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Capítulo 17

– ¿Va todo bien? – preguntó Lauren a los pies de la cama-. No le molestará que me siente en esa silla, ¿verdad? -añadió, con voz algo quebrada.

– Claro que no -dijo Arthur, enderezándose.

– Y si me quedo quince días, ¿tampoco le molestará?

Arthur la miró, desconcertado.

– He llevado a su amigo Paul en mi taxi y hemos mantenido una pequeña conversación…

– Ah, ¿sí? ¿Y qué le ha dicho?

– ¡Casi todo!

Arthur bajó la mirada.

– Lo lamento.

– ¿El qué? ¿Salvarme la vida o hacer como si no hubiera pasado nada? Cuando lo curé por primera vez, usted me reconoció, ¿no es así? Porque espero que no robe a mujeres tan a menudo como para que mi rostro le resulte desconocido.

– Jamás la he olvidado.

Lauren se cruzó de brazos.

– Y ahora, tendrá que explicarme por qué hizo todo eso.

– ¡Para que no la desconectaran!

– Eso ya lo sé, lo que su camarada se ha negado a decirme es el resto.

– ¿Qué resto?

– ¿Por qué yo? ¿Por qué corrió tantos riesgos por una desconocida?

– Usted hizo lo mismo por mí, ¿no?

– ¡Pero usted era mi paciente, maldita sea! Yo ¿quién era para usted?

Arthur no contestó. Lauren se acercó a la ventana. En el jardín, un jardinero rastrillaba una vereda. La joven se dio la vuelta bruscamente; la expresión de su cara delataba su cólera.

– La confianza es lo más precioso que hay en este mundo, y también lo más frágil. Sin ella, nada es posible. Nadie confía en mí, y si usted tira también por ese camino, no tenemos gran cosa que decirnos. Lo que se construye sobre la mentira no puede durar.

– Lo sé perfectamente, pero tengo mis motivos.

– Me habría gustado respetar esos motivos, pero también me conciernen a mí, ¿no? Esto es el colmo: ¡es a mí a quien secuestró!

– ¡Usted también me secuestró a mí, estamos empatados!

Lauren lo fusiló con la mirada y se dirigió hacia la puerta. Antes de abandonar la habitación, se dio la vuelta y le dijo con voz resuelta: – ¡Usted me gusta, imbécil!

Dio un portazo y Arthur oyó cómo se alejaban sus pasos.

El teléfono sonó.

– Y ahora, ¿te molesto? -indagó la voz de Paul.

– ¿Tenías algo que decirme?

– Te vas a reír, pero creo que he metido la pata.

– Quítale «Te vas a reír»: ella acaba de irse.

Arthur podía oír la respiración de Paul, que estaba buscando las palabras adecuadas.

– ¿Me odias?

– ¿Te ha llamado Onega? -preguntó Arthur por toda respuesta.

– Ceno con ella esta noche -murmuró Paul tímidamente.

– Entonces, te dejo para que te prepares y tú me dejas reflexionar.

– Quedamos así.

Y los dos amigos colgaron el teléfono.

– ¿Ha ido todo bien? -le preguntó a Lauren el conductor del taxi.

– Todavía no lo sé.

– Durante su ausencia, he llamado a mi mujer y le he advertido que llegaría tarde, estoy a su entera disposición. Así que, ¿adonde vamos ahora?

Lauren le preguntó si podía prestarle el teléfono. Encantado, el chofer le entregó el aparato y Lauren marcó el número de un apartamento situado no muy lejos de Marina.

La señora Kline descolgó tras el primer timbre.

– ¿Tienes partida de bridge esta noche? -quiso saber Lauren.

– Sí -contestó la señora Kline.

– Pues anúlala y ponte guapa, te llevo a cenar al restaurante, te pasaré a buscar dentro de una hora.

El chofer dejó a Lauren debajo de su casa y la esperó mientras se cambiaba.

Lauren atravesó el salón al tiempo que se iba desnudando y dejaba caer la ropa en el parqué. Su vecino había reparado la fuga. En la ducha, procuró mantener el pie derecho fuera del agua. Unos instantes más tarde volvió a salir, se enrolló una toalla alrededor de la cintura y otra en el pelo; abrió la puerta del armario del cuarto de baño y se puso a tararear su canción favorita, Fever, de Peggy Lee. Dudó entre unos vaqueros y un vestido ligero y, para complacer a su invitada de aquella noche, se puso el vestido.

Ya vestida y apenas maquillada, se asomó por la ventana del salón; el taxi seguía en la calle. Entonces se instaló en el sofá, pensativa, y disfrutó por primera vez de la magnífica puesta de sol que entraba por la pequeña ventana de la esquina.

Eran las siete cuando el taxi hizo sonar la bocina delante de la casa de la señora Kline. La madre de Lauren entró en el vehículo y miró a su hija. Hacía años que no la veía vestida así.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? – le murmuró al oído-. ¿Cómo es posible que el contador marque ochenta dólares?

– Ya te lo explicaré cenando. Te dejo que pagues la carrera, nunca llevo efectivo. Pero la cena corre de mi cuenta.

– ¡Espero que no vayamos a un fast food¡

– Al Cliff House -le dijo Lauren al chofer.

Paul subió de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera que conducía a su apartamento. Onega estaba encima de una alfombra, llorando a lágrima viva.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, arrodillándose a su lado.

