego cogiste mi mano y la guiaste a lo largo del tallo. Con la voz enternecida por las sonrisas, me dijiste que siempre había que cortar por debajo del capullo, pues si no se corría el riesgo de herir a la rosa; y un hombre jamás debe herir a una rosa, ¿no es así? Pero ¿quién piensa en lo que hiere a los hombres?

«Nuestras miradas se cruzaron. Me pasaste el dedo por debajo de la barbilla y me preguntaste si me sentía solo. Yo agité la cabeza para decir que no, con toda la fuerza que hace falta para ahuyentar una mentira. No siempre podías alcanzarme en el abismo de nuestras edades, que yo poblaba a mi manera. Mamá, ¿crees en un destino que nos empuja a reproducir los mismos comportamientos de nuestros padres?

»Recuerdo tus palabras en la última carta que me dejaste. Yo también he renunciado, mamá.

»No imaginaba que se pudiera amar como yo la he amado. Creí en ella como se cree en un sueño. Cuando se desvaneció, yo desaparecí con ella. Pensé que actuaba por valentía, por abnegación, pero podría haberme negado a escuchar a todos aquellos que me ordenaron que no la volviese a ver. Salir de un coma es como nacer otra vez. Lauren necesitaba tener a su familia al lado. Y su única familia eran su madre y un novio con el que continuó. ¿Qué soy yo para ella sino un desconocido? En cualquier caso, no soy quien le hará descubrir que todos los que la rodean aceptaron que se la dejase morir. Yo no tenía derecho a quebrar el frágil equilibrio que tanto necesitaba.

»Su madre me suplicó que no le dijera que también ella había renunciado. El neurocirujano me juró que eso provocaría un choque del que tal vez no se recuperase. Su novio, que volvió a entrar en su vida, ha sido la última barrera que se ha alzado entre ella y yo.

»Sé lo que estás pensando. La verdad está en otra parte, el miedo es plural. Me hizo falta tiempo para admitir que tuve miedo de no saber conducirla hasta el final de mis sueños; miedo de no estar a su altura; miedo de no querer realizarlos; miedo, finalmente, de no ser el hombre que ella esperaba; miedo de admitir que ella me había olvidado.

»Mil veces he pensado en buscarla, pero también entonces he tenido miedo de que ella no me crea, miedo de no saber reinventar nuestras risas, miedo de que ella ya no fuese aquella a quien amé y, sobre todo, miedo de perderla de nuevo; para eso no habría tenido fuerzas. Me marché a vivir al extranjero para alejarme de ella. Pero no hay distancia lo bastante grande cuando se ama a alguien. Bastaba con que una mujer en la calle se le pareciera para que yo creyera que la veía; o que mi mano garabatease su nombre en una hoja de papel para hacerla aparecer; que cerrara los ojos para ver los suyos, o que me encerrara en el silencio para oír su voz. Y durante este tiempo, me he equivocado con el proyecto más bonito de mi carrera. He construido un centro cultural con la fachada embaldosada: ¡parece un hospital!

»Al marcharme, también estaba huyendo de mi cobardía. Tiré la toalla, mamá, y si supieras cuánto me lo reprocho… Vivo en la contradicción de esta esperanza en que la vida nos vuelva a poner al uno frente al otro, sin saber si me atrevería a hablarle. Ahora tengo que dar un paso adelante, sé que comprenderás lo que estoy a punto de hacer con tu casa y no me lo tendrás en cuenta. Pero no te preocupes, mamá: no he olvidado que la soledad es un jardín donde no crece nada. Aunque hoy viva sin ella, ya no estoy solo, pues ella existe en algún lugar.

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