El cielo de la bahía de San Francisco era de un rojo carmesí. A través de la ventanilla, el Golden Gate emergía de una nube brumosa. El aparato se inclinó en la vertical de Tiburón, fue perdiendo altitud rumbo al sur y viró de nuevo sobrevolando el San Mateo Bridge. Desde el interior de la cabina, daba la impresión de que iba a dejarse deslizar de este modo hacia las salinas que resplandecían con mil destellos.
El Saab cabriolé se coló entre dos camiones y cortó tres carriles en diagonal, ignorando las señales de los faros de algunos conductores descontentos. Abandonó la Highway 101 y logró coger por los pelos la carretera que conducía al aeropuerto internacional de San Francisco. A los pies de la rampa, Paul aminoró la velocidad para comprobar la ruta en los letreros indicativos. Blasfemó tras equivocarse de enlace y dio marcha atrás durante más de cien metros, con el fin de encontrar la entrada del aparcamiento.
En la cabina del piloto, el ordenador de a bordo anunciaba una altitud de setecientos metros. El paisaje volvía a cambiar. Una multitud de torres, que rivalizaban en modernidad, se recortaba en la luz del sol poniente. Los alerones se desplegaron, aumentando la superficie del aparato y permitiéndole reducir aún más su velocidad. El ruido sordo del tren de aterrizaje no tardó en dejarse oír.
En el interior de la Terminal, el panel luminoso indicaba que el vuelo AF 007 acababa de aterrizar. Paul salió sin aliento de la escalera mecánica y se precipitó por el pasillo. El mármol era resbaladizo y derrapó en la curva, apenas consiguió agarrarse a la manga de un comandante de vuelo que caminaba en sentido contrario, casi no tuvo tiempo de disculparse y volvió a su loca carrera.
El aerobús A 340 de Air France avanzaba lentamente sobre la pista, y su extraño morro se aproximó, impresionante, a los cristales de la Terminal. El ruido de las turbinas se ahogó en un silbido largo y el túnel articulado se desplegó hasta el fuselaje.
Paul, tras el tabique de las llegadas internacionales, se agachó y apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento. Las puertas correderas se abrieron y la primera oleada de pasajeros se dispersó por el vestíbulo.
A lo lejos, una mano se agitaba entre el gentío; Paul se abrió camino y fue al encuentro de su mejor amigo.
– No aprietes tanto -le dijo Arthur, mientras le daba un abrazo.
Un quiosquero los miraba enternecido.
– Basta -insistió Arthur.
– Te he echado de menos -dijo Paul, llevándoselo hacia los ascensores que conducían al aparcamiento, ante la mirada burlona de su amigo.
– ¿Qué significa esta camisa hawaiana? ¿Te crees Magnum?
Paul se miró en el espejo de la cabina e hizo una mueca mientras se cerraba un botón de la camisa.
– He ido a airear tu nuevo hogar en Delahaye Moving – continuó Paul-. Los de las mudanzas entregaron ayer tus bártulos. He puesto un poco de orden, como he podido. ¿Te has comprado todo París, o has dejado al menos dos o tres cosas en las tiendas?
– Gracias por ocuparte de eso; ¿está bien el apartamento?
– Ya lo verás, creo que te va a gustar, y además no está lejos del despacho.
Desde que Arthur terminara la imponente construcción del centro cultural, Paul había hecho todo lo posible para que volviera a San Francisco. Nada podía compensar el vacío dejado en su vida por la partida de aquel a quien amaba como a un hermano.
– La ciudad no ha cambiado tanto -dijo Arthur.
– Hemos construido dos torres entre las calles Catorce y Diecisiete, un hotel y oficinas, ¿y te parece que la ciudad no ha cambiado?
– ¿Qué tal marcha el estudio?
– Aparte de los problemas con tus clientes parisienses, todo va más o menos bien. Maureen vuelve de vacaciones dentro de dos semanas, te ha dejado una nota en el despacho, está impaciente por verte.
Mientras duraron las obras de París, Arthur y su ayudante hablaban varias veces al día, y ella había administrado todos los asuntos pendientes.
Paul estuvo a punto de pasarse la salida de la autopista y trazó una nueva diagonal en busca de la carretera que comunicaba con la calle Tres. Un concierto de bocinazos saludó su peligrosa maniobra.
– Lo siento -dijo, mirando por el retrovisor.
– Oh, no te preocupes; una vez has conocido la plaza de l'Etoile, ya no te da miedo nada.
– ¿Qué es?
– El mayor circuito de autos de choque del mundo. ¡Y es gratis!
Arthur había aprovechado el semáforo del cruce de Van Ness Avenue para abrir la capota eléctrica. La tela se replegó con un chirrido terrible.
– No consigo separarme de él -dijo Paul-, tiene un poco de reumatismo, pero este coche sabe aguantar.
Arthur bajó la ventanilla y olisqueó el aire que venía del mar.
– ¿Qué tal París? -preguntó Paul, lleno de entusiasmo.
– ¡Muchos parisienses!
– ¿Y las parisienses?
– ¡Tan elegantes como siempre!
– ¿Y tú y las parisienses? ¿Has tenido aventuras? – Arthur hizo una pausa antes de responder.
– No me he hecho cura, si ése es el sentido de tu pregunta.
– Me refiero a historias serias. ¿Te has enamorado?
– ¿Y tú? -preguntó Arthur.
– ¡Soltero!
El Saab giró por Pacific Street para subir hacia el norte de la ciudad. En el cruce de Fillmore, Paul aparcó junto a la acera.