– Es Tolstoi -dijo, cerrando el libro-. ¡Nunca conseguiré terminar Ana Karenina!

Paul la estrechó entre sus brazos y lanzó la obra al otro extremo de la habitación.

– ¡Levántate, tenemos algo que celebrar!

– ¿Qué? -dijo ella, enjugándose los ojos.

Paul fue a la cocina y volvió con dos vasos y una botella de vodka en la mano.

– Por Ana Karenina -dijo, brindando.

Onega vació el vaso y esbozó el gesto de lanzarlo por encima del hombro.

– ¿Temes por tu moqueta?

– ¡Es una alfombra persa de 1910! ¿Te llevo a cenar?

– Si quieres, ya sé dónde quiero ir.

Y Onega se llevó a Paul y la botella de vodka al dormitorio. Cerró la puerta con la punta del pie.

El profesor Fernstein dejó la maleta de Norma en la espectacular habitación del Wine Country Inn. Hacía meses que se habían prometido esta escapada al valle de Nappa.

Después de almorzar en Sonoma, habían puesto rumbo a Calistoga y esa noche dormirían en Santa Helena. La decisión merecía ser celebrada. La víspera, Fernstein había redactado una nota para el consejo del Memorial Hospital, anunciándole su voluntad de anticipar su jubilación unos meses. En otra carta dirigida a la dirección general del servicio de Urgencias, había recomendado que la doctora Lauren Kline obtuviera su titulación lo antes posible, pues sería lamentable que otro hospital disfrutara de las cualidades de su mejor alumna.

El lunes próximo, Norma y él cogerían el avión para Nueva York. Pero antes de reencontrarse con la ciudad que lo había visto nacer, estaba decidido a aprovechar sus últimos días en California.

A las nueve en punto, George Pilguez dejó a Nathalia delante de la puerta de la comisaría del distrito séptimo.

– Te he preparado galletitas, te las he metido en el bolso.

Ella le dio un beso en los labios y salió del vehículo. Pilguez bajó la ventanilla y la llamó mientras subía la escalinata de la comisaría.

– Si alguno de mis antiguos colegas quiere saber quién ha hecho estas maravillosas galletas, aguanta: esta guardia sólo dura cuarenta y ocho horas…

Nathalia insinuó un pequeño gesto con la mano y desapareció en el interior del edificio; Pilguez permaneció unos instantes en el aparcamiento, preguntándose si sería la edad o bien la jubilación lo que hacía de la soledad algo cada vez menos soportable. «Quizá una mezcla de ambas cosas», se dijo, arrancando otra vez.

Era una noche estrellada. Lauren y la señora Kline estaban paseando a Kali por Marina.

– La cena estaba deliciosa. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto. Gracias.

– Quería invitarte yo, ¿por qué no me has dejado?

– Porque tu sueldo no te lo permite, y porque todavía soy tu madre.

En el pequeño puerto deportivo, los obenques de los veleros chirriaban al ritmo de la brisa ligera. El aire era agradable. La señora Kline tiró a lo lejos el palo que tenía en la mano y Kali corrió en su persecución.

– ¿Querías celebrar una buena noticia?

– No especialmente -contestó Lauren.

– Entonces, ¿a qué viene esta cena?

Lauren se detuvo para mirar a su madre de frente y le cogió las manos entre las suyas.

– ¿Tienes frío?

– No especialmente -contestó la señora Kline.

– Yo habría tomado la misma decisión en tu lugar; de haber podido, yo misma te lo habría pedido.

– ¿Qué me habrías pedido?

– ¡Que desconectaras las máquinas!

Los ojos de Emily Kline se llenaron de lágrimas.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Mamá, quiero que nunca más vuelvas a tenerme miedo; las dos tenemos nuestro carácter, somos distintas y nuestras vidas no serán iguales. Pero a pesar de mis golpes de genio, jamás te he juzgado ni lo voy a hacer nunca. Eres mi madre, y así lo siento en mi corazón, y pase lo que pase, es el lugar que ocuparás hasta el fin de mis días.

La señora Kline estrechó a su hija entre sus brazos mientras Kali regresaba y se colaba entre las dos mujeres. Después de todo, ella también ocupaba un lugar.

– ¿Quieres que te lleve con mi coche? -preguntó la señora Kline, secándose los ojos con el dorso de la mano.

– No, voy a caminar, tengo que eliminar toda la cena.

Lauren se alejó, saludando a su madre con un gesto. Kali dudó unos instantes, volviendo la cabeza a derecha e izquierda. Apretando el palo entre sus mandíbulas con todas sus fuerzas, se lanzó hacia su dueña. Lauren se agachó, acarició la cabeza de su perra y le murmuró al oído: -Ve con ella; no quiero que se quede sola esta noche.

Cogió el trozo de madera y lo lanzó hacia su madre. Kali se alejó ladrando hacia Emily Kline.

– ¿Lauren?

– ¿Sí?

– Nadie creía en ello, fue un milagro.

– ¡Lo sé!

Su madre se acercó unos pasos.

– Las flores de tu apartamento… no fui yo quien te las regaló.

Lauren la miró, intrigada. La señora Kline se metió la mano en el bolsillo y sacó una cartita arrugada que entregó a su hija.

Entre los pliegues del papel, Lauren leyó las dos palabras que había escritas.

Sonrió y besó a su madre antes de alejarse apresuradamente.

Los primeros fulgores del día centelleaban en la bahía.

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