– Ya está, éste es tu nuevo home, sweet home; espero que sea de tu agrado, pero si no te encuentras a gusto siempre podemos arreglarlo con la inmobiliaria. No es sencillo elegir por otra persona…
Arthur lo interrumpió: le gustaría el sitio, estaba seguro de ello.
Atravesaron el vestíbulo del pequeño inmueble cargados con el equipaje. El ascensor los llevó hasta el tercer piso. En el pasillo, al pasar por delante del apartamento 3B, Paul le dijo que había conocido a su vecina, «una belleza», susurró mientras hacía girar la llave en la cerradura de la puerta de enfrente.
Desde el salón, la vista abarcaba los tejados de Pacific Heights. La noche estrellada entraba en la habitación. Los empleados de la empresa de mudanzas habían dispuesto sin orden ni concierto los muebles llegados de Francia y subido la mesa de dibujo, que estaba frente a la ventana. Las cajas de libros estaban vacías y su contenido ya adornaba las estanterías de la biblioteca.
Arthur enseguida desplazó el mobiliario, reorientando el sofá de cara a la cristalera y empujando uno de los dos sillones hacia la pequeña chimenea.
– Veo que sigues siendo tan quisquilloso como siempre.
– Está mejor así, ¿no?
– Está perfecto -contestó Paul-. ¿Te gusta ahora?
– ¡Me siento como en casa!
– ¡Aquí estás, de vuelta en tu ciudad, en tu barrio y, con un poco de suerte, en tu vida!
Paul lo acompañó a las demás habitaciones. El dormitorio era grande y ya estaba amueblado con una gran cama, dos mesitas de noche y una cómoda. Un rayo de luna se filtraba por la ventanita del cuarto de baño contiguo y Arthur la abrió de inmediato; había una hermosa perspectiva.
A Paul le exasperaba tener que dejarle la noche misma de su llegada, pero tenía aquella cena de trabajo; el estudio concursaba en un importante proyecto.
– Hubiera querido acompañarte -dijo Arthur.
– ¿Con esa cara de desfase horario? ¡Prefiero que te quedes en casa! Pasaré a buscarte mañana y te llevaré a comer. – Paul estrechó a Arthur entre sus brazos y le repitió hasta qué punto se alegraba de que hubiera vuelto. Al salir del cuarto de baño, se dio la vuelta y señaló las paredes de la estancia.
– ¡Ah! Y en este apartamento hay una cosa formidable en la que aún no has reparado.
– ¿Qué es? -preguntó Arthur.
– ¡No hay ni un solo cuadro!
En el corazón de San Francisco, un rutilante Triumph verde circulaba a toda velocidad por Potrero Avenue. John Mackenzie, el vigilante del aparcamiento del San Francisco Memorial Hospital, dejó su periódico. Reconocía aquel ruido de motor tan especial que hacía el coche de la joven médica en cuanto franqueaba la intersección de la calle Veintidós. Los neumáticos del cabriolé chirriaron delante de su garita. Mackenzie bajó de su taburete y miró el capó, encajado debajo de la barrera casi hasta la altura del parabrisas.
– ¿Tiene que operar de urgencias al decano, o esto lo hace para ponerme nervioso? -preguntó el vigilante, sacudiendo la cabeza.
– Una pequeña descarga de adrenalina no puede hacerle ningún daño a su corazón; debería agradecérmelo, John. ¿Me deja entrar ahora, por favor?
– No tiene guardia esta noche, no hay ninguna plaza reservada para usted.
– Me he olvidado un manual de neurocirugía en la taquilla. ¡Es sólo un minuto!
– Entre su trabajo y este bólido, acabará matándose, doctora. La 27, al fondo a la derecha, está libre.
Lauren le dio las gracias con una sonrisa, la barrera se elevó y ella apretó de inmediato el acelerador, provocando un nuevo chirrido de neumáticos. El viento le levantó varios mechones de pelo, descubriendo en su frente la cicatriz de una antigua herida.
Solo en el salón, Arthur se iba familiarizando con el lugar. Paul había instalado una pequeña cadena estéreo en una de las estanterías de la biblioteca.
Encendió la radio y se ocupó en desempaquetar las últimas cajas apiladas en un rincón. Sonó el timbre de la puerta y Arthur atravesó el pasillo. Una anciana encantadora le tendió la mano.
– ¡Soy Rose Morrison, su vecina!
Arthur le propuso que entrara, pero ella declinó la invitación.
– Me encantaría charlar con usted -le dijo-, pero tengo una noche muy apretada. En fin, vamos a aclarar las cosas: nada de rap, nada de techno, de vez en cuando algo de rythm amp; blues, pero únicamente del bueno, y en cuanto al hip Hop, ya veremos. Si necesita cualquier cosa, llame a mi puerta; e insista un poco: ¡estoy sorda como una tapia!
La señora Morrison volvió a atravesar el pasillo enseguida Arthur, divertido, se quedó unos instantes en el rellano antes de ponerse otra vez manos a la obra.
Una hora más tarde, los calambres en el estómago le recordaron que no había ingerido nada desde la comida en el avión. Abrió el frigorífico sin grandes esperanzas y descubrió con sorpresa una botella de leche, una barrita de mantequilla, un paquete de tostadas, una bolsa de pasta fresca y una notita de Paul deseándole buen provecho.
El vestíbulo de Urgencias estaba a reventar. Camillas, sillas de ruedas, sillones, bancos… Hasta el menor espacio estaba ocupado. Detrás de los cristales de recepción, Lauren consultaba la lista de ingresos. Apenas había tiempo de borrar de la gran pizarra blanca el nombre de los pacientes que ya habían recibido tratamiento, cuando otros los reemplazaban